Читать книгу Segundos de miel - Juan Pablo Aparicio Campillo - Страница 11
VI
ОглавлениеÚltimamente vamos poco al cine, al teatro o a cenar. Llego tan tarde todos los días que la mayoría de las veces Elena está dormida. Le ofrezco una vida de abandono y aburrimiento (compromisos, trabajo y algo de deporte, una medicina que me administro en dosis demasiado escasas). Hasta que iniciara la progresiva ascensión de mis complicaciones con la vida, ya hace unos años, Elena me esperaba en el salón viendo televisión o leyendo. Incluso solía improvisar algo para cenar (aunque en este aspecto siempre he sido muy autosuficiente y empiezo a ver en ello más un defecto para quien te quiere que una virtud). Más tarde comenzó a aceptar mi ausencia durante ciertas horas del fin de semana. Finalmente, todo se contaminó. Su paciencia conmigo se acabó hace un par de años, aproximadamente. Lo peor es que Elena calla y, de esta forma, no reacciono. Me dejo llevar por la tranquilidad ficticia y el vacío que hay en mi hogar.
Me reprocho no haber empezado a estudiar en serio y aplicar un antídoto para este mal que nos aqueja.
Mi madre está regular. Me ha llamado por teléfono. Debería ir a verla a diario un ratito e intentar llevarle un poco de ánimo, lo cual me resulta fácil. Lo que pasa es que no le dura nada. Su mal espera a que yo haya cerrado la puerta y, apenas hecho, salta sobre ella, la derriba y yo no estoy allí para impedirlo. Si fuese al revés, mi madre haría guardia en mi casa y me protegería. ¡Cómo me duele!
El trabajo en las fundaciones se intensifica por días. Es lo que me tiene arrastrado y me obliga a recuperar en la noche las horas del día que le quito a la oficina. Hay demasiada gente necesitada y muy pocas manos. Me veo impotente.
Es difícil conformarse con dedicar a la compasión y a la solidaridad unas horas más o menos tasadas. El trabajo no se termina nunca; así que cuando una tarea tiene carácter indefinido hay que buscar cortes en la dedicación, bien para descansar, bien para hacer otra cosa. Precisamente, es ahí donde me viene el remordimiento: no sé cuándo dejarlo. Pienso en las necesidades que se pueden cubrir con cada minuto de mi tiempo y desearía no tener necesidad de descanso u otra actividad necesaria para vivir. No le veo solución a esto y sé que he de buscarla.
Lo triste y cierto es que ni estoy satisfecho con lo que hago ni me quedan horas para estar en casa. La preparamos con toda ilusión y ahora me falta tiempo para disfrutar un poquito. Una parte de mí crece constantemente a un ritmo demasiado fuerte incluso. Esa parte siente cómo hierve en mí la sangre, azuzada por la ilusión con la que vivo, y la envía sana y fuerte a cada región de mi cuerpo y las fuerzas se multiplican. Es como una droga. La otra parte, en cambio, muere y se apodera de mis ganas de vivir, me aloja en una sima de oscuridad de la que no puedo salir.
Creo estar volviendo la cara a la realidad. Mi mundo se desmorona, aplastado por la rutina mal llevada. Tengo por delante el camino de aprender a valorar cada momento inmutable que me brinda el paso de los días: la piel de un amor en el lecho conyugal, la respiración acompasada mientras leo antes de dormir. Hacer del día a día una rutina maravillosa es un don que seguramente no sé apreciar y su consecuencia ha tomado un rumbo funesto.