Читать книгу Segundos de miel - Juan Pablo Aparicio Campillo - Страница 6
I
ОглавлениеEs una tarde lluviosa. He trabajado mucho este último mes. Hace tiempo que no disfruto de unas vacaciones, ni siquiera de un par de días de descanso. Terminan de imprimirse las últimas páginas del informe que me ha tenido ocupado todo el día. Compruebo que las correcciones han salido debidamente reflejadas. Ahora sí está terminado; el lunes lo envío.
Es sábado. Aún son las ocho. Dispongo todavía de tiempo para dar un poco de tranquilidad a mi cabeza. También mi cuerpo se queja. Los músculos de la espalda se me han entumecido, agotados. Hoy siento el cansancio de diez años, de toda mi vida.
Llamo a Pedro, mi sanador. Necesito un masaje relajante y curativo. En estas condiciones de debilidad física y mental no procuro un buen alojamiento para el alma (se fue esta mañana a dar una vuelta por su mundo). Me siento un poco abatido. Parece hacerse realidad la cita de Gerhardi acerca de las dos maneras que existen de sentirse desilusionado: conseguir lo que se quiere y no conseguirlo.
No localizo a Pedro. Llamo a Rosa, mi segunda opción siempre, pero está con gripe. Me ofrezco a llevarle alguna medicina o prestarle compañía. No me necesita; está con su novio, con su padre, con su hermana y con sus dos gatos, así que le envío mis mejores deseos de recuperación, cuelgo y me dejo caer en el sillón de la oficina con una larga espiración.
Decido telefonear a casa esperando hacer algún plan con Elena, pero lo único que escucho allí es jaleo. Digo que todo va bien y que ya llegaré. Qué pena no poder borrar escenas de la vida de uno, dejar el lienzo en blanco de nuevo y representar la que apetezca en ese momento: una vueltecita, mimos, caricias, una cena…
Me marcho. Antes apago el ordenador, la impresora, la fotocopiadora, la calefacción, las luces y salgo escaleras abajo hasta el portal.
¡Llueve bastante más de lo que parecía desde arriba! Y tiene poca pinta de escampar pronto. Me animo a salir dando una carrerita y, en poco más de un minuto, llego al café de Jorge Juan.
En el cajetín de prensa yace el ejemplar de El País de hoy. Hojeo sus páginas manoseadas durante todo el día mientras tomo un descafeinado de máquina con leche (cortito de café). El local está tranquilo. Invita a sentarse y mirar tras sus cristaleras.
Observo atónito los pies descalzos de una muchacha rumana (bueno, albanesa o kosovar o qué sé yo). Su andar muestra una gran resignación. Bajo una figura de aspecto innoble, cercano a lo andrajoso, se esconde un ser humano como yo, como todos los que estamos al otro lado del gran ventanal. Pasa a la altura de la mesa en la que estoy e instintivamente repico con mis dedos en el vidrio. Ella lo ha advertido y mira, algo sorprendida.
Tiene unos ojos bonitos, pero su gesto resulta frío. No puedo bajar la ventanilla. Por un momento me pareció estar dentro del coche dispuesto a bajar la ventanilla y darle una moneda. Le hago una señal para que entre, pero está indecisa. Creo que le da vergüenza. Pasa de largo, arrastrando agua y suciedad con el bajo de su voluptuosa y colorida falda. En sus pies imagino tantas durezas como momentos amargos quizás viva cada día.
En fin, bajo la cabeza para seguir con la prensa, de la que he pasado varias páginas sin mirar. Escucho un murmullo al otro lado de la barra. El camarero no deja entrar a la muchacha, cuya necesidad ha superado cualquier otro sentimiento y ha entrado en la cafetería. Voy en su ayuda, pues yo la he metido en este problema. Miro alrededor (confieso mi sonrojo) y me acerco a la altura del camarero, pidiéndole con toda educación que me deje invitar a un café y un dulce a esa joven. La cara del trabajador lo dice todo. Sabe que soy cliente a diario y no quiere enfrentarse a mí; no obstante, antes de obtener su negativa se lo pongo más fácil. Le ofrezco quedarnos en una mesa que nadie ve. Está escondida, a la entrada de la puerta del callejón trasero. Es aquella donde suelen almorzar los camareros sin perturbar a la clientela. La chica no tendrá más de dieciséis o diecisiete años. Está ausente de todo esto. Tan solo espera alguna última moneda que llevarse a su poblado. Abro mi mano invitándola a sentarse, entiende mi gesto y lo obedece con visible inseguridad. No sabe hablar español, pero describe bien lo que quiere tomar. A los dos minutos el camarero le trae un vaso de leche y un tortel. También quiere una Coca-Cola. Sirve con una rapidez que ya quisiéramos el resto de los clientes que todas las mañanas soportamos su desidia, pero tiene un motivo claro: la inconveniencia de este cliente circunstancial, del que intenta desprenderse cuanto antes.
Tres más de ellos se han apostado en la ventana, sorprendidos ante la situación de la impensable dignidad que está disfrutando su igual. Han entrado también en la cafetería de forma inesperada. Ya son cuatro y la gente murmura. El camarero adopta un gesto airado y se dirige impaciente a nuestra mesa.
¡Cualquiera invita a estos a tomar algo! En este momento me siento bastante incómodo, pues soy consciente de estar molestando. Saco unas monedas y se las doy. Han comprendido todos. Ella recoge los restos de su improvisada merienda y, junto con el resto de la tropa, se marcha antes de que el camarero llegue a pronunciar palabra.
El camarero, no obstante, sí se dirige a mí, aunque en tono condescendiente. Aprecia, aunque no lo parezca, mi acción, pero me explica que no vale la pena. Dice que son todos unos ladrones y unos cerdos, que si él me contara anécdotas no volvería a mirar a esa gentuza. Mientras esboza su discurso racista, escucho un repiqueteo en mi ventana. La niña me lanza un beso con la mano y, lo mejor, una sonrisa.
Para el camarero es una burla. Para mí, un gesto divino. Vuelvo a mi mesa original. El café está aún templado. Lo apuro y pido una botella de agua mineral sin gas, del tiempo. Mis dedos se han detenido en unas hojas curiosas, cada vez más pobladas en todos los periódicos. Anuncios por palabras, mensajes de todo tipo. Puedes vender o comprar cualquier cosa, adquirir la casa de tus sueños, dar gracias a San Judas Tadeo, comprar sexo.
Leo que se anuncia «masajista profesional muy seria». Son casi las ocho y media. A esta hora y sábado lo tengo difícil; sin embargo, me decido a sacar el móvil y llamo. Lo único que me puede pasar es que me responda un contestador automático que confirme la inadecuación de mi llamada y me diga el horario de atención al público. Del otro lado contesta una voz amable. Le explico que necesitaría un masaje y le pregunto si aún podría recibirme. Con voz suave me pide que aguarde un minuto. Me dice que sí puedo ir. Están en García de Paredes y me pide que vaya antes de las nueve. Le digo que tardaré quince minutos en llegar. Es perfecto para ambos. Pago la ronda hispanorrumana y acelero la salida. Sigo sin conocer la procedencia de los descalzos.
Un taxi parece que dejará a una señora mayor. Ella tarda en salir y me estoy empapando. Por fin subo al coche. Seguimos hasta Velázquez, bajamos por Goya y subimos Génova hasta Santa Engracia. Después, todo seguido hasta la altura de García de Paredes.
Miro absorto tras los cristales del coche mientras reflexiono acerca de cómo nuestra época ha recibido muchos calificativos (modernidad, progreso). Podría considerarse como aquel periodo de la existencia en el cual el hombre parecía mirar a su mundo y a sus semejantes siempre con un cristal de por medio. En la radio del taxi suena una de mis composiciones favoritas, Year of the cat. Tengo la impresión de que el hombre no inventa música, la encuentra. El músico, el artista en general, vive pegado a ese mundo del genio, que existe en otro plano y que guarda secretos formidables. A veces nos revela alguno a través de cualquiera de sus obras y, entonces, gozamos como con ninguna otra experiencia terrenal.
Mis pensamientos recaen también en lo importante que es el contacto humano que estamos perdiendo. Nos mostramos cada vez más fríos con nuestros semejantes. Vuelvo a los cristales: ventanas en las casas, en los coches, en las farmacias, en las oficinas, los bancos, las taquillas de teatros y cines; ventanas sofisticadas con vida propia, como la televisión y el ordenador.
Contamos con la posibilidad de acceder a nuestro prójimo de forma global, rápida y cómoda, conectándonos a internet. Tener la información más exhaustiva posible acerca de un ser por el que a veces no mostramos otro interés que el derivado de su rentabilidad económica o su posición social.
Hemos llegado. Pago y dejo el taxi y deseo una buena noche al conductor. Por cansados que vayan, siempre agradecen un gesto de buena voluntad en forma de amable despedida y el agradecimiento a su trabajo. Sigo tarareando El año del gato. En el horóscopo chino soy gato, qué casualidad.
Pulso el telefonillo y me abren sin preguntar. Subo al segundo piso. Me recibe una chica cariñosa y bastante rellena, la cual me invita a entrar en una salita donde hay una camilla arrinconada. Dice que enseguida me atienden. Ojeo el tomo cuarto de una enciclopedia incompleta y ya desfasada; aún existen Checoslovaquia, la Unión Soviética y otros países hoy divididos. Entra una chica morena. Parece latinoamericana. Viste bata blanca. Me saluda sin mayor simpatía y me dice si lo quiero completo. Le digo que siempre me lo dan integral, pero que hoy tengo especialmente fastidiada la espalda. Esto último me da la impresión de que le trae al pairo.
Me invita a acompañarla a otro cuarto. Dejo el libro y cambio de estancia. El lugar es silencioso al menos. En la habitación solo hay una cama de ciento treinta centímetros de ancho y muchos espejos. No tiene sábanas. Sobre el colchón, unas toallas dobladas.
No sé dónde me he metido, pero tampoco estoy violento ni angustiado. En tantos años de dar y recibir masajes he pasado situaciones que objetivamente podrían calificarse de embarazosas. El primer curso de quiromasaje que seguí me permitió perder el pudor, recato siempre atenazante y alimentador de inseguridades. Desde ese momento comencé a sentirme crecer como persona. Hasta entonces vivía como mutilado, pues el encarcelamiento de mi sensibilidad afectaba a una importante faceta de mi necesidad de expresión, reducía a la nada el contacto que quería ofrecer y recibir. Lo sentía incluso como algo irrespetuoso hacia las mujeres y repulsivo hacia los hombres.
La muchacha me pide que le pague antes y me hace sentir algo incómodo; no creo llevar aspecto de caradura. También resulta más caro de lo habitual, pero accedo sin mayor problema. Ella sale de la habitación. Supongo que ya puedo desnudarme y tumbarme en la cama. Extiendo la toalla grande y me acuesto boca abajo con los brazos extendidos, en situación de absoluto reposo.
Entra la masajista, aunque podría haber sido cualquier otra persona, pues no abro los ojos. Relajo mi mente y mi cuerpo. Pongo mis sentidos a flor de piel y espero a que sean regalados por unas manos firmes y calmantes.
Ha empezado por los pies. No es muy ortodoxo, pero tampoco me importa. Agradezco cualquier cosa, sobre todo si se pone algo más que profesionalidad. Me siento complacido cuando recibo un poco de esa energía que pertenece solo a nuestro plano espiritual, nuestro lado generoso. No hay otra forma de comprender la necesidad del paciente. Pedro y Rosa saben qué es. No he encontrado a otros que reúnan esa técnica y pasión por curar. Dejo que el cuerpo se vuelva algodón, que la mente flote a su alrededor y fluya con libertad. Escucho mi respiración, el abdomen sube y baja como el de un bebé. La relajación dura muy poco; algo no va bien.
Mis ojos se han entreabierto y los sorprendo clavados en el espejo de la derecha. La muchacha, en cuyas manos he preferido no reparar, pues no sabe nada de quiroterapia, está encima de mí casi sin apoyarse. Mi cuerpo es la tierra; el suyo, el cielo abovedado tal y como concibieron nuestro universo algunos pueblos antiguos. En esta postura realiza movimientos de atrás hacia delante y vuelta. Tiene los senos desnudos y son estos con los que me acaricia la espalda.
No puedo relajarme así; esto no es lo que yo buscaba. Ni siquiera estoy preparado para salir airoso de la situación entregándome a una aventura de prostíbulo que quizá años atrás me hubiese venido hasta bien.
Me produce pena la película que veo en la cámara-espejo de la derecha. Pido a la chica que pare y continúe con sus manos, pero está visiblemente desmotivada. No sabe qué más hacer con ellas. Está cansada de pasarlas sin sentido de un lado a otro. No hay vida en ellas, pero tampoco en quien las ordena.
La invito a que sea ella la que se tumbe. Yo le daré un masaje. Es a mí a quien le hacía falta recibirlo, pero cuando la persona que te toca, o trata al menos de acariciarte, no pone vida en sus movimientos es como si lo hiciesen con un frío y basto guante de plástico. Prefiero relajarme de forma activa y ella accede. Bueno, creo que accedería a cualquier cosa, pues ya veo de qué va esta historia. Le pido una crema cualquiera, si es posible que no se absorba demasiado rápido. Comienzo mi manipulación, aunque no tengo la mente vacía. Una vez más me quedo sin ser acariciado y masajeado con la dulzura y firmeza que anhelo desde la infancia, a la que durante estos ratos a menudo regreso.
Recorro su espalda presionando de abajo hacia arriba con las palmas de mis manos y hago girar los pulpejos de mis diez dedos, ofreciendo un primer amasamiento a sus músculos. Pienso en muchas cosas de manera fugaz, señal de que no estoy en armonía. De forma especial reparo en la idea de esclavitud, seguramente evocada por la mezcla de obligada sumisión que veo en ella y en su cuerpo mulato, que bien podría representar tantas escenas de películas de negreros, dueños de seres humanos y traficantes de dignidad. ¿Quién no se ha estremecido con escenas de sexo y trabajo a los que eran obligados aquellos desdichados?
Mis manos han mecanizado sus movimientos y no se han detenido, son muy profesionales, pero la mente está a otra cosa. Persiste en la idea de que tengo ante mí a una esclava del siglo xxi.
Creo que la esclavitud aún existe. El hecho de que, en circunstancias como aquellas, paguemos ahora un precio más alto o bajo no excluye el carácter dominador que imprimimos a nuestras acciones. Siempre faltaría el necesario concurso de la voluntad por parte de quien ha de realizar lo que queremos. Es necesario un cambio de actitud hacia quien consideramos inferior y, en tanto no renunciemos a aprovechar y abusar de nuestra posición de superioridad cuando gozamos de ella, será difícil que los esclavos desaparezcan del todo.
Ahora sí detengo las manos. Termino una muestra de lo que ella debiera saber hacer. Le explico algunas manipulaciones sencillas para que haga a sus clientes (ya no les llamo pacientes, aunque quizá estos sean enfermos que precisan mayor atención que los otros). Mi alumna se muestra algo complacida. Si no fuese por lo que ha de hacer ahora, probablemente hasta habría sonreído. Sin mediar palabra, coge un preservativo y se dispone a abrirlo. Nuestros cuerpos están ahora más cerca, forman un perfecto mestizaje de blanco y moreno.
Le digo en tono seguro que no voy a hacer el amor con ella, que no he venido con este fin. Ella no suelta el sobrecito, su seguro de enfermedad. Está desconcertada, pero no se fía ni de su sombra. Añado que, en realidad, lo que hacen con ella es una violación, solo que en lugar de ponerle una navaja en el cuello utilizan un arma mucho más dañina, que ataca el interior de las personas: se exprimen las debilidades que provocan las situaciones de necesidad. Le pregunto qué tiempo nos queda. Solo diez minutos.
Es de Ecuador, joven, unos veinte. Su mirada indica tenacidad. Mientras hablamos, no dejo de establecer contacto con mi mano en su espalda. Estamos tumbados de costado. Hay cierta serenidad dentro del rechazo que puede haber entre dos cuerpos desnudos que no quieren desearse. El tiempo pasa; ella asiste a mi extraña actitud, la cual le lleva a preguntarse si acaso soy un cura, pero le aclaro que no soy uno de ellos, que soy una persona corriente a quien le encanta dar y recibir masajes y que mi presencia en esa cama se debe a un accidente que solo ha causado brecha en mis bolsillos.
Me cuenta que su ilusión es abrir una discoteca allá en Calderón, el pueblo donde vivía, pero que antes que todo eso debe arreglar los papeles aquí para traerse a su familia. Después ahorrará durante un par de años todo lo que pueda y regresará a Ecuador, de donde nunca quiso salir. También dice que sus papeles los están arreglando en Barcelona, pues iba a entrar a trabajar en una tienda.
Ahora no sabe qué decirle al señor que inició la legalización de su residencia, ya que no está dispuesta a volver a esa ciudad y trabajar en aquello. En su actual oficio gana tres veces más de lo que allí tenía ofrecido. Con eso no podría mandar ni una moneda a su país. También me ha contado que debe tres mil dólares de una suma que le prestó un hombre para el viaje a España. Cada mes le cobra un alto interés, así que pagar esa deuda se ha convertido en su primer objetivo.
El tiempo se consume. Me fijo en un reloj que hay apoyado en una mesita cubierta por un paño de encaje industrial y que sirve a las chicas para cronometrar el amor que han de dedicar a cada cliente. Apenas quedan dos minutos. Su cara se ha humedecido sensiblemente. Algunas lágrimas se deslizan por la nariz y sus mejillas, desembocando en las sábanas desechables. Le pido perdón. No tenía derecho a llamar a la puerta de sus sentimientos; estas chicas han de mantenerla bien cerrada para soportar día tras día, durante tantas horas, el indeseable frío comercio carnal al que se prestan.
Al incorporarme para vestirme observo su cuerpo, el mismo al que tienen acceso a diario, y por un módico precio, enfermos de la mente y del espíritu que jamás habrían tenido oportunidad de obtener fuera de este lugar ni una sola mirada de esta chica. Ojalá algún día despierten y busquen su equilibrio.
Me dice si no quiero al menos un relax. No necesito estar muy avezado en este vocabulario para entender qué me ofrece. Vuelvo a darle las gracias y mi negativa. Eso sí, es visible una erección imposible de disimular.
—¡Es muy grande! —dice, rompiendo su comedimiento.
—Bueno, tampoco tengo yo mérito alguno en ello…
Ella baja la mirada y añade que para las españolas sí es importante un pene grande.
Mientras tanto, he terminado de vestirme sin dar rienda a esa posible conversación. He logrado bajar la hinchazón. Hay que reconocer que, cuando estalla de manera inoportuna, no puede ser más inconveniente.
—Oye, tienen que devolverte una parte del dinero porque no hemos hecho el amor.
—No, no. De verdad que me da igual. Ya he pagado y está bien. No es culpa vuestra que yo haya venido aquí. Haz el favor de dejarlo así, ¿eh?
—Pero ¿cómo vas a pagar esto? Además, la casa se queda con dinero que no le corresponde, pues el reparto sería de otra manera.
Le completo ese hipotético reparto de forma que casa y chica queden contentas y, tras un breve juego de entrega y devolución, logro dárselo definitivamente y terminar con la escena, aunque ella no se muestra muy convencida.
Puede que sea señal de honestidad por su parte.
No quiero pensar en el precio que he pagado por mi ingenuidad, pero es cierto que, aunque de forma involuntaria, he tenido una esclava para mí. He comprado la entrega de un ser. Lo fácil, e incluso aconsejable, sería despedirme sin más, pero siento que he de darle algo más que palabras correctas y un dinero que fomenta un negocio miserable.
Me doy la vuelta y le pregunto si puede apuntar mi número de teléfono, pues a lo mejor le resulta de utilidad algún día.
—Lo meteré en el móvil, pero lo tenemos prohibido.
Ella anota los nueve números. Lo ha hecho todo con extrema precaución para no ser sorprendida en una operación castigada con no sé qué pena.
—No dejes de telefonearme para cualquier cosa que necesites, ¿vale?
Se llama Sara y me ha despedido con un beso. Es el segundo beso que recibo de una extraña esta tarde. En ambos ha mediado el dinero, pero he percibido sinceridad en ellos y esta, de momento, no he visto que se pueda comprar.
Me marcho. Bajo las escaleras y salgo. No llueve y me permito un paseo calle abajo hasta el Intercontinental. Conecto con premura el móvil. Cuando te haces con un aparato de estos tienes la obligación de estar localizado a cada minuto. Seguro que alguien habrá llamado. No tengo mensajes. Tranquilidad.
Ahora soy más consciente de lo vivido. Siento que mis pensamientos quieren detenerse en algunos instantes de ese momento. Mis latidos aumentan de frecuencia. Me gustaría recibir la llamada de Sara.
Llamo de nuevo a casa. No vamos a salir. Aún hay movimiento de visitas, en su mayoría familiares que ni llaman para preguntar si pueden venir a casa, pero Elena nunca protege nuestra intimidad. Tengo tiempo de pasear un poco más, oxigenando mis pensamientos. La noche es fría, pero me encuentro a gusto.
Al llegar a casa me ducho, cenamos, charlamos acerca de la visita con la que no he compartido un minuto, vemos también algo de televisión y nos dormimos.