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Juan Manuel Díaz de Guereñu LA ESCRITURA Y LOS DÍAS DE JUAN LARREA

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En el breve prólogo de 1966 que antepuso a Versión celeste, el libro en el que reunió buena parte de su poesía, Juan Larrea describió sus poemas como «testimonios de una experiencia poética total» que luego prosiguió con otros medios, y explicó que salvo por excepción había evitado publicarlos porque «eran sólo circunstanciaciones insatisfactorias de su proceso íntimo».

Toda la obra escrita de Larrea, en efecto, se engarza muy directamente con su modo de vivir y de entender lo vivido. El prestigio de que gozó desde muy temprano derivó en parte de tal imbricación. Los lectores de sus poemas entendieron que, aunque estos apuraban posibilidades expresivas o desbarataban convenciones al igual que otras exploraciones vanguardistas, en ellos no se ventilaba ninguna pendencia literaria ni problemas de carácter formal. Ahí buscaban cauce angustias e inquietudes hondamente sentidas.

En julio de 1926, encabezando el primer número de su revista Favorables París Poema, editada mano a mano con César Vallejo, Larrea publicó su manifiesto «Presupuesto vital». El texto tiene mucho de diatriba contra los ­poetas españoles, a los que acusa de falta de generosidad, de reducir la escritura a «una simple suposición de flores a porfía en el vacío». Frente a quienes eluden el compromiso fundamental de la creación, Larrea proclama: «En lealtad sólo hay un modo de ser, el modo de la pasión». Se empeñó, pues, en que cada poema, cada «circunstanciación» de sus estados espirituales fuera tan imperfecta como hiciera falta para desnudarlos.

La escritura de poemas, en su caso tan reservada y ejecutada en un corto período de tiempo, hasta que en 1932 abandonó el verso, se rigió por la convicción de que la pieza escrita debe expresar el drama íntimo del poeta, y debe hacerlo con los instrumentos apropiados, los de su tiempo. Larrea eligió el lenguaje de la poesía de vanguardia y hasta su idioma, el francés de las grandes aventuras de la expresión poética de entonces.

Cuando dejó de componer versos y se ciñó a la escritura en prosa, que practicó en exclusiva y con torrencial generosidad desde el final de la guerra civil hasta su muerte en 1980, fue a causa de un cambio de postura fundamental. Ya no buscaba a ciegas un sentido para su existencia, en versos difíciles, de lenguaje descoyuntado. Había encontrado ya dicho sentido y se empeñaba en explorarlo y explicarlo. Eligió, en consecuencia, el ensayo como herramienta adecuada a su propósito y volvió a escribir en español.

También su prosa se vinculó muy directamente a su experiencia vivida. Larrea dio en interpretar esta como un mensaje en el que el Logos, la razón que gobierna toda realidad humana, se hace presente. Dado que dicha razón suprema es poética, creadora por naturaleza, es natural que se manifieste de tal modo que una sensibilidad poética pueda percibirla y comprenderla. La Vida es Poesía, afirmó incansable Larrea, un Lenguaje articulado de acuerdo con la capacidad de comprensión del poeta, designado como instrumento para hacerlo consciente y para contribuir así a la realización de sus designios, la transformación de la humanidad en una nueva sociedad, en un nuevo mundo.

Se comprende, pues, que la anotación minuciosa de lo que vivía y de su sentido se convirtiese en germen, en semillero de su obra.

La propensión a volcar en el papel las experiencias vividas se le hizo presente muy pronto. En una carta que escribió a su amigo Gerardo Diego el 3 de junio de 1920, en la que afirmó estar sufriendo «una exasperada crisis de lobreguez espantosa», Larrea escribió:


Estoy tentado, para desahogarme, de ir reflejando en cuartillas, para uso exclusivamente personal, las incidencias de esta borrasca tumultuosa. Me tienta, me tienta, y si esto como llego a temer continúa no tendré otro remedio que hacerlo. Ecce Homo habría de ser el epígrafe que las agrupara, Ecce Homo, y te aseguro que habría de analizarme sin piedad y sin literatura.


Alimentó al poco tal tentación confesional y dicho propósito de autoanalizarse la lectura de Freud, si bien el poeta no empezó a escribir anotaciones personales en forma de diario hasta años más tarde. Entre 1926 y 1932, aunque sólo avanzado ese período de modo más o menos continuo, Larrea escribió prosas en las que anotó indistintamente aconteceres y reflexiones. Luego las prosiguió hasta 1934. Cuando pensó en publicarlas, agrupó el conjunto bajo el título general Orbe. El estallido de la guerra civil frustró la edición y Orbe quedó inédito hasta que, largas décadas después, se publicó una antología de sus dos mil páginas largas, así como fragmentos dispersos en un par de revistas.

En realidad, las anotaciones de Orbe sólo adquirieron forma de diario al quedar agrupadas. Las primeras tenían, incluso para su autor, un carácter indeciso, entre la escritura poética y la confesional. Lo prueba que Larrea incorporara la primera, que tituló «Cavidad verbal», como uno de los textos que integraron su primer libro de poemas (en prosa), Oscuro dominio, en 1934. Cierto es que el texto, de textura onírica, se articula en torno a la cuestión de los límites del yo. Como en esa primera anotación, en las otras tempranas no abundan los rasgos autobiográficos y son raras las dataciones, que se hicieron frecuentes a partir de 1929 y luego sistemáticas.

Desde ese año, es decir, en la mayor parte de Orbe, la anotación tipo conjuga el relato de experiencias concretas, recuerdos, sueños o lecturas con largas tiradas interpretativas que procuran articular un sentido a partir de lo acontecido. Lo confesional no es un fin en sí mismo, sino en cuanto que procura al poeta materia sobre la que desarrollar su exégesis, que conduce finalmente a la profecía de una nueva humanidad de la que su peripecia personal es heraldo.

La misma lógica rige las anotaciones que Larrea escribió en el exilio mexicano entre 1940 y 1947, que Gabriele Morelli ha recuperado y transcrito en este libro. Se trata de un período esencial en la trayectoria vital y en la creación de Larrea. El poeta arribó a México en noviembre de 1939 y abandonó el país rumbo a Nueva York, becado por la Fundación Guggenheim, en octubre de 1949. Durante esa década fue responsable de dos revistas, la España Peregrina de los exiliados españoles, que publicó nueve números entre febrero y octubre de 1940, y Cuadernos Americanos, que salió a la luz por vez primera en enero de 1942. Y dio a la imprenta dos libros, Rendición de espíritu (1943) y El surrealismo entre viejo y nuevo mundo (1944), así como numerosos artículos. Fue una época en la que, por su participación en la Junta de Cultura Española primero y en las citadas revistas después, adquirió perfiles de personaje público y de figura relevante del mundo cultural.

Esto no obstó, sin embargo, para que fueran tiempos de apreturas económicas. Los Larrea, como otras familias exiliadas, tuvieron dificultades para ganarse el sustento en el país de acogida, hasta que Guite, la mujer del poeta, consiguió trabajo en la recién establecida Librería Francesa de México D. F., a lo que alude la anotación de 25 de mayo de 1944. Tampoco impidió que Larrea se sintiera, en lo que le importaba, su convicción profética, completamente solo.

Articulan las notas, como fue habitual en la escritura más personal de Larrea, las ideaciones con las que eleva lo sucedido a profecía, a promesa de un futuro resplandeciente. Dichas ideaciones son de ordinario la condición para que un hecho o un día merezcan escritura. Es por eso que este peculiar Diario contiene a la postre contadas noticias personales. Atiende al acontecer menor, al vivir concreto y cotidiano del poeta, de los suyos y de quienes los rodean, sólo en cuanto se presta a la interpretación.

Por lo mismo, estos textos presuponen la existencia de otros en los que sólo quedó anotado el dato o el detalle con su fecha. Esa escritura de agenda ofrece al poeta precisiones a las que acude en escritos en los que debe rememorar su participación personal en hechos concretos. A dichas notas de agenda alude Larrea en alguno de sus textos de tal índole. Las entradas de su dietario mexicano, lo mismo que antes las de Orbe, son en cambio esencialmente interpretativas. No se preocupan de contar lo sucedido, sino de comprenderlo.

Claro que el rigor de la exégesis requiere precisión, exactitud en el dato. Así, Larrea se preocupa de comprobar, de cotejar notas de agenda, cartas u otros documentos escritos y fotográficos. En una carta de 24 de agosto de 1974 a David Bary, que preparaba su biografía, Larrea justifica las numerosas precisiones que había añadido al original con el fin de «ganar en exactitud, de la que soy fanático». Porque el dato exacto proporciona una base sólida sobre la que articular la visión de la verdad oculta. Esta lo exige.

Dicho predominio de la interpretación de lo sucedido sobre el hecho mismo en su desnudez factual tiene como consecuencias formales en las anotaciones el tono a menudo divagatorio de la prosa; el uso reiterado de conceptos escritos con mayúscula inicial —Vida, Objeto, Amor de América…— y de términos como «fenómeno», «sentido», «coherencia»; el recurso a las interrogaciones retóricas, a la formulación de hipótesis, a la enumeración de argumentos. Larrea no cuenta sino por excepción; explica, argumenta, razona.

No son rasgos específicos de estos textos en forma de diario, pues los comparte toda su obra en prosa. Estuviera dedicada a la historia del cristianismo primitivo, a la arqueología precolombina, a la crítica del arte o la ­poesía contemporáneos, siempre conducía a las mismas convicciones de fondo, porque Larrea siempre descubre en las realizaciones humanas formas de expresarse de la Poesía que todo lo rige. Así, «The Vision of the Guernica», el ensayo sobre el mural de Picasso de cuya edición tratan las últimas anotaciones de 1947, descubre en él las consabidas previsiones de un nuevo mundo.

Cuando, ya en sus últimos años de vida, Larrea se propuso escribir su autobiografía, que tituló «Veredicto», quiso, del mismo modo, «referir las conexiones complejas y significativas que han venido entretejiéndose en el curso de mi experiencia». Para emprender su relato, acudió a los hechos y las interpretaciones que había referido en sus anotaciones de julio de 1944. Y citó y glosó extensamente dichas anotaciones.

Porque su Diario, en definitiva, está formalizado como una primera exégesis de lo real vivido, como una comprobación inmediata, al calor aún de los hechos recientes, de la capacidad para generar sentido de su perspectiva poética sobre la realidad. Cuando, en la entrada de 7 de enero de 1944, Larrea describe estas notas como una «crónica circunstanciada» que ha vuelto a escribir tras unos años, explica que su materia son las convicciones y su capacidad generadora de un nuevo mundo; se trata, en suma, de una crónica intelectual y no de un relato de vida.

Tal es la razón por la que, cuando aborda la lectura de los diarios personales de Larrea, el lector ingresa en una atmósfera enrarecida de naturaleza similar a la de sus obras publicadas, de optimismo a ultranza, de ideaciones y abstracciones entre las que hasta se pierde de vista, como entre nieblas, la vida concreta, la de aquel poeta español exiliado con su mujer y sus dos hijos y acogido en la tierra generosa pero difícil de México.

Sin embargo, no faltan en estas páginas datos personales concretos ni detalles significativos acerca de lo que Larrea vivió durante sus años mexicanos. Sus anotaciones hablan de enfermedades en la familia, de disgustos y soledades que empiezan a ser perennes, a pesar de la buena situación que ocupaba en el mundillo cultural de la capital azteca.

La mayoría de las entradas están datadas entre octubre de 1943 y enero de 1944, período que sigue a la publicación en las ediciones de Cuadernos Americanos de los dos tomos de Rendición de espíritu, que salieron de imprenta en mayo y julio de 1943. Larrea se refiere una y otra vez a la obra como «mi libro». Cumplida la tarea que lo arrebató durante los primeros años de exilio, la de transformar el meollo de las anotaciones de Orbe en un libro impreso que exponía febrilmente su sistema, Larrea se dice atrapado por la angustia, «una angustia que —según escribe el 7 de enero de 1944— sólo encuentra lenitivo proyectándose en la escritura». De ese modo de afrontar la angustia espera el poeta nuevas transformaciones radicales en la comprensión de la realidad y en la acción sobre ella. A dicha angustia acompañan las hemorragias intestinales a las que repetidamente se refieren sus notas, así como otras molestias y sinsabores.

En la actividad cultural, Larrea se ve solo y va aceptando que la soledad es inherente a sus convicciones. Pues no tiene mucho sentido que quien escribe, el 18 de julio de 1941, que «sólo por el camino de lo que el común sentir considera locura se puede llegar eficazmente a la conciencia» convoque a notables filósofos para debatir sobre el alcance de sus proposiciones. Como es natural, el único resultado posible del encuentro es que se nieguen a compartir la locura y que lo confirmen en el aislamiento de sus certidumbres. Sólo el profeta ve y comprende la profecía.

Con todo, es la crónica familiar que sólo asoma de vez en cuando en ellas la que acaso conforma más decisivamente la escritura de estas anotaciones. La primera, el 4 de abril de 1940, arranca refiriéndose a los problemas de salud de su mujer, Guite, operada de un fibroma. Como no podía ser menos, Larrea supone que en ese momento comienza para ellos una nueva vida. Un año después, en abril de 1941, su hijo Juan Jaime padece una meningitis que Larrea interpreta de nuevo como trance obligado en un proceso de renovación y superación imparable. Las enfermedades propias y las de los suyos no son sino una especie de signos de puntuación en el mensaje que la Realidad enuncia incansable para él.

Pero las numerosas referencias en estas anotaciones a la obligación de velar por la felicidad de Guite, aunque sin aportar detalles precisos, matizan el optimismo irreductible de Larrea. Lo no dicho induce a suponer que protestas de amor y promesas reiteradas de conciliar trabajo y vida personal constituyen una respuesta a tensiones, a dificultades, a conflictos que sólo podemos imaginar.

Como cabe suponer, a falta de otros datos que enmarquen los textos de este Diario, que en la interrupción brusca de las anotaciones tras la entrada del 4 de agosto de 1947 tuvo algún peso la separación de los Larrea, que Guite comunicó a su marido el 10 de octubre, a su regreso del viaje a Francia que en dicha entrada menciona. La escritura a que lo convocó, como a una nueva vida para ambos, la convalecencia de Guite siete años atrás quedó cancelada por el punto final a su convivencia.

Larrea, que sepamos, nunca dejó escrito pormenor alguno acerca del trance, pero en una carta a Gerardo Diego, datada el 16 de noviembre de 1948, le confesó al respecto que «entre los innumerables momentos duros de mi vida este ha sido el más atroz». Tampoco conocemos ningún texto suyo que integre un suceso tan determinante en sus reflexiones, al modo de las anotaciones de este Diario.

Tal silencio insólito y la interrupción del Diario mexicano modulan por fuerza la lectura de este, como si la vida ordinaria, tan tamizada y velada por la lógica interpretativa que conduce la escritura, irrumpiera bruscamente imponiéndose a esta. No es posible obviar, en efecto, que en su última anotación Larrea se regocijaba de haber alcanzado «la diafanidad absoluta» en su visión, al tiempo que, al menos en su escritura, permanecía completamente ciego a la inminencia de su momento más atroz. En el mismo sentido, las conclusiones que extrae de la enfermedad de su hijo en 1941 desconocen las graves consecuencias que esta había de tener en el desarrollo intelectual del niño.

Silencios, reticencias y cegueras acompañan en estas páginas el despliegue entusiasta de visiones y previsiones felices, de modo que por momentos parece que la escritura y los días se ignoran mutuamente. De nuevo, la asombrosa singularidad del poeta, su irredimible extravagancia, desconcierta las pautas expresivas del género y con ellas las expectativas del lector.

Pero, en definitiva, también podemos considerar la escritura de su Diario desde eso mismo que calla o ignora. Larrea lo escribe quizá para imponer esforzadamente un sentido a lo que carece de él, para amurallarse sin descanso contra la desgracia, el momento atroz, el sufrimiento que impone vivir. La visión de una realidad más profunda e inconsciente, a la que sólo cabe acceder mediante la locura, consuela acaso de la derrota, el exilio, la enfermedad y la desdicha, mitiga tal vez el daño que una y otra vez inflige la existencia.

Las certezas que Larrea edifica en sus diarios, y que articula minuciosamente en todas sus obras en prosa, se afanan por sobreponerse a las incertidumbres de cada día. Porque es la angustia la que exige el lenitivo de la escritura, cantar con fe ciega en la maravilla, para acallar tanto ruido y tanta furia. Y el flujo constante de dicha escritura, aunque lo calle o lo desmienta, levanta testimonio del arduo transcurso de los días.

J. M. D. G.

Universidad de Deusto, San Sebastián, julio de 2013



OBRAS DE JUAN LARREA CITADAS


Oscuro dominio, México, Alcancía, 1934.

Versión celeste, Barcelona, Barral, 1970.

«Veredicto», Poesía. Revista Ilustrada de Información Poética, núm. 20-21, Madrid, mayo de 1984, págs. 9-44.

«Orbe», Poesía. Revista Ilustrada de Información Poética, núm. 20-21, Madrid, mayo de 1984, págs. 77-124.

Cartas a Gerardo Diego (1916-1980), San Sebastián, Universidad de Deusto, 1986.

Orbe, Barcelona, Seix-Barral, 1990.

«Orbe», El Signo del Gorrión, núm. 21, Madrid, invierno de 2001, págs. 9-24.

Epistolario. Cartas a David Bary (1953-1978), Madrid, Publicaciones de la Residencia de Estudiantes, 2004.

Diario del Nuevo Mundo

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