Читать книгу Segundos de miel - Juan Pablo Aparicio Campillo - Страница 10

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Pasan los días sin noticias de Sara. Tampoco he solucionado lo suyo en forma alguna. Si me llama me pondrá en un aprieto, pues creerá que ya me olvidé de todo, que era otro farsante. Me embarga la duda acerca de si seré capaz de hacer algún bien o, por el contrario, nunca debería haber dado rienda suelta a mi corazón y a mis manos. Con Sara o sin ella, mi vida transcurre como siempre, con enormes prisas por llegar a cada compromiso y con una agenda plagada de muchos de ellos que no debería haber aceptado. No pocos me han dicho que el trabajo me va a matar, pues asumo demasiado, pero lo cierto es que no sé vivir sin comprometerme. No me apetece instruirme en el arte de decir «no puedo», aunque reconozco cuánto bien me habría hecho en algunas ocasiones.

Sé que solo es cuestión de ser más sabio y seguro que con ello haría el verdadero bien. Sin duda, tratar de asumir como nuestras las cargas que pertenecen al prójimo es muy difícil de llevar y es un error. La empatía hay que entenderla en términos de utilidad para el beneficiario de nuestra acción. ¿De qué serviría ponerme en el lugar del que se ha caído a un pozo? Debo estar en mi lugar y desde allí ayudarle, pero si me tiro con él mi acción sería inútil y absurda. La empatía define nuestro sentimiento de considerar cercano lo ajeno y esto es bueno, pero lo que hemos de hacer después solo puede venir dictado por la sabiduría, no por el impulso ni por el sentimiento. Yo aún no he conseguido hacer las cosas de esta forma, no logro que la virtud de la sabiduría sea mi práctica continuada y por ello dudo de que haya sido capaz de ofrecer las mejores respuestas a los problemas que he afrontado.

Seguiré en ello hasta conseguirlo aunque persista en mis errores porque quienes no lo intentan viven aislados del mundo, no queriendo ocuparse del prójimo para no participar de lo aparentemente molesto y desagradable que puede resultar, pero se pierden la auténtica grandeza del sentido de su vida. No conocen su espíritu, son incapaces de sentirlo (por eso ni creen en él), viven sin alma y, cuando el cuerpo no aguanta más, se desvanecen como el humo. No quiero sentir esa muerte en mí.

En mi camino encuentro siempre a Dolores, la que pide en la esquina. Suele guardarme una ramita de romero y siempre me bendice. Un «Dios te bendiga» dicho por alguno de los muchos que duermen en la calle siempre me estremece. En esta sentencia tan breve se condensa toda la belleza de la gratitud o el amor que podamos sentir hacia un tercero. Pregunto a Dolores por su hijo. Dice que se quemó una mano la semana pasada. Ella está con bronquitis, pero van tirando. Necesita un jarabe que le cuesta lo que ahora no tiene. Ya verá si entre los pañuelos y la limpieza de los parabrisas logra cubrir el mes. Me despido dándole un billete y mi mano. Sigo a toda prisa.

He descubierto otra manía en mí. Leo todos los cartelitos por diminutos que aparezcan: los que empapelan farolas, árboles y señales de tráfico. Necesidad de trabajo, de vivienda, de encontrar al perro o gatito perdido. Intento pasar de largo, pero no puedo. A menudo me asfixia esta sensación de antena parabólica. Debería ir a un psicólogo o acudir a un ajustador que me oriente hacia canales más adecuados.

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