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Fidel Castro y Gabriel García Márquez o la política y las letras en Hispanoamérica

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Ariel Castillo Mier

Ahora van a ver quién soy yo, se dijo, con su nuevo vozarrón de hombre, muchos años después de que viera por primera vez el trasatlántico inmenso…

Gabriel García Márquez.

«El último viaje del buque fantasma»

… contra un hombre invencible no

había más armas que la amistad

Gabriel García Márquez

El otoño del patriarca

–No me gustan los que pierden el poder

Gabriel García Márquez

citado en Franqui (2006, p. 370)

Polémicos los dos, pero casi siempre triunfadores, tras una ardua vida en la que se ganaron la gloria a puro pulso; capaces ambos de generar amores y odios extremos, pero también merecedores del reconocimiento universal, Fidel Castro Ruz y Gabriel García Márquez fueron, sin duda, cada uno en su campo respectivo, la política y las letras, los hispanoamericanos más importantes y populares en el siglo xx.

Blanco y alto, imponente y apuesto, hijo de latifundista, nacido en el año de uno de los ciclones más devastadores de la historia de Cuba, Fidel Alejandro Castro, tras más de un lustro de lucha contra la trágica tiranía batistiana y su horror de torturas, desapariciones y asesinatos de miles de jóvenes, entró en La Habana el 8 de enero de 1959, de manera apoteósica, liderando una banda de (doce) barbudos vestidos de verde oliva y con puros encendidos, que bajaban, en jeeps, de las montañas de la Sierra Maestra, hasta entonces clandestinos. De la guerra de las balas se pasaba a la ofensiva de las imágenes mediáticas, bajo el acoso de fotógrafos, reflectores, reporteros, cámaras de cine y televisión.

Dictador mulato de estirpe campesina, que había pasado de machetero de la United Fruit Company a sargento, a taquígrafo, a millonario mundial, a presidente, caído en desgracia con los Estados Unidos, que le cerraron el suministro de armas, debiendo entonces apelar apurado a los fusiles arcaicos que le mandó su colega dominicano Leonidas Trujillo, el «negro» Fulgencio Batista y Zaldívar –a quien, por su origen, la clase alta de La Habana no lo dejaba entrar al Country Club–, desmoralizado, se negó a combatir y, para sorpresa de la burguesía cubana, los políticos, la Iglesia, el ejército y la misma embajada norteamericana huyó a Santo Domingo, sin olvidarse, por supuesto, de los numerosos baúles repletos del dinero saqueado al tesoro público con el cual había amasado una fabulosa fortuna.

A partir de entonces, la figura joven, deportiva y dinámica de Castro, con aires de héroe griego, impuso, apoyándose en el poder de los medios masivos, su porte soberbio de barbas vehementes, habano humeante, botas castrenses, pistolones mellizos y uniforme de campaña, como ícono del revolucionario, y se convirtió no solo en un hito con ribetes homéricos en la historia de América Latina, sino que también alcanzó una trascendencia continental y planetaria, en plena Guerra Fría, y mucho después.

Asimismo, la pequeña nación antillana, «ochenta y cuatro veces más pequeña que su enemigo principal» (García Márquez, 1988, p. 27), los potentes y grandes Estados Unidos, se volvió noticia mundial y atrajo la atención hacia un continente ampliamente desconocido, aunque minuciosa y persistentemente explotado. La Revolución generó una transformación profunda en la vida de Cuba –el hundimiento de viejos privilegios y jerarquías, la resurrección de los ideales de justicia, democracia, educación e igualdad– y la esperanza en el inicio, por fin, de la era de dignidad, independencia y libertad, frustradas desde la independencia de España. El país pasó pronto de pintoresco «burdel de negros», paraíso de la rumba y patio trasero de los potentados gringos, a protagonista de la política mundial gracias a su fresca propuesta de revolución. Como reacción contra el bloqueo económico de los Estados Unidos, Cuba se erigió, desde 1962, en promotora del asalto armado al poder, en diversas partes de América Latina, a través de los focos guerrilleros que se gestaban en los recintos universitarios.

Por otra parte, a partir de 1960, la Revolución cubana lideró, desde la Casa de las Américas, un proyecto cultural orientado a fortalecer la conciencia de la identidad latinoamericana, frente a la penetración extranjera, mediante la organización de congresos, festivales y concursos, la reedición comentada de sus autores clásicos en la Colección Literatura Latinoamericana y las recopilaciones, en la serie Valoración Múltiple, de estudios críticos sobre la obra de Rulfo, Onetti, Guillén, Carpentier, García Márquez y Lezama Lima. Esta propuesta contribuyó eficazmente al descubrimiento de otra revolución que venía madurándose, desde finales de los años cuarenta, en diversas capitales de América Latina: el boom de la novela latinoamericana, cuyo momento culminante lo constituyó la publicación en 1967 de Cien años de soledad, obra que logró el suceso casi milagroso de situar en el centro de la literatura mundial a una tradición literaria periférica, vista hasta entonces como la expresión incipiente y primitiva de países tropicales en los que muchas realidades carecían de nombre.

Esta novela, que encumbra a Gabriel García Márquez como el máximo representante del boom, a través de un relato mitológico fundacional en el que se integran lo extraordinario y lo cotidiano, la belleza de la poesía y la violencia de la historia, al romper con la rigidez cronológica, la visión maniquea y otros prejuicios del realismo social, consolida una nueva interpretación literaria de América Latina. Apoteosis de la imaginación, espejo en el cual el continente americano ve reflejada su verdadera cara, Cien años de soledad al adoptar la perspectiva de la cultura popular y los usos de la oralidad, integrándola a los grandes mitos occidentales grecolatinos y bíblicos, las crónicas de Indias, Las mil y una noches y las lecciones de Rabelais, Faulkner, Hemingway, Borges, Carpentier y Rulfo, entre otros modelos, posee la virtud de llegar tanto a un público masivo como a la élite de los entendidos.

Clave en la consolidación del boom de la novela latinoamericana, la Revolución cubana lo fue también de su fractura y su disolución final: primero, a raíz del caso del poeta Heberto Padilla, apresado en 1971 y forzado a redactar una denigrante autocrítica que trajo a la memoria mundial los dolorosos episodios del estalinismo con los disidentes; y, luego, por el respaldo público de Castro a la invasión de Checoslovaquia.

Las vidas paralelas de Castro y García Márquez pueden servirnos para explorar un tema inagotable que se reitera, con algunas variantes, en la historia de la América Latina, desde las vísperas de la independencia: el de las relaciones entre la lucidez de las letras y el pragmatismo de la acción política1.

En sus inicios, sin partido comunista, con alegría y ritmo de rumba y son cubano, habanos y maracas, bongós y tiradas de caracoles, nacionalismo independentista y materialismo esotérico, la Revolución Cubana proyectó una ilusión de pluralidad y autonomía política para la América Latina, que pronto se desvaneció. En contraste, la narrativa del boom, con García Márquez como su representante emblemático, logró la afirmación plena de ese proyecto de búsqueda de una expresión americana planteada por los románticos, pero iniciada, en realidad, por los modernistas.

Gabriel García Márquez. Nuevas lecturas

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