Читать книгу Segundos de miel - Juan Pablo Aparicio Campillo - Страница 13
VIII
ОглавлениеLlama Sara. Me produce alegría oír su voz. Todo quedaría en nada si ella no confiase en mí. Le digo que tenemos que vernos y hablar largo de lo que he estado pensando. Tras un breve silencio, advierto que no he prestado mucha atención a su estado de ánimo. Está mal; parece que hoy le han hecho daño y solo llama para obtener consuelo, pero es muy tarde para mí. No puedo mentir en casa ni puedo dejar a Sara con ese estado de congoja que adivino. Le pregunto dónde está y le pido que me espere unos minutos.
Termino inventando una excusa frente a Elena para volver al despacho a estas horas.
Otra noche desapacible, pero basta entrar en el coche y poner la calefacción y la música para darse cuenta de los privilegios de que gozamos los menos pobres de este planeta. Conduzco unos diez minutos hasta llegar a ella. Parece recuperada, tanto que me hace dudar de su necesidad. Sara ha aguantado el tipo en la calle mientras yo llegaba, pero pronto se desmorona entre sollozos. La veo afectada. Creo que debo llevarla al médico, pero se niega con una fuerza que asusta. Antes de empeorar su estado con una discusión, prefiero acceder a su negativa y llevarla a su casa.
En el trayecto no pronuncia palabra, salvo para darme las mínimas indicaciones de ruta. Aunque no deja asomar una lágrima, sé que llora. Me guío por la intuición, pues estoy algo desconcertado. No quiere conversar. Voy conduciendo y no puedo acompañarla o acariciar su mano para consolarla. Dejo que la música lleve a sus sentidos notas de alivio y amor que yo no sabré dirigirle. Estoy convencido de que Mahler lo pretendió cuando creó sus canciones del niño y, desde luego, el efecto sedante es palpable en Sara: su sensibilidad ha brotado con una fuerza que no conocía hasta ahora en ella.
Llegamos hacia las once y media. Aún no han vuelto las otras compañeras del piso sexto del destartalado bloque donde vive. Me pide que no la deje sola esta noche y es una petición que me mata porque no me siento capaz de negárselo, pero estoy muy intranquilo por Elena.
Sara permanece en silencio. Está agarrada con fuerza a mi brazo. Se acuesta en su cama, reposando la cabeza sobre mi pecho. Quizá es un acto reflejo propio de los recién nacidos, que buscan el tamtam que les acompañó durante su gestación. Dicen que el sonido de los latidos del corazón calma sus males porque les trae el recuerdo de sus mejores tiempos.
Presiento que le haría bien escuchar un cuento. Esta noche Sara es un poco hija mía. El otro día inventé una historia sobre un cordero y una gambita. Quizá la encontré entre las nubes mientras hacía el viaje de vuelta en el avión que me traía de Oviedo:
«Por la ladera de un monte que bajaba suavemente hasta la playa se extendía un pequeño prado donde vivía un corderito. Su única ocupación era la de pastar y pastar, pero lo que en verdad le gustaba era recostarse en la hierba, dejarse caer sobre sus patas delanteras y contemplar el movimiento del mar.
Disfrutaba imaginándose a lomos de la espuma blanca y viajando a otros prados; pero sabía que eso nunca sería posible. Ya desde más pequeñito sus padres le mostraron cuál era su destino. Le decían: “Come y engorda mientras puedas y no te preocupes de otras cosas, pues de nada te servirá. Aprovecha en tanto no vengan a por ti”. Con el tiempo comprendería su significado. A pesar de ello, él nunca faltaba a su cita con el mar porque allí creaba todos sus sueños.
Una noche de luna llena reposaba el corderito junto a la cerca que separaba el prado de su playa. Cualquiera diría que Rublete practicaba la meditación contemplando el monótono romper de las olas que terminaban en la arena.
Al incorporarse para volver al cobertizo, vio cómo la última ola había arrastrado tras de sí una forma minúscula que parecía jugar con ella. Rublete volvió a agacharse y, con los ojos bien abiertos, se dispuso a vivir aquella escena con gran atención. Se trataba de una gambita que bailaba graciosamente en las olas y, lejos de su banco, desafiaba al mismo Neptuno. Se bamboleaba y saltaba bien alto, dejando ver su delicada silueta en el aire, y después se zambullía nuevamente en el mar. Así largo rato hasta que desapareció.
“¡Cómo me gustaría divertirme así!”, decía Rublete. Todas las noches de luna llena la gambita acudía fielmente a su cita y el corderito asistía nervioso a ese bello ritual.
Pero una noche la simpática función tendría otro final. Sucedió que, al intentar zambullirse nuevamente mientras el agua replegaba, la gambita dio con sus antenas en la arena. Aquel diminuto ser brincaba, ahora torpemente, lejos de su medio. No flirteaba con el agua, se retorcía en la playa. Incapaz de salvar su vida, veía alejarse la marea.
Rublete no entendía qué estaba ocurriendo, pero presentía que algo no iba bien. Tenía que ayudar a su amiga. Se incorporó, tomó impulso y saltó. Los pinchos del alambre de acero que rodeaban el prado le recordaron que nadie antes había osado atravesar la cerca.
Magullado, mordido en su piel por tan mortal impedimento, la traspasó soportando el desgarro que producían los espinos de acero en su carne.
Una vez liberado del tormento, se apresuró a asistir a la gambita, cuya minúscula figura quedaba tendida en la arena. No sabía qué hacer. Instintivamente daba pataditas al cuerpo inerte hasta que con una de ellas consiguió dejarlo próximo a la resaca de espuma.
Permaneció un momento con la vista fija en el punto de luz de luna que reflejaba el caparazoncito ya mojado, devuelto a su medio. Había calma, pero también pena. Había llegado tarde. El reflejo de luna también recorría sus patas, dibujando pequeñas y brillantes burbujas a su alrededor. Sin darse cuenta, tenía las patitas en el agua.
En aquella noche clara, una lágrima cayó desde sus ojos. Levantó la vista hacia la blanca esfera y luego se giró rumbo al cercado.
Apenas Rublete hubo movido la primera patita, sintió en la otra un leve cosquilleo que al principio le sobresaltó, pues cada experiencia en el mar era nueva para él. Miró buscando una explicación y apreció unos preciosos ojitos negros que le miraban y unas finísimas antenas que se agitaban con fervor.
¡Era la gambita! Le daba las gracias por su ayuda. Rublete bajó en ese momento la cabeza hasta poder apreciar mejor la belleza de la gambita y fue esa cercanía la que aprovechó aquella para acercarse hasta su hocico.
Después desapareció rápida como cada una de las otras noches en las que, sin saberlo, había sido celosamente guardada por su salvador.
Era momento de volver al prado. Rublete se estremeció pensando en el suplicio que le tocaba de vuelta, pero otra sorpresa le esperaba. Las espinas no eran clavos punzantes; eran ahora brillantes y pequeñas guirnaldas que formaban un arco generosamente iluminado por la luna que invitaba al corderito a reentrar en su prado. Al atravesarlo, todas sus heridas y rasguños quedaron curados y cicatrizados. No mostraba señal alguna de la terrible experiencia sufrida, sino felicidad.
Los días de Rublete ya no serían lo mismo. Todas las noches de luna llena, cuando se acercaba a la valla, se reproducía el milagro del arco luminoso. Se dirigía contento hasta la playa, pues allí esperaba la juguetona gambita, siempre tan puntual como revoltosa.
Con su natural encanto solía atraer la atención y los movimientos de Rublete hasta hacerle entrar en el agua, de forma que las olas cubriesen sus cuartos traseros por completo. En esa profundidad el cordero se movía con mayor dificultad y esto buscaba la gambita con el fin de saltarle alrededor y dejarse llevar por la ola hasta chocar con sus patas. Otras veces se sumergía y aparecía por detrás del cordero hasta que Rublete se percataba de ello y miraba por entre sus patas delanteras, agachando la cabeza hasta casi tocar el agua.
En esa postura siempre recibía el susto de una ola que le empapaba la cabeza. Se sacudía enérgicamente y cuando terminaba de reponerse, furioso, aquellos ojitos negros le miraban con amorosa dulzura y despejaban su cólera.
El juego apenas duraba unos minutos, pero permanecía en la mente del cordero hasta el siguiente encuentro y animaba su imaginación y sus días de rutinario engorde.
Al despedirse repetían el gesto de la primera noche. Rublete arqueaba su cuello para acercar el hocico hasta la altura que la gambita podía alcanzar con su salto. Esta lo besaba y entonces se zambullía del todo y se marchaba.
En aquel tiempo Rublete era feliz. Comía como ninguno de sus compañeros de prado. Paseaba con una energía impropia de su condición. Estaba cada vez más fuerte y saludable. Adelantó su mocedad hasta el punto de que los dueños le visitaban a menudo para sopesar sus carnes y le dedicaban amplias sonrisas, para él desconcertantes.
Sucedió que una de aquellas noches de luna llena, al acudir a la cerca, esta permanecía tan fría e hiriente como siempre fuera. Preguntó con su mirada a la luna, pero esta se ocultó tras una oscura nube que disimulaba su tristeza.
Toda la noche veló la llegada de la gambita.
A esa primera noche la siguieron todas las demás. Nadie en la granja comprendía la inmensa melancolía que reinaba en el alma de aquel corderito, antes tan soñador, luego tan feliz y ahora tan abatido. Pero lo que sí veían era que rara vez abandonaba ya el cobertizo, fuese noche o día, y comprobaban que su fortaleza se tornaba en debilidad y se moriría sin servir a su destino.
Llegaban las fiestas de Navidad y, ante el temor de que adelgazase y quedara convertido en huesos por los que nadie pagaría, Rublete fue llevado al mercado.
En ese pueblecito de la montaña se cuenta que la vida de un hombre cambió a partir de esa Navidad, durante la hermosa noche de luna llena del día 24.
En la casa se había preparado, una vez más, la gran fiesta de Nochebuena, en la que no podían faltar ricos manjares. Le gustaban tantos los mariscos que era capaz de devorar una fuente él solo. Pero esa vez no pudo ingerir más que una simple gamba. Se la llevó a la boca y, mientras se apuraba quitando el caparazón de otra, la primera llegó a su estómago, saciándolo de tal manera que dejó la que había cogido y, ante la mirada atónita y preocupada de sus familiares y amigos, dijo: “¡No puedo comer más!”.
Después de atenderle unos minutos y no ver síntomas raros en él, decidieron traer el segundo plato. Parecía que su estómago sí admitiría un poco de carne y, así, se sirvió unas mollejas que le supieron muy ricas. Sin embargo, tan pronto los primeros pedazos alcanzaron su fondo le provocaron grandes retortijones al pobre hombre.
Hubo que tumbarle en el suelo, limpiarle el sudor y tranquilizarle. ¡Qué dolor de tripa! Estaba pálido y su vientre se movía como si tuviese enanitos saltándole.
El médico solo pudo darle un calmante y, cuando se diluyó su efecto, la extraña sensación apareció de nuevo.
Así hasta la siguiente luna nueva.
Jamás se supo el origen de su desgracia y, por tanto, el remedio para su curación. Sin embargo, cada noche de luna llena en la que reaparecía ese malestar, una fuerza misteriosa y reveladora le conducía hasta la playa, cerca de la orilla. Allí se tendía boca arriba para contemplar la hermosura de la luna y, aunque los saltos en el interior de su estómago se hacían más patentes, lo cierto es que no le molestaban, incluso le hacían reír; pero sobre todo encontraba el alivio que ni médicos ni sanadores eran capaces de proporcionarle.
Nadie se atrevía a acercarse en semejante trance, pero dicen que en esas noches, cuando regresaba a casa, brotaban abundantes lágrimas de sus ojos y en su rostro había una sonrisa de paz y alegría…».
Durante la narración me he permitido acariciar su cabello, deslizando mis dedos por entre sus espesos rizos. Me gustaría tener hijos a quienes acariciar mientras duermen soñando con un cuento mágico que inventaré para ellos.
Sara está dormida profundamente. He oído llegar a alguien más. Ya no está sola y es tardísimo. Regreso conduciendo con la mente centrada en un plano de mi vida. He de analizar qué me ocurre, por qué no soy capaz de disfrutar plenamente de una vida repleta de actividad. Me preocupa no encontrar la fórmula de llenar mi casa y sé que esto es lo que me produce esa desazón corrosiva. Tengo la impresión de haber usurpado un tiempo fundamental a mi vida de pareja y lo peor es que no sé si ello ha ocurrido por simple decaimiento de la ilusión inicial o es producto de un inconsciente, injusto y progresivo abandono a favor de otras atenciones que nada tienen que ver con nosotros.
No sé si hay demasiadas reglas convencionales también en nuestro matrimonio, demasiadas obligaciones superfluas que solo empañan la verdadera esencia de ese cuerpo común que es la pareja. Quizá el problema soy yo mismo y la dispersión con la que guío mi vida.
A menudo me asaltan estas sombras sobre el origen y el fin de mi actitud ante la vida. No olvido un pensamiento, atribuido a Isócrates, que viene a decir que lo mejor sería que los hombres tuviéramos, por naturaleza, alguna señal externa por la que poder conocer de antemano sus tendencias; de esa forma evitaríamos las malas acciones antes de cometerlas, pero ya que no es posible distinguirlas hasta que no hacen el daño (y eso en el caso de que sean descubiertas), conviene que estemos prevenidos contra los que son así y los consideremos enemigos públicos.
Espero que si algún ser de excepcional sensibilidad apreciara mi señal externa, vea en ella una tendencia puramente de interés bondadoso por el ser humano.
Aparco. Entro en casa sin hacer ruido. No hay reproche, solo un silencio en el que percibo más hastío que comprensión. Duermo algo contrariado por el engaño del que me he servido.