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Fidel Castro y el patriarca

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La obra clave de García Márquez en el tratamiento del tema del poder es la novela El otoño del patriarca cuya escritura inicial, iniciada poco después de la salida de Prensa Latina, y tras la publicación de dos relatos que constituyen aproximaciones premonitorias, El mar del tiempo perdido (1961) y Los funerales de la Mamá Grande (1962), pronto se debió interrumpir debido a problemas técnicos sin solución inmediata y al repentino y providencial descubrimiento del tono acertado para contar la historia de una casa, una familia y una aldea, que lo perseguían desde 1952, y habrían de culminar de manera magistral con Cien años de soledad.

Después del éxito extraordinario de esta novela, García Márquez, tratando de desprenderse de los eficaces hábitos narrativos adquiridos y con el fin de no repetirse, como ejercicio previo para abordar el tema del monstruo mitológico del dictador, escribió seis cuentos5 en los que ensayaba no solo un estilo diferente, sino algunas variaciones sobre el tema del poder –el angélico o religioso, el económico, el de la fuerza física, el político, el mental, el de la palabra hablada, el de la sangre, el sexual y el familiar–, su grandeza y el desastre de su pérdida. Y hacia 1968 retomó el reto de la escritura de El otoño del patriarca, su experiencia más difícil como escritor, en la que empleó más de diez años, en los cuales inicialmente leyó todo cuanto le fue posible sobre dictadores latinoamericanos, en general, y, en especial, caribeños, «con el propósito de que su libro se pareciera lo menos posible a la realidad»:

Cada paso era una desilusión. La intuición de Juan Vicente Gómez era mucho más penetrante que una verdadera facultad adivinatoria. El doctor Duvalier, en Haití, había hecho exterminar los perros negros en el país porque uno de sus enemigos, tratando de escapar del tirano, se había escabullido de su condición humana y se había convertido en perro negro. El doctor Francia, cuyo prestigio de filósofo era tan extenso que mereció un estudio de Carlyle, cerró a la república del Paraguay como si fuera una casa, y sólo dejó abierta una ventana para que entrara el correo. Nuestro Antonio López de Santana enterró su propia pierna en funerales espléndidos. La mano cortada de Lope de Aguirre navegó río abajo durante varios días, y quienes la veían pasar se estremecían de horror, pensando que aun en aquel estado aquella mano asesina podía blandir un puñal. Anastasio Somoza García, padre del último dictador nicaragüense, tenía en el patio de su casa un jardín zoológico con jaulas de dos compartimientos: en uno estaban encerradas las fieras, y en el otro, separado apenas por una reja de hierro, estaban sus enemigos políticos.

Martínez, el dictador teósofo de El Salvador, hizo forrar con papel rojo todo el alumbrado público del país para combatir una epidemia de sarampión, y había inventado un péndulo que ponía sobre los alimentos antes de comer para averiguar si no estaban envenenados. La estatua de Morazán que aún existe en Tegucigalpa es en realidad del mariscal Ney: la comisión oficial que viajó a Londres a buscarla, resolvió que era más barato comprar esa estatua olvidada en un depósito, que mandar a hacer una auténtica de Morazán. (García Márquez, 2015b, p. 172)

Como se puede apreciar, en el inventario de dictadores que le habían servido como modelo inspirador de su patriarca, García Márquez jamás mencionó a Fidel Castro, a quien veía, seguramente, más bien como caudillo. No obstante, existen testimonios sobre su interés en él, desde los años iniciales de la redacción final de la novela. Carlos Franqui (2006) recuerda la insistente indagación de García Márquez por las anécdotas de Castro, sus pertinaces preguntas:

Nuestro primer encuentro europeo ocurrió en el 68, a su regreso de un viaje a Checoslovaquia… cuando vivía en Barcelona, y pareció nacer una amistad entre nosotros. Gabo me soltaba la lengua, yo aceptaba el juego, me interesaba mucho que supiera lo que ocurría en Cuba, la crisis irremediable de la Revolución, el caudillismo de Fidel Castro, Cuba una provincia rusa, no en el sentido satélite, a donde mandaba Fidel Castro, pero sí en el sistema ruso y comunista.

Lo que más interesaba a García Márquez era la personalidad de Fidel Castro, me hacía contar sus anécdotas e historia, y eran muchas aquellas que conocía del Comandante. (p. 364)

Hay incluso un episodio sorprendente que nos revela esa facultad adivinatoria que algunos atribuyen a García Márquez. Franqui le contó acerca del proyecto de Castro, para el cual se consultó en Italia a una comisión de ejecutivos holandeses, de crear entre la Ciénaga de Zapata y Guanahacabibes, es decir, todo el sur de Cuba, un gran lago artificial de más de 500 kilómetros, mediante el desagüe del mar Caribe. Al escucharlo,

Gabo puso cara seria, trajo el manuscrito de El otoño del patriarca, y me leyó el fragmento de una escena que era exactamente igual. Lo felicité por el acierto, y su respuesta fue el silencio, pero cuando salió el libro, el lago marino de agua dulce había desaparecido. (Franqui, 2006, p. 369)

El otoño del patriarca testimonia, una vez más, el don de la clarividencia de Gabriel García Márquez. Como en el bolero «Presentimiento», en el cual el mexicano Emilio Pacheco musicalizó un poema del madrileño Pedro Mata Domínguez6, antes de conocerlo, García Márquez ya había adivinado a Fidel Castro, tanto en sus rasgos esenciales de dictador longevo y popular, aunque fatídico, como en su deceso por muerte natural a causa de la vejez, en medio de la rutina cotidiana y no en un violento y cinematográfico atentado como muchos anticastristas vaticinaban.

El otoño del patriarca constituye un esfuerzo de desciframiento del enigma del poder de los tiranos tropicales que pese a la barbarie y al horror de sus crímenes, las injusticias y los desafueros impunes inspiran tal afecto popular que mueren en la cama. Si bien algunos estudiosos han postulado la figura cerril y campechana de Juan Vicente Gómez como el paradigma que inspiró al personaje del patriarca7, no son pocas las afinidades entre el protagonista de la novela y Fidel Castro.

Entre los rasgos comunes se destacan:

1.La afición vacuna. Para el patriarca las vacas son tan importantes que deambulan impunes por el balcón de la patria. En relación con Castro, cuando se organizaba la exposición francesa en el pabellón Cuba, en La Rampa, la condición que impuso para su realización fue: «me gustará que en los jardines del pabellón estuvieran mis vacas» y que hubiera «pangola también» (Franqui, 2006, p. 334). Célebre fue el caso, recordado por Leante (1996), de la vaca Ubre Blanca, publicitado puntualmente por el Granma, la cual daba entre 50 y 70 litros diarios, ordeñada cuatro veces al día; cuando alcanzó los cien litros, murió y la homenajearon con una estatua en bronce. (p. 27)

2.La mujer más importante en la vida de Castro parece haber sido Celia Sánchez, su compañera de armas, secretaria y amiga, quien murió de cáncer después de haber sido operada en secreto en una clínica norteamericana. Según Franqui (1988):

Esta mujer delgada y frágil, enérgica, audaz, valiente y sacrificada, se volvió su alter ego o su alter ega […] se convirtió en su más fiel compañera, en su ayudanta […] como si fuera su sombra, de día y de noche, en el combate, el sueño, la comida, en transmitir sus órdenes, recoger sus documentos, ocuparse de los visitantes, periodistas, comandantes, compañeros, campesinos, y de cuanta cosa Fidel y la guerra necesitaban. (p. 293)

El padre de Celia se llamaba Manuel Sánchez. Sorprende que la mujer más importante en la vida del patriarca se llamara Manuela Sánchez.

3.En El otoño del patriarca se alude a las «ocasiones en que perdía el habla de tanto hablar» (García Márquez, 2012, p. 45). El propio García Márquez (1981) cuenta que Castro «se quedó mudo después de anunciar en un discurso la nacionalización de las empresas norteamericanas. Pero fue un percance transitorio que no se repitió». (p. 12)

4.En El otoño se habla de «los burócratas que se repartieron el espléndido barrio residencial de los fugitivos» (García Márquez, 2012, p. 49). En La Habana, los barbudos se tomaron las residencias y los carros de los ricos que huyeron en desbandada a Miami.

5.Una vida sexual activa, pero mediocre. En El otoño se describen los amores de emergencia del patriarca (García Márquez, 2012, p. 51), en rápidos asaltos de gallo (p. 22) con las concubinas, sin desvestirlas ni desvestirse ni cerrar la puerta (p. 13). Franqui (1988) cita las infidencias de las amantes de Castro:

Mal palo, palabras de mujeres: dicen algunas de sus amantes, que hace el amor […] con las botas puestas, la escolta a la puerta, que no lo abandona nunca, rápidamente, sin intimidad (p. 265); […] el uniforme sin quitarse, desabrocharse la portañuela y allá va eso en un santiamén. (p. 296)

6.El prolífico patriarca engendra una copiosa prole de hombres de siete meses, los cuales, según Martí, en «Nuestra América», eran los descastados que se avergonzaban de la tierra natal8. «Se estimaba que en el transcurso de su vida debió tener más de cinco mil hijos, todos sietemesinos, con las incontables amantes sin amor que se sucedieron en su serrallo hasta que él estuvo en condiciones de complacerse con ellas» (García Márquez, 2012, p. 48). Según Franqui (1988): «Dicen que los Castricos, llamados con humor potricos, y el papá Caballo, son más de un centenar» (p. 304). En su libro de 1981, aclaraba: «La calle deja de llamarle Comandante, le llama Caballo. (Caballo: mágico número uno de la charada china cubana. Uno en todo)» (p. 44).

7.Pésimos perdedores. El patriarca, en el dominó, «sólo ganaba porque estaba prohibido ganarle» (García Márquez, 2012, p. 26). Castro, no aceptaba perder ni en el pimpón ni en la pesca ni en el béisbol y, como recuerda Franqui (1989): «Disparar mejor que él es imposible; en la guerra ni siquiera el Che Guevara, buen tirador también, se atrevía a ganarle, sabiendo que éste sería un serio disgusto para el Comandante» (p. 244). García Márquez (1988) afirma:

Una cosa se sabe con seguridad: esté donde esté, como esté y con quien esté, Fidel Castro está allí para ganar. No creo que pueda existir en este mundo alguien que sea tan mal perdedor. Su actitud frente a la derrota, aun en los actos mínimos de la vida cotidiana, parece obedecer a una lógica privada: ni siquiera la admite, y no tiene un minuto de sosiego mientras no logra invertir los términos y convertirla en victoria. (p. 18)

8.La afición por los deportes. El patriarca «construyó el estadio de pelota más grande del Caribe e impartió a nuestro equipo la consigna de victoria o muerte» (García Márquez, 2012, p. 38). Castro no solo fue pitcher y entrenaba con máquinas como un lanzador profesional de las grandes ligas para no fallar en sus envíos al plato: la consigna que a manera de mantra le impuso a los cubanos fue «Patria o muerte».

9.El patriarca no disimulaba su desprecio íntimo por los hombres de letras que «tienen fiebre en los cañones como los gallos finos cuando están emplumando de modo que no sirven para nada sino cuando sirven para algo, dijo, son peores que los políticos, peores que los curas, imagínese» (García Márquez, 2012, p. 100), en tanto que célebre fue el asquiento rechazo de Castro a los intelectuales disidentes a quienes denominó «ratas».

10.El patriarca era un caminante implacable (García Márquez, 2012, p. 45) y Castro caminaba

[…] dando grandes zancadas, era un monstruo caminando; sus grandes y fuertes piernas parecían no cansarse nunca, y es que de niño y joven siempre caminó y corrió mucho; éste era uno de sus fuertes en la guerra: su paso rápido, irresistible, subiendo o bajando montañas, que impuso a la guerrilla un ritmo veloz, casi imposible de seguir por el enemigo. Gran caminador, su fuerza estaba en sus piernas. (Franqui, 1989, p. 244)

11.Los dos poseían la capacidad de descubrir el pensamiento de sus interlocutores. El patriarca solía «escudriñar la penumbra de los ojos para adivinar lo que no le decían» (García Márquez, 2012, p. 16); «con sólo mirar a los ojos» (p. 48). «Castro no mira de frente, sólo si quiere asustarte clava los ojos fijamente: sus ojos, su mirada, son fríos e inescrutables, mirada de serpiente, aterroriza. Él no admite ser mirado fijamente» (Franqui, 1989, p. 243).

12.Hijos de madre. Del patriarca se dice que era un «hombre sin padre como los déspotas más ilustres de la historia» (p. 48). Según José Pardo Llada (1976), el reconocimiento paternal de Fidel fue un tanto tardío:

Fidel era un rico-pobre, tratado de guajiro, no bautizado por años, ni inscrito legamente, nacido de aquella unión misteriosa del amo y la criada, vive en Santiago, como en La Habana, ni en familia ni en sociedad, como la mayoría de sus compañeros, que procedían de las familias ricas o prestigiosas del mundo burgués cubano.

Las relaciones padre hijo, inexistentes en el patriarca, en Fidel casi no ocurrían.

En los seis días que pasé con Fidel en la hacienda de Birán, no recuerdo haber escuchado un solo diálogo del padre con el hijo. Don Ángel era un hombre parco, hosco, retraído. Vestía siempre pantalón de dril crudo y guayabera. Machete a la cintura y un enorme «Colt» calibre 45, con cachas de nácar, que le daba un aspecto tremebundo de viejo vaquero de películas del Oeste. Usaba los mismos zapatos de los obreros de su hacienda, «de vaqueta», toscos, baratos, y esgrimía, en todo momento, una fusta de cuero con mango de plata, reminiscencia quizá del látigo de sus tiempos de mayoral. (p. 10)

13.El patriarca poseía una memoria minuciosa que le permitía conversar con hombres y mujeres «llamándolos por sus nombres y apellidos como si tuviera dentro de la cabeza un registro de los habitantes y las cifras y los problemas de toda la nación» (García Márquez, 2012, p. 84). Castro podía recitar de memoria libros enteros. Con su memoria auditiva y visual, en la guerra, «recordaba con exactitud cuanta cara y lugar veía, fotografiaba en su cerebro, incluso los caminos por donde había pasado una vez, y nunca los olvidaba» (Franqui, 1989, p. 82).

14.El patriarca tenía un «pulso sereno de buen tirador» (García Márquez, 2012, p. 187), en tanto que «Castro dispara bien y goza disparando, pistola, fusil, ametralladora, cualquier arma» (Franqui, 1989, p. 243).

15.El patriarca comía «caminando con el plato en la mano y la cuchara en la otra» (62). En la casa de Castro, según Pardo Llada (1976):

A las 11 de la mañana, hora del almuerzo, convocaba doña Lina a comer, haciendo un disparo al aire con una vieja escopeta que colgaba de una puerta, junto al fogón. Todos los de la casa –el padre, la madre, los hijos, la servidumbre y los macheteros– comían juntos, de pie, en la cocina y cada cual sacaba su ración de las calderas humeantes. Por todo cubierto se recibía una pesada cuchara.. (Años después, muchas veces vi a Fidel, ya Jefe de Estado, comer de pie, en las cocinas de hoteles y restaurantes y prescindiendo de todo cubierto). (p. 10).

16.El ocultamiento de la intimidad. Castro «ni a la madre le mostraba la intimidad de sus suspiros» (García Márquez, 2012, p. 25). Castro no decía a nadie lo que pensaba: «Qué pensaba Fidel. Nadie lo sabía» (Franqui, 1981, pp. 13, 39). «Castro nunca te dice lo que piensa ni lo que va a hacer» (Franqui, 2006, p. 434). Una táctica del patriarca para salvaguardar su intimidad consistía en no contestar «ninguna pregunta sin antes preguntar a su vez usted qué opina» (García Márquez, 2012, p. 16).

17.La preocupación por los mínimos detalles de la cotidianeidad. El patriarca controla desde el ordeño de las vacas hasta el velo que cubre las jaulas de los pájaros, pasando por la sal de la salud, la canasta familiar, el trajín de la cocina y las brigadas de barrenderos, y «se informaba sobre el rendimiento de las cosechas y el estado de salud de los animales y la conducta de la gente» (García Márquez, 2012, p. 84). García Márquez (1988) destaca cómo, ante la incompetencia sobrenatural de una burocracia empantanada, Castro se veía obligado «a ocuparse en persona de asuntos tan extraordinarios como hacer el pan y distribuir la cerveza» (p. 26).

18.Tanto el patriarca como Fidel entregan sus países al extranjero, emplean en su régimen un «sartal de recursos atroces» (García Márquez, 2012, p. 29), visten con tenaces uniformes militares, suprimen las fiestas (el patriarca incluso los domingos; Castro, los carnavales y las navidades y el día de Reyes) y mueren de muerte natural por vejez. A Castro, como al patriarca, solo lo derroca «el acta de defunción» (p. 21).

19.La omnipresencia, el don de la ubicuidad y la aparición descarada. Al patriarca, dado a gobernar de viva voz y cuerpo presente a toda hora y en todas partes (García Márquez, 2012, pp. 13-14), «se le veía aparecer en la ocasión menos pensada para imponerle otros rumbos imprevisibles a nuestro destino» (p. 45), y daba la impresión de desdoblarse y estar simultáneamente de manera inesperada por todo el país para inspeccionar las obras o ponerlas en marcha. Bryce (1993) recuerda que «Fidel aparecía cuando menos se le esperaba, o sea a cada rato» (p. 468).

20.La compañía de funcionarios vitalicios, para el caso del patriarca (12), halla su equivalencia en Castro, con su hermano Raúl.

21.El sacrificio de los colaboradores más cercanos –la eliminación de todo hipotético competidor– al descubrir sus ambiciones: para el patriarca, el del ministro de defensa Rodrigo de Aguilar; para Castro, el general Arnaldo Ochoa. Innumerables son los líderes disidentes cubanos que terminaron presos, asesinados, muertos en confusos accidentes aéreos o de tránsito o en el exilio.

22.Los múltiples títulos: el patriarca, comandante supremo de las tres fuerzas, presidente; y Castro, comandante en jefe del ejército, primer secretario del Comité Central del Partido Comunista, presidente del Consejo de Estado y de Ministros, etc.

23.Los Estados Unidos como trasfondo magnificado para consolidar medidas internas. Castro sobrevivió a nueve presidentes norteamericanos desde 1959 y la lista de embajadores gringos durante el régimen del patriarca es casi interminable.

24.La sobrevivencia a numerosos atentados, más notable en Castro con el medio centenar de la cia (García Márquez, 2015b, pp. 339-343).

25.Cierta indolencia frente a la niñez. En el patriarca se destaca el crimen infame de los dos mil niños de la lotería. Durante el régimen de Castro se dieron hechos similares como el llamado «éxodo de Peter Pan», cuando sus padres, por el temor de perderlos, enviaron a catorce mil niños fuera del país, ante la inminente obligación de entregarlos al albedrío del Estado; o el asesinato de cuarenta y un personas, entre ellos diez niños, en el vetusto remolcador Trece de Marzo, el 13 de julio de 1994, embestidos, bombardeados con cañones de agua a presión y hundidos por embarcaciones modernas –al parecer monitoreadas por el servicio de guardacostas del Ministerio del Interior–, cuyos capitanes asesinos fueron galardonados como héroes.

26.Las lluvias de caramelos desde los aviones por parte del patriarca (115) hallan su réplica en Cuba durante la era de Castro. Como recuerda Zoé Valdés (2008):

Serían alrededor de las dos de la tarde, acabábamos de almorzar y estábamos de vuelta en los surcos sembrados de papas. De súbito pasó un helicóptero por encima de nuestras cabezas. Los guajiros gritaron que ahí iba Fidel.

–¡Ahí va Fidel! ¡Ahí va Fidel! –Se volvieron como locos.

La brigada, compuesta sólo por hembras –a los varones los habían puesto en un campamento aparte, bien lejano del de nosotras–, quedó en stop motion. La maestra gritó que siguiéramos trabajando y levantó los ojos hacia el cielo, bastante confundida.

El helicóptero volvió a pasar y nos lanzó como unos papelitos de colores. Los papelitos no eran sólo papelitos, lo supimos cuando dieron contra nuestro cráneo como si fueran balines, a riesgo de partirnos la cabeza. Eran caramelos. ¡Caramelos! Hacía años que no veíamos caramelos envueltos en papeles de colores, ni desenvueltos tampoco. De pronto, el desespero se apoderó de nosotras, nos olvidamos del deber y de lo demás, y nos lanzamos como fieras a recoger los caramelos que nos lanzaba aquella piñata de hierro que revoloteaba de un lado a otro. Nos llenábamos los bolsillos, las copas de los ajustadores, los sombreros […]; no nos metimos puñados en los oídos porque no cabían. (p. 40)

27.La soledad del tirano es el tema de El otoño del patriarca: «el hombre más solitario de la tierra» (García Márquez, 2012, pp. 29-30). En su semblanza de Fidel, García Márquez (1988) alude a «la leyenda de que es un solitario sin rumbo, un insomne desordenado e informal, que puede hacer una visita a cualquier hora y desvelar a sus visitados hasta el amanecer» (p. 12).

Pese a las diferencias notables entre un patriarca andino y analfabeta y un dictador caribe e ilustrado, aunque atípico, que ni bailaba ni cantaba, a las que habría que agregar evidentes despistes como la monstruosidad, la fealdad, el cuerpo enfermo, la potra, los pies planos y las estalinianas manos de doncella, son muchas más las afinidades que los contrastes. Similares son también las reacciones de la colectividad ante los actos de barbarie del régimen al exclamar: «si el general lo supiera, si hubiera alguien capaz de contárselo» (García Márquez, 2012, p. 169). La atmósfera de represión y vigilancia en el orbe del patriarca se reitera en la isla de los hermanos Castro. Son, pues, tantas las semejanzas intuidas por García Márquez que da la impresión de que su empeño, a veces aparatoso, por conocer personalmente a Castro estuviera orientado por la vanidad de comprobar el tamaño de sus aciertos de clarividente.

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