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CAPÍTULO IV

La vida de los rebeldes. Un ejército para defender la Toráh

Desde el triste acontecimiento de Mod’ín, Matityáhu y sus hijos se convirtieron en proscritos y fugitivos. Huyeron lejos de las poblaciones, al desierto y a las montañas. Constantemente se veían obligados a cambiar su posición porque ningún lugar era seguro para ellos. Otros veinte hombres, cuyas familias habían sido asesinadas en las aldeas de alrededor, se unieron a ellos como hermanos unidos en la lucha.

Apenas habían intervenido de forma relevante pero la fama de Matityáhu y sus hijos se extendió muy rápidamente pues los yehudím necesitaban una esperanza de que su Di–s iluminara a alguno de Sus hijos para defender la Alianza y su libertad. Por esta razón, cualquier hecho referido a los rebeldes de Matityáhu, era magnificado y utilizado para darse ánimo unos a otros. En pocos meses, el grupo se había ampliado a doscientos hombres. Después de vagar de un lugar a otro, viviendo tanto en los desiertos como en los bosques y los montes, se asentaron en unas elevaciones al noroeste de Yerijó, a poca distancia del nejar–ha–Yardén, el río Jordán.

Se obligaba al Pueblo a denunciar el paradero de Matityáhu bajo la imposición de penas o castigos que serían ejecutadas contra comunidades enteras. Por todo el territorio, había proclamas de funcionarios del rey y desde el propio beit–ha–Mikdásh, exigiendo información a todo el que pudiera saber sobre los insurgentes. Se infiltraron espías entre la población para indagar. Atrapar a Matityáhu se había convertido en una prioridad para Menelao. Quería presentar este trofeo ante el rey Antíoco para conservar sus privilegios.

También se ofrecieron recompensas por delatar su refugio, pero nada obtuvieron a pesar de las intimidaciones, las amenazas y los métodos violentos utilizados.

Matityáhu añoraba la paz interior que había preservado siempre como su mayor bien. Él estaba dispuesto para luchar, pero rogaba a ha–Shem que le mostrara el camino y el momento. Sabía que actuar de forma imprudente solo conseguiría que él, sus hijos y los hermanos de fe que les seguían, terminaran muertos, así como el Pueblo más castigado. Había rezado por aquellos a los que mató. Pero no podía arrepentirse de su arrebato. Su sentimiento de defensa de lo Sagrado superaba todo temor a represalias. Nunca sería contemplativo ante la profanación del beit–ha–Mikdásh que, para Matityáhu, también se hallaba en el corazón de un yehudí piadoso. Por este motivo, la vida de un yehudí simbolizaba cada una de las piedras con las que se edificaba día tras día el beit-ha-Mikdásh en el corazón del Pueblo Yehudí. Matityáhu tenía la convicción de que, sin reservarle el mejor altar para Di–s en nuestro interior, no podríamos hacer las oraciones ni los sacrificios con pureza. Por ello era tan importante no acudir al Templo por el mero hecho de mostrarse devoto, sino con el corazón y la mente abiertos a que ha–Shem los iluminara.

Matityáhu estaba decidido a dar la vida por su Pueblo, pero necesitaba preparar tanto a sus hijos como a los que se unían a ellos, para los duros momentos que vendrían. Su destino no podía ser más incierto. Era un yehudí a la fuga arrastrando consigo a sus hijos y a los fieles a la Alianza que creían en su lucha. Había sido declarado enemigo de los seléucidas y del beit–ha–Mikdásh por orden del Cohén–ha–Gadól. La situación de sus hijos le entristecía en no pocas ocasiones, pues siempre había querido que tuvieran sus respectivas familias. Ahora, sin embargo, con el curso que habían tomado sus vidas, se sentía aliviado de que sus hijos estuvieran liberados de responsabilidades familiares.

A pesar de tener que vivir como forajidos, trataban de no perder el contacto con el Pueblo. Ayudaban en las tareas del campo y con los animales, favoreciendo especialmente a las familias que habían perdido a sus hombres. Colaboraban con los asentamientos en la construcción de sus casas y la instalación de las tiendas. A cambio recibían muchas aportaciones como: ganado, ropas e incluso donativos. Las comunidades sabían de la misión a la que Matityáhu y los suyos se habían encomendado. Se sentían en deuda con ellos y los animaban a seguir en su sacrificado cometido.

Estaban consagrados a la defensa del Pueblo y de la Alianza. Pero sus escaramuzas y acciones aisladas, más que debilitar las fuerzas seléucidas o la moral de la guardia del Cohén–ha–Gadól, aumentaban la irritación de unos y otros que terminaban intensificando los ataques contra los yehudím.

Los primeros pasos fueron de gran frustración para Matityáhu. Por un lado, no disponían de equipamiento para la guerra ni de caballos. Tampoco eran soldados. No sabía de tácticas militares ni de organizar un ejército. Por otro, no veía que su elección conllevara una mejor vida para nadie, así que, a menudo, se retiraba a orar y pedir fuerzas. Yehudáh era quien más observaba a su padre y sabía de su angustia.

La única ventaja que obtenían de las arriesgadas escaramuzas y temerarias emboscadas en desfiladeros, bosques y terrenos propicios, era la de conseguir algún que otro caballo y armas sin las cuales estaban en absoluta desventaja frente a sus enemigos.

Un día, tras la larga jornada, decidieron ascender a har–Tavór y descansar cerca de su cima. Matityáhu se había alejado para orar. Yehudáh le había visto marcharse y, adivinando dónde podría estar, decidió acercarse al lugar con intención de hablar con él.

Matityáhu estaba sentado sobre una gran piedra rectangular sobre la que se sentó a orar. La vista del valle de Yizre´él era maravillosa desde esta altura. La brisa contribuía a despejar la pesadez de la mente y del espíritu. Solía encontrar la paz mediante la mera contemplación de las cosas más sencillas. Observaba en calma tan bello paisaje y sentía cómo la suavidad del viento lo envolvía invitándole a cerrar los ojos y entrar en meditación.

Yehudáh no pretendía asustar ni importunar a su padre, solo quería esperar a que terminara y acercarse, pero en el último paso quebró una ramita seca en el suelo que despertó a Matityáhu.

—Slijáh, padre, te pido perdón.

—Yehudáh, acércate no pasa nada. Aún no había comenzado mi comunión con ha–Shem. ¿Te ocurre algo a ti?

—No, es que te veo cuando te retiras y noto que estás triste.

—Lo estoy por muchos motivos. Esta vida no es la que yo quiero para vosotros ni para el Pueblo. No hemos frenado los abusos de los yavaním. Al contrario, los provocamos más. No podéis formar una familia y conocer la experiencia divina de educar a vuestros hijos… ¡Tantas cosas, hijo mío!

—Padre, ¿entonces no eres feliz por tomar la decisión de defender la Alianza?

—Mi deber está antes que mi felicidad. No hay elección porque uno y otro están en un nivel distinto en mi realización como yehudí. No guardo la Ley de Di–s para ser feliz, sino para ganar la paz de espíritu. Es mejor asumir con dulzura que este mundo es para trabajar sin descanso a fin de que la Voluntad de ha–Shem se cumpla en cada uno. Debemos buscar la paz interior pues es la virtud que más nos acerca a Di–s.

—¿Pero nuestros proyectos de vida no importan?

—Importan mucho porque todo lo ofrecemos a Di–s. Son las semillas que presentamos para que Él las riegue con Su lluvia, las nutra con Su luz y así nos hagamos más fuertes y piadosos. Pero sin nuestra ofrenda, Él no intervendrá en nuestras vidas ya que respeta nuestro olvido. Creemos saber qué es lo mejor para cada uno y pasamos por alto que ha–Shem ve nuestro pasado, presente y futuro. Nosotros solo vemos un pequeño paso del largo camino. Todos los senderos esconden pruebas, algunas muy duras, pero cuando nos ponemos en Sus Manos, Él nos conducirá y evitará que caigamos en las trampas mortales. Ha–Shem abre nuestros ojos para que no sucumbamos al peligro que acecha y no caigamos en un abismo del que no podamos salir. Sin Él, la vida sería insoportablemente penosa y vacía. Por eso es muy importante pedir Su bendición antes de mover un pie.

—¿Y si ya lo hemos hecho? ¿Tú diste este paso con Su Bendición?

Matityáhu suspiró y miró al horizonte, luego volvió a los ojos de Yehudáh y le dijo:

—No, actué de forma impulsiva y eso es lo que más daño me hace, porque no veo la luz y zozobro por haber hecho algo que quizás no era Su Voluntad. No temo haberme equivocado en la misión que debo llevar adelante, pero creo que mis pecados nublan mi visión interior y cierran mis oídos ante lo que Di–s quiera decirme para llevarla según Sus Dictados. Siento falta de dirección y no puedo permitirme eso con la responsabilidad que he asumido. Me desconsuela, hijo.

—Te comprendo, padre. ¿Le has fallado?

—Si no le hubiera fallado no estaría desolado y desorientado como estoy, Yehudáh.

—¿Y Le has pedido perdón? Nos has enseñado que ha–Shem es bondadoso. ¿Recuerdas cuando me mostró Su Perdón por lo que, siendo niño, hice en Yerushaláyim?

—Cometiste un pecado de infancia. Él vio la compunción en tu corazón y limpió tu falta. Yo soy un devoto de Su Toráh y no debí actuar así. Pero a tu pregunta, Yehudáh… No me atrevo a hablarle. Rezo, pero mi corazón no dialoga con Él, porque estoy avergonzado y desearía Su Castigo para quedar limpio mediante la acción de Su Justicia sobre mí.

—Padre, ¿acaso el dolor que sientes y llevas como cadenas pesadas desde que ocurrió no es un castigo? También nos has enseñado que la humildad lo puede todo. Yo estoy seguro de que, si pides perdón con humildad, ha–Shem mirará con compasión tu error y hará porque sientas Su Perdón.

Matityáhu suspiró nuevamente y sonrió.

—Que ha–Shem te bendiga, Yehudáh.Tienes el don de abrir los ojos incluso a un veterano cohén como yo. Lo haré, hijo, y hasta que no sienta Su Perdón no dejaré de postrarme ante Él en lugar de arrastrarme por este mundo con las cadenas de mi pecado. Ven y déjame abrazarte.

Aquel día, Matityáhu permaneció ausente de los demás. Pero Yehudáh ya no estaba preocupado porque estaba seguro de que ha–Shem devolvería a su padre la fuerza espiritual y la paz que anhelaba. Con el ejemplo de su padre, Yehudáh había aprendido que nunca podemos considerarnos infalibles en la fe ni en el seguimiento de la Toráh. Matityáhu era un férreo y estricto cumplidor de la Ley Mosaica, pero cuando la vida te pone ante el reto de saltar al vacío, entonces nuestra relación íntima con Di–s puede resentirse como jamás podríamos imaginar. Las dudas de su padre, su dolor por la desorientación que sufría y el infierno que experimentaba en su interior, no habían variado, sin embargo, el alto concepto que Yehudáh tenía de él. Sabía cuánto se esforzaba por ser el padre perfecto. Pero a Yehudáh le hacía bien verlo también como un hermano mayor que podía equivocarse. Así que la lección más importante que, hasta ese momento, había aprendido era que ha–Shem, por Su Infinita Bondad, perdona a quien ha pecado siempre que presente su corazón humillado para ser limpio otra vez y renueve su compromiso con la Alianza. Desde niño había grabado en su ser que un yehudí piadoso debe llevar una vida de pureza y evolución. Sabía que cualquiera que fuera la edad del pecador, ha–Shem solo tendría en cuenta la pureza de su compunción.

Desde aquel momento en har-Tavór, Matityáhu irradiaba una autoridad que brillaba para todos y animaba con valor a los combatientes en el propósito de defender al Pueblo de la tiranía y la injusticia, para preservar la Alianza.

En el verano del año 167 a. e. c, se les unió un grupo de doscientos jasidím rebeldes que habían visto en Matityáhu a su líder. (1) Durante años, habían sido los primeros yehudím que se habían atrevido a enfrentarse a los seléucidas. Basaban su vida y sus ideales en la piedad individual, la esperanza apocalíptica y el valor expiatorio del sufrimiento y del martirio, en la estricta observancia del Shabbát y de las reglas sobre los alimentos puros o aptos. Tras conocer el martirio de aquella comunidad del sacerdote El’azár junto a la viuda Danah y sus hijos, habían ido al lugar a honrar la memoria de todos ellos y a servir de ayuda para Matityáhu, cuya valía conocieron entonces. Poco después, se convencieron de que tenían que unificar sus fuerzas para ofrecer mejor resistencia a los seléucidas.

En general, cuantos solicitaban su incorporación tenían dos circunstancias comunes: eran jóvenes que habían perdido a sus familias a manos de los seléucidas y todos buscaban a Di–s. Eran muchas las conversaciones que Matityáhu mantenía con unos y con otros sobre la Toráh y otros aspectos de la vida de un yehudí que no comprendían. Esta labor daba ánimo a Matityáhu porque en ella veía su auténtica vocación como cohén de ha–Shem.

Algunos de ellos eran, además, también mutilados de guerra que no habían merecido agradecimiento o reconocimiento alguno por parte del ejército seléucida en el que habían servido desde niños. Muchas de las familias, además de sufrir asesinatos en su seno, eran, despojadas de sus hijos, los cuales eran incorporados al ejército y eran adiestrados para formar parte de las tropas seléucidas. Sin embargo, cuando eran heridos en combate y sufrían alguna discapacidad que les invalidaba para el frente, eran rechazados para desempeñar otras funciones porque los seléucidas no olvidaban su origen yehudí. Así que, a pesar de ser fuertes y jóvenes, eran expulsados del ejército. La gran mayoría de ellos quedaban perdidos en tierras lejanas o donde hubiera ocurrido su desgracia. No sabían dónde ir ya que habían perdido todas sus raíces.

Matityáhu recibía a todos con paciencia y ponía interés en conocer los motivos de cada uno para unirse a la rebelión. Tenían una larga conversación cara a cara, después se retiraba a orar y terminado esto, decidía si podían unirse o debían regresar a sus casas. Algunos se quedaban un tiempo a prueba. Matityáhu era sincero con todos, de manera que cada cual conociera bien sus decisiones de ser aceptados o no. No quería mercenarios, porque necesitaba que quien combatiera a su lado sintiese el espíritu de la Toráh grabado a fuego en su interior.

También era habitual que algunos de los que eran rechazados pidieran quedarse para ayudar en otras tareas mientras recuperaban su espíritu y las buenas costumbres y tradiciones yehudím, abandonadas durante sus servicios en el ejército seléucida. Matityáhu les daba una oportunidad y los observaba en el día a día.

Había, entre los últimos llegados, dos antiguos oficiales del ejército seléucida llamados Shim´ón y Daniel, que habían sido licenciados por haber resultado heridos de gravedad en batalla. Debido a su menor capacidad para la lucha, habían sido expulsados del ejército sin pensión, honra o reconocimiento alguno, porque siempre se les recordaba su origen yehudí. Eran usados y cuando, a su juicio, no servían, se los despedía.

—Así nos tratan los yavaním, Matityáhu. Si aún hay un yehudí que crea que con la cultura helena se vivirá mejor, queremos enseñarles cómo honran a quienes han dado su vida por ellos —decía Shim’ón el de Sebaste en Shomrón—. Nos raptan desde pequeños y nos separan de nuestras familias y nuestras tierras, Matityáhu. También hemos sido testigos de muchos casos de niños alistados por sus propios padres cuyos padres para que hagan carrera en el ejército seléucida. Les da igual renunciar a su religión con tal de que sus hijos tengan formación y un futuro, pero no conocen la realidad.

Shim’ón había sido herido en un brazo. Presentaba un corte profundo en el bíceps que mostró sin reparo a Matityáhu cuando se interesó por la razón de su expulsión del ejército.

—En la guerra de Susiana sufrí un ataque por la espalda y mi escudo cayó de inmediato. Faltó muy poco para que, desprotegido, me mataran. El corte dejó mi brazo colgando. Se salvó milagrosamente. Un médico armenio pasó cuarenta días a mi lado hasta que los músculos de mi brazo parecían despertar. Esto hizo que casi no sintiera mi mano izquierda y ya no les servía a pesar de que con la mano derecha puedo matar a muchos aún —decía orgulloso de su preparación.

El otro era Daniel el galileo, llamado así porque su padre se había casado con una joven de ha-Galíl a la que dieron muerte en uno de los hostigamientos ordenados en época de Antíoco III contra sus pueblos para imponer sus leyes. Después, su padre fue asesinado también y él quedó como uno más de los muchos niños esclavos que serían formados como tropa. Una flecha enemiga le había atravesado los músculos extensores del muslo derecho en la batalla de Hecatómpilos. También milagrosamente como Shim´ón, superó la infección sin atención médica alguna, pero nunca recuperó la fuerza en la pierna y presentaba una cojera muy evidente.

Los muchos méritos contraídos por Shim’ón y Daniel en numerosas batallas para el ejército seléucida les sirvieron para ser reconocidos como mandos de sus respectivos batallones, pero cuando dejaron de ser válidos fueron repudiados.

Un año después se encontraron en Gaugamela buscando trabajo y, desde entonces, no se separaron. Después lo intentaron en Nisibis y también en Damésec sin éxito. Fue cuando decidieron regresar a Shomrón y procurar comenzar una nueva vida lejos de las armas.

—¿Solo sois estos? —preguntó Daniel— Aquí no hay más de cien hombres…

—Ahora estamos doscientos en el campamento, los demás están ayudando en los nuevos asentamientos de comunidades a instalarse. Con otro grupo que está recorriendo las tierras ahora, sumamos cerca de seiscientos hombres. Algunas compañías regresarán a lo largo de la semana —contestó Matityáhu, que estaba muy pensativo.

—¿Y las armas? No veo apenas. ¿Con qué haréis la revolución? — preguntó Shim’ón.

—Ha–Shem proveerá, hermanos —fue lo único que pudo contestar Matityáhu.

Desde luego mostraban un gran rencor hacia todo lo relacionado con el helenismo y eran hombres muy experimentados, pero Matityáhu quería luchadores por la Toráh y no soldados que actuaran ciegos de venganza, aun por muy justos que fueran los motivos. Finalmente, les dijo cuánto lamentaba no poder aceptarlos pues ha–Shem guiaría solo a los puros a la victoria en la lucha por la libertad. Ellos no ocultaron su decepción ante esta respuesta pues también se temían que podía deberse a sus limitaciones físicas.

—Tenemos que respetar tu decisión —dijo Daniel.

—Entendemos tus razones, y aunque creo que pierdes a amigos nobles para vuestra causa —añadió Shim’ón—. No vamos a intentar convencerte. Regresaremos a nuestro trabajo mañana si nos permites pasar la noche en vuestro campamento.

—Sois parte de nosotros esta noche. Disponed de la tienda que ahora os mostrará uno de mis hijos, Di–s os bendiga.

Aquella noche decidieron también compartir con todos el rezo de Arvít. A la luz de la hoguera, en aquella sinagoga de corazones unidos, percibieron su particular llamada. Después se retiraron todos a descansar, salvo los que quedaban de guardia.

Daniel y Shim’ón compartían sukkáh, una pequeña tienda en la que podían tumbarse para dormir o bien estar sentados en unos troncos que servían de asiento. Ninguno de los dos podía conciliar el sueño debido a la experiencia de volver a escuchar la Toráh junto a las explicaciones y el midrásh dados por Matityáhu. Desde que sus respectivos padres fueron ejecutados, no habían vuelto a sentir la vibración interior que produce la Palabra Sagrada. Todo esto, unido al disgusto por no haber sido aceptados, les removía. Así que comenzaron a urdir un plan para quedarse con los proscritos y formar parte de ellos.

—Yo no pienso regresar —dijo Daniel.

—Sin encontrar la forma de que el tozudo cohén nos admita —dijo Shim’ón—, ¿cómo piensas que podamos quedarnos? Y nos hemos comprometido a dejar el campamento mañana.

—Te apuesto a que, de todos estos, nadie sabe nada de campañas militares, de armas, de estrategia, de aprovisionamiento. ¡Van a una muerte segura sin gloria alguna! Si quieren ser una cuadrilla de forajidos, entonces nos vamos, pero ¡si quieren presentar algún tipo de oposición a los seléucidas, nos necesitan! —replicó Daniel.

—¿Crees que aceptarán que les ofrezcamos adiestramiento? —preguntó Shim’ón.

—Matityáhu es inteligente, le haremos recapacitar. Me gustaría ayudar a convertir a este grupo de insensatos en un ejército. Sin adiestramiento no durarán ni el primer cuerpo a cuerpo —continuó Daniel.

—Estoy contigo, da pena ver lo que van a hacer con ellos, y Matityáhu debería saberlo antes de liderarlos hasta una muerte ignominiosa —sentenció Shim’ón.

—Durmamos y mañana lo hablamos nuevamente con él, si Di–s le está guiando en su misión, no puede permitir que no le ayudemos.

Tras desearse paz y descanso, se dispusieron a reponer fuerzas, siendo desconocedores del acontecimiento que les sorprendería en plena vigilia.

Alguien de la guardia gritó: «¡A mí, por ha–Shem!».

Jinetes armados atravesaban el campamento, incendiando las sukkót, de donde salían aún aturdidos los soldados de Matityáhu. El fuego y el aluvión de flechas provocaban una confusión total. Estaban siendo atacados por sorpresa. El retén de guardia no había sido capaz de advertir ni un ruido y, de repente, los tenían encima, acribillándolos y cortándoles el paso a las armas y a la retirada.

Guardias del Cohén–ha–Gadól y soldados seléucidas habían descubierto, gracias a un espía, el lugar donde se escondía Matityáhu con su grupo de rebeldes. No eran más de sesenta hombres, pero estaban bien provistos de arcos y espadas, iban a caballo y sabían lo que era matar. En cambio, los de Matityáhu no eran sino un puñado de buenos yehudím dispuestos a todo, pero carentes de lo necesario para enfrentarse no ya a un ejército, sino a una pequeña facción de aquél.

Daniel y Shim’ón, los recién llegados, cogieron sus espadas y salieron de la sukkáh para combatir.

—¡Huid hacia el agua! —gritaban a todos—, ¡alejaos de la luz del fuego! ¡Corred!

Los yehudím corrían de un lado para otro y se defendían como podían. Pero la velocidad del ataque y la falta de armas efectivas les había dejado indefensos. Trataban de repeler los ataques de espada con lo primero que encontraban. Al tercer golpe caían y eran rematados en el suelo. Solo los hijos de Matityáhu aguantaban protegiendo a Yehudáh, que no tenía armas. Por suerte, ellos sí habían podido coger sus espadas, pues eran parte de la guardia en el lado contrario del campamento por donde sufrieron la embestida.

El enemigo se había organizado en dos posiciones de ataque, los primeros penetraron a saco en el campamento, los demás quedaban detrás. Unos atentos a perseguir a los que lograban huir y los de la retaguardia saeteando a los yehudím con sus flechas y atentos a entrar en la lucha si sufrían bajas.

Daniel y Shim’ón daban muestra de su experiencia como hombres de guerra. Quizá no estaban capacitados para liderar a un ejército, pero eran excelentes combatientes a pesar de sus respectivos problemas. Lograron derribar a cinco jinetes entre los dos, pero eran muchos para ellos. Espalda contra espalda siguieron repeliendo los ataques a la vez que observaban la posición del enemigo. En medio de la confusión, lograron ver cómo Matityáhu se defendía de dos atacantes que él mismo había derribado de sus caballos. Daniel y Shim’ón corrieron hasta él y les dieron muerte sorprendiéndoles por la espalda. Matityáhu les dijo:

—¡Tengo que encontrar a mis hijos! ¡Socorred a los que huyen o nos matarán a todos!

—¡Cuenta con ello, pero han ido en demasiadas direcciones y solo somos dos!

—Ha–Shem os guiará, hermanos —dijo mientras era atacado por otro seléucida—. ¡No os preocupéis por mí! ¡Corred a defender a los demás!

Daniel y Shim’ón conocían estas situaciones de ataque nocturno por sorpresa y decidieron actuar a su manera. Mientras se deshacían de otros soldados y esquivaban alguna que otra flecha, dándose instrucciones el uno al otro luchaban coordinados ante la avalancha de enemigos que tenían que neutralizar.

—¡El círculo, Daniel, no hay otra forma! —gritó Shim’ón.

—¡Tú por allí y yo por este lado! —contestó aquel.

Los seléucidas estaban intentando mantener a todos bajo control en el campamento para terminar rápida y fácilmente con ellos. Unos hostigaban y otros, más alejados, controlaban las huidas y lanzaban sus flechas. Solo los que salían del umbral de la luz producida por el fuego, tenían escapatoria pero los que permanecían bajo el resplandor eran blancos fáciles que acababan atravesados por una o varias flechas. Si no morían en la pelea con el soldado enemigo, los arqueros terminaban con su vida.

El combate no podía ser más desigual. Los rebeldes aguantarían muy poco más. Eran como una camada de conejitos sorprendidos que trataban de escapar sin posibilidad. Todos habían reaccionado tarde. Además, en el fragor de la persecución y el miedo, ni oían a Daniel y Shim’ón gritarles que huyeran hacia el río, ni encontraban con qué repeler el ataque. En medio de una gran agitación, llenos de pánico y confusión, los yehudím solo intentaban escapar de cualquier manera.

Shim´ón y Daniel se proponían dividir a los soldados enemigos y solo el fuego podía hacerlo. De esta manera muchos enemigos morirían y algunos de los suyos podrían tener opción de de escapar de la carnicería a la que estaban abocados. Extender el fuego alrededor del campo de batalla era un suicidio, pero obligaría a los jinetes a desmontar y sus caballos huirían de las llamas. Había que impedir que pudieran mantenerse en esa posición de retaguardia matando impunemente con sus flechas a los indefensos yehudím. Una vez a pie y sin el apoyo de los arqueros, todos ellos serían enemigos más asequibles. Unos y otros terminarían rodeados de fuego sin posibilidad de salir con vida. En más de una contienda en el pasado, ambos habían sido instruidos para sacrificarse, si era necesario, por el bien de las tropas. La táctica se había utilizado en situaciones desesperadas a fin de dar algún margen de escapatoria a parte del ejército en situaciones de inferioridad manifiesta. Realizar un círculo de fuego alrededor de los combatientes garantizaba que los atacantes no pudieran vencer por superioridad. Para enfrentamientos en situación de inferioridad, el fuego se convertía en aliado de quien supiera utilizarlo en su provecho. Era una maniobra que pocos utilizaban pues requería mucha disciplina y valor para ejecutarla. Pero siempre había resultado definitiva. Al fin y al cabo, los que luchaban en desventaja iban a morir irremediablemente. Era un sacrificio útil en pos de dar una vía de huída y salvación a los demás o de rehacerse de un ataque traidor como el que estaban sufriendo.

Daniel y Shim’ón fueron derribando las sukkót incendiadas y arrastrando sus palos y telas para unirlas y así cercar el campamento con el fuego. Varias flechas estuvieron a punto de acabar con ellos, pero su movilidad y el intenso fulgor de las llamas les daban cierta protección. Los caballos enemigos comenzaron a encabritarse derribando a algunos de sus jinetes. Por fin lograron dividir a sus atacantes. Como habían previsto, los caballos no se atrevían a cruzar el fuego y solo porfiaban por alejarse de las temibles llamaradas. Ante la falta de visibilidad y el riesgo de matar a sus propios soldados, no podían seguir disparando flechas. Algunos descabalgaron y atravesaron el perímetro de fuego que aún no se había cerrado por completo. En su intención de socorrer a los suyos, se habían metido también en la trampa mortal. La sequedad de los matorrales y la aridez del terreno, alimentaron las llamas y se esparcieron rápidamente.

Luchar en el interior de aquel incendio era asfixiante. Pero, por fin, se había conseguido que el humo y el fuego impidieran el ataque franco por parte de los soldados. Daniel y Shim´ón, que se habían cubierto el rostro para no inhalar el humo directamente, fueron aún capaces de acabar con la vida de diez hombres más. Todos los que intentaron salir se abrasaron en la huida.

Los enemigos que quedaban a caballo se debatían entre perseguir a los fugitivos que habían escapado o socorrer a los que hubiera dentro. Al contemplar el panorama de destrucción, el oficial al mando pensó que ya habían cumplido con su cometido y dio la voz de alejarse del campamento. El fuego terminaría de completar el trabajo de aniquilar a los rebeldes y nada podía hacerse ya por los suyos.

Mientras tanto, las llamas prendían cada vez más el interior y todos iban a terminar calcinados. De repente, dos planchas de madera cayeron sobre las llamas en uno de los sectores ahogándolas por un instante. Una voz gritó:

—¡Rápido, por aquí antes de que arda!

—¡Vamos! —repetían varias voces.

Soldados y rebeldes con graves quemaduras, lucharon por salir de aquellas llamas por la única vía facilitada. El fuego consumió pronto los maderos. Eran dos trillos de labor que fueron empleados para servir de puente.

Entre empellones, unos pocos se las arreglaron para salir. Todos los demás quedaron atrapados gritando. De entre los que pudieron atravesar las llamas, había soldados que, de inmediato, depusieron sus armas y se rindieron. Daniel y Shim’ón habían sobrevivido. Los enemigos eran dos guardias del Templo y un soldado.

El ataque había terminado. Aún no se sabía el resultado de este desastre, pero tenían que impedir que el fuego avanzase y lo consumiera todo. Con los utensilios de labranza que aún podían tener alguna utilidad, limpiaron alrededor de las numerosas zarzas que poblaban el terreno haciendo un cortafuego. Después de mucho trabajo echando tierra, golpeando las llamas con matas y llevando agua desde el arroyuelo, terminaron de aplacar el fuego intenso y, poco a poco, lo fueron sofocando hasta acabar convertido en débiles hogueras que iban extinguiéndose.

El aire volvió a hacerse respirable. Pudieron limpiar sus rostros ennegrecidos y empezaron a reconocerse unos a otros. Algunos de los yehudím que habían logrado huir al río, se reincorporaron al grupo en ese momento. Cabizbajos y hundidos por no haber podido hacer nada, contemplaban con horror los restos de su campamento y con pena los cadáveres de sus hermanos de lucha.

Empezaba a amanecer. Los prisioneros habían sido inmovilizados a la espera de que Matityáhu decidiera qué hacer con ellos. Matityáhu, aunque herido en el hombro, había sobrevivido. También sus cinco hijos que enseguida llegaron a su encuentro y se abrazaron con él y con los demás supervivientes.

La gran nube de humo se había despejado y daba paso a la luz. Ahora podían analizar lo ocurrido. Se abrazaban constantemente en el reencuentro pues así se insuflaban ánimo unos a otros. Empezaron por identificar a los caídos y deducir quiénes habrían logrado huir.

—Matityáhu —dijo Natán—, hemos reunido los cuerpos de treinta hermanos, todos con herida de espada, incluidos los que había dentro del anillo quemado. De los enemigos hay veinte cuerpos, diez de ellos muertos por espada dentro del círculo.

Natán era también de Mod´ín y se había unido a ellos desde el primer día. Tenía una gran fe y seguía a Matityáhu con convicción ciega. Se había convertido en un hermano de la máxima valía y confianza para el grupo.

—¡Adonay! —se lamentaba Matityáhu—, no hemos podido ni defendernos… Ha sido una matanza de corderos.

Miró entonces a Daniel y Shim’ón, los dos con fuertes quemaduras y heridas abiertas, elevó sus manos al Cielo y dijo:

—Bendice, Adonay, a estos hermanos que han dado su vida por nosotros. Yo les rechacé para defender la Alianza y Tú los mantuviste a nuestro lado. Sea Tu Voluntad manifestada en tan heroica reacción suya.

Y dirigiendo su mirada a los dos, les dio las gracias, los besó y les preguntó:

—¿Aún estáis dispuestos a dar vuestra vida por la Alianza luchando junto a nosotros?

—Más que nunca, Matityáhu —dijeron los dos—. Antes de sobrevenir el ataque habíamos estado hablando de ofrecerte nuestros servicios para formar a tus hombres —dijo Shim’ón el shomroní—. Confiábamos en que Di–s te hiciera una señal durante la noche, pero no podíamos pensar en tan trágico despertar.

—Como tú dices —siguió Daniel—, han sido ovejas en manos de lobos. Así no duraréis una segunda emboscada. Daos cuenta de que tan solo eran unos sesenta o setenta. Este caos no puede darse otra vez. Tus hombres necesitan armas, formación y entrenamiento militar si queréis ser útiles al Pueblo. Nosotros hemos sido sus oficiales creciendo en el seno del ejército seléucida desde que tenemos uso de razón. Conocemos todo de ellos. Hemos luchado en cada territorio del mundo que dominan. Somos dos retirados con que sufrimos una discapacidad y aun así hemos podido acabar con trece de ellos y tú con otros tres. También tus hijos se han defendido con valor, como los demás hombres. Pero hoy hemos tenido suerte. Los que nos han atacado no eran de los mejor preparados para el combate.

—Sus dioses nunca han movido nuestro corazón —añadió Shim’ón—, siempre sentí un gran vacío interior con sus ritos y ofrendas. No recuerdo haber dirigido plegaria alguna a sus estatuas.

—Es cierto, a mí me ocurría igual —confirmó Daniel—Pero hoy, cuando os escuchaba buscar el auxilio de ha–Shem durante el ataque mi sangre hervía al igual que cuando invocasteis Su Palabra durante el Arvít. Mi corazón estaba alterado en el fragor de la lucha. Pero puedo decirte, Matityáhu, que he sentido por primera vez que Él estaba con nosotros.

—Es hora de servirle a Él —dijo Shim’ón.

—Sed bienvenidos a nuestra familia —concluyó Matityáhu—. Os pido perdón y, de nuevo, doy gracias a ha–Shem por haberos traído hasta nosotros.

Dicho esto, los supervivientes fueron uniéndose por sus antebrazos en señal de hermandad.

Habían quedado ciento treinta y ocho de los doscientos. Con Daniel y Shim’ón completaban ciento cuarenta hombres. Se suponía que aquellos cuyos cuerpos no fueron encontrados, habían conseguido huir. Nunca se supo de ellos.

—Ahora recojamos las armas que nos sirvan y enterremos a todos —dijo Matityáhu—. Sacrificad a los caballos heridos. Hay que trabajar rápido, antes de que regresen. Querrán comprobar que estoy muerto y que su misión fue debidamente cumplida. Daos prisa en hacerlo y levantemos el campamento. Yehojanán, ve con otros dos hermanos y avisad a los demás en los asentamientos. Decidles lo que ha pasado y que nos reuniremos en las afueras de Yerijó. Voy al río, necesito retirarme a orar por todo lo sucedido. Debo pedir a ha–Shem que reciba las almas de estos hermanos. Otra vez he manchado de sangre mis manos y no podremos ni dar digna sepultura a los muertos… ¡Adonay!

Respetaron todos el momento de oración de Matityáhu y se emplearon con diligencia en cavar dos fosas, una para los suyos y otra para los enemigos. Cuando terminaron, lavaron sus manos y oraron por ellos. Después continuaron recogiendo las cosas que aún quedaban útiles para llevarse.

—¿Veis aquel árbol? —dijo Matityáhu al regresar al desolado campamento—. Grabad las letras M,C,B,´. Señalarán este lugar de dolor para que algún día sean sepultados con mayor dignidad nuestros hermanos.

Se leía «maccab´» y muchos creyeron que su significado era Matityáhu Cohén Ben Yehojanán (Matityáhu sacerdote hijo de Yehojanán), pero en realidad correspondía al acrónimo del verso quince de Shemót que él tanto amaba: «Mi Camója ba’elímYh–á», «Quién de entre los dioses puede compararse a Ti, Señor».

Afortunadamente para ellos, sus caballos no habían sufrido. Habían permanecido atados cerca del río. Aunque los animales se mostraban aún alterados por el fuego y el fragor de la lucha, estaban en buenas condiciones para la marcha.

—¿Dónde será nuestro nuevo campamento, padre? —preguntó Shim’ón, su hijo.

—Os lo revelaré por el camino —dijo mirando a los prisioneros—. Allí nos reorganizaremos y nos prepararemos. Esto ha sido mi responsabilidad, que ha–Shem se apiade de mí.

—Matityáhu, ¿qué hacemos con los cuerpos de los caballos muertos? —preguntó Natán.

—No podemos hacer nada, salgamos cuanto antes de aquí.

—¿Y los prisioneros? —preguntó Aharón el de Yerijó.

—Traedlos —dijo Matityáhu.

—Tú eres del beit–ha–Mikdásh, ¿verdad? —dijo a uno de ellos.

—Sigo las órdenes del Cohén–ha–Gadól Menelao —contestó.

—Cuando yo practicaba con vuestros padres, ellos se sentían servidores del Templo, vosotros habéis dejado que os conviertan en escoria. Sois una vergüenza para vuestro Pueblo y lo que es peor, para ha–Shem. Servir al beit–ha–Mikdásh es una labor sagrada. Servir a los hombres alejados de Di–s, por más que ejerzan o usurpen el cargo de ha–Cohén–ha–Gadól, os convierte en cómplices de su pecado y de ello responderéis a Di–s. Yo, Matityáhu ha–cohén, os lo aseguro.

—¡Dejadlos aquí! Nos vamos.

—¿No los matamos? —dijo Yitsják el de Beerót.

—No, Yitsják, que ha–Shem les juzgue desde hoy. No mancharé nuestras manos con más sangre.

Esto había ocurrido a poco más de media jornada a caballo de Yerushaláyim, así que tenían que alejarse con rapidez y situar su nuevo campamento mucho más lejos.

—Matityáhu —preguntó Shim’ón el shomroní—, ¿podemos hablar contigo?

—Claro, hagámoslo cabalgando —contesto él.

Matityáhu iba en el centro y a sus flancos estaban Daniel y Shim’ón, el cual continuó diciéndole:

—Soy shomroní, conozco bien a mi gente. Sé dónde podemos tener ayuda para organizarnos y hermanos que nos oculten. Necesitamos comida y armas. Hazme caso, vayamos a harei Efrayím, a las montañas de Gufnáh. (2) Allí podremos tener apoyo, instruir a los hombres y prepararnos para luchar.

—Sí, Matityáhu —dijo Daniel—. Aunque soy galileo, no tengo familia viva. Cuando regresamos juntos en el barco como oficiales del ejército licenciados y deshonrados, me quedé con Shim’ón en su tierra más de tres años. Pienso que sería un lugar seguro para todos. Tenemos que dejar los alrededores de Yerushaláyim o acabarán pronto con nosotros.

—Sería torpe —contestó Matityáhu—, no haceros caso. Recojamos a los demás en los asentamientos y cuando estemos reunidos en Yerijó les informaremos de los planes para el nuevo campamento al norte de Gufnáh. Las tierras de Shomrón también acogieron a nuestros padres, y ahora nos protegerán a todos.

Y espoleando al caballo dirigió a sus hermanos primero hacia Yerijó según habían acordado.

Llegaba el Shabbát tres días después de aquella noche infernal. Todos los hombres disponibles estaban en Yerijó. Fueron informados al detalle de lo sucedido y dieron gracias por el reencuentro. Allí celebraron pacíficamente su fiesta sagrada que les sirvió para descansar y rearmarse en el espíritu.

Concluido el Shabbát, Matityáhu se dirigió a sus soldados y hermanos.

—Estos son Daniel y Shim’ón, dos guerreros fuertes que nos va a ayudar mucho —comenzó diciendo.

—Han servido con honor y valentía al ejército que los cautivó desde niños y ahora quieren servir a la Alianza como yehudím piadosos. Tienen la preparación para la guerra que necesitamos y han tenido la generosidad de venir a ofrecernos su ayuda y a dar su vida desde la primera noche. Hemos hablado mucho y confío plenamente en su consejo. Nuestro campamento estará en Shomrón, en las montañas de Gufnáh. Partiremos todos enseguida. Tomadlos como hermanos que son y seguid sus indicaciones como si fueran las mías pues son por el bien de todos.

Algunos estaban extrañados porque Daniel era galileo y Shim´ón, shomroní. Pero todos miraron con admiración a aquellos hombres, pues Matityáhu no solía presentar a nadie de esa manera. Durante el camino tuvieron momentos para seguir sacando lecciones de lo ocurrido y aprender de sus errores. Aquello no podía volver a ocurrir, so pena de perder la vida.

Al final de la jornada dejaban las estribaciones de harei Yehudáh y llegaban a las de harei Efrayím. Cabalgaron y caminaron por las colinas adyacentes a Gufnáh, ciudad y área a la que los griegos llamaban Gofna. Poco después veían har–ha–Guerizím. (3) Matityáhu ordenó parar y descabalgó para hacer oraciones. Después de un largo rato, regresó al grupo y les dijo:

—Hermanos, aquél es un lugar santo para los yehudím. Cuando el Pueblo salió de Mitsráyim, Moshé Rabénu después que los israelitas cruzaran el nejar–ha–Yardén ordenó que fueran a har–Evál y har–Guerizím, y que las tribus permanecieran de pie sobre esas mismas laderas y pronunciaran las bendiciones sobre quienes guardaran la Toráh de Di–s. (4) Hagamos así nosotros en memoria de nuestros padres.

Descendieron todos y oraron allí. Después permanecieron en silencio rememorando ese sagrado pasaje de la historia hebrea recitado por Matityáhu.

Shim´ón el shomroní, aconsejó avanzar hasta que la falta de luz desaconsejara la marcha. Cuanto más se adentraran en la montaña, más protección tendrían.

A una voz de Shim’ón, pararon e hicieron vivac al abrigo de un denso pinar con abundantes matorrales.

Se organizaron por turnos para hacer las oraciones y las guardias. Llegaba el momento de descansar de un día muy largo y una dura experiencia vivida.

—¿Quién tiró los trillos al anillo de fuego? —preguntó Daniel.

—Yehudáh nos dijo que necesitabais un puente para salir —explicó Yehojanán—Entre todos los echamos y os gritamos para que vierais una salida.

—Fue una inspiración de Di–s. Si no es por ti no salimos con vida —remarcó Shim’ón palmeando en el hombro de Yehudáh en señal de reconocimiento.

—Al principio creíamos que nos iban a acribillar con sus flechas, pero no nos vieron —dijo Yehudáh—, y en cuanto vimos que se alejaban, corrimos a poner ese puente. Ha–Shem puso la imagen de esos trillos en mi mente.

Entonces interrumpió Matityáhu la conversación:

—Reposemos. Que ha–Shem os bendiga y nos procure recuperación. Mañana hay mucho que organizar. Paz y bendiciones para todos.

Y se entregaron al sueño reparador al abrigo de los árboles, las elevaciones de harei Efrayím y el Cielo.

Yehudáh ha-Maccabí

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