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IV

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Es temprano, las seis y media. Aunque tengo dolor de cabeza, decido salir a correr un poco. Mi mente reposa al hacerlo y el cuerpo se siente feliz y agradecido. Las emociones también descansan y, entonces, la casa está limpia para que su regio inquilino regrese.

A menudo siento el impulso de echar a correr mientras camino por la calle. Me encuentro más natural corriendo que cuando ando. Incluso algunas veces veo extraño que la gente camine. Es como si vivieran más despacio y fuesen por ello a llegar tarde a su destino. Pero mi impulso no tiene nada que ver con la tensión que vivo. Es la fuerza del espíritu la que me empuja. Los saltos, las carreras y demás movimientos rápidos y enérgicos se predican de los estados de euforia. Dejarse caer en el sillón, caminar despacio y de forma pesada se concibe en estados más próximos a la tristeza del alma. Siento que mis ganas de correr, en cualquier circunstancia y lugar, son producto de una fuerza que excede mis limitaciones físicas y muchas veces hasta las disimula. Son producto de las ganas que tiene mi alma de hacer volar este cuerpo tan material.

En verdad, no sé si es mi espíritu quien me llama a ello o es precisamente correr lo que provoca que me conecte con él dondequiera que esté. No he reflexionado mucho sobre tal cuestión. Tampoco he tenido la necesidad. Lo verdaderamente importante para mí es que cuando lo hago siento un inmenso placer interior, me embarco en un viaje fascinante que me gustaría saber compartir.

Nunca he salido a correr enfadado o desanimado. Es fácil comprobar que no se puede. No conozco a nadie que lo haga. Una de las experiencias más parecidas que pueden verse en este sentido es tomar un baño en el mar. Jamás he visto a nadie zambullirse colérico y, menos aún, salir sin un cierto aire de liberación de sus pecados.

Correr es para los alegres de corazón. Un maratón donde se concentran millares de atletas es como una gran misa, una emulable concentración de almas alegres y sanas.

Estaría bien que los sacerdotes y jefes religiosos abanderasen a sus corredores. Seguramente, tendrían más feligreses en los templos y, sin duda, serían todos más felices porque los capaces contagiarían su espíritu a las personas imposibilitadas para hacerlo y todos, de una u otra manera, verían sus vidas menos pesadas y sacrificadas. Hasta para darse a los demás es importante cuidar nuestro físico y estar sanos.

Dicen los escritos que el propio Bodhidharma, ante la situación de debilidad que observó en los monjes del templo de Shaolin, consideró que tenía que escribir un tratado de fortalecimiento del cuerpo y de la salud, condiciones sin las cuales no puede practicarse bien la meditación. Y si esta nos falta resulta imposible soportar la preparación que nos lleva a adquirir una capacidad ilimitada de entrega. Al menos los mahayana piensan de esta forma respecto a su cometido: consagran sus vidas a alcanzar la iluminación para así servir de ayuda a los demás mortales en su camino a la salvación.

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