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XVI

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México, D. F. 21 de marzo de 1947

Querida mujercita:

Te estoy agradecido por tus pensamientos; también por tus intenciones y por tus ruegos, pero más que nada por tu cariño. Pues a veces creo que ya estás aprendiendo a quererlo a uno y que, algún día, Dios mediante, dejará uno de caerte mal. Yo siempre supe lo difícil que era llegar hasta tu corazón. Antiguamente llegué a pensar que era imposible, pero tenía fe en ti; sabía, en el fondo, que eras buena; que con el tiempo podrías comprobar que el cariño que yo sentía por ti era de esos amores buenos y sinceros que uno trae ya desde su nacimiento por alguien. Y como te lo expliqué un día: cuando te vi pequeñita y pelona con tu cara de quiebraplatos, allá hace cosa de cuatro años, supe enseguida que eras tú la cosa que yo andaba buscando. Date cuenta.

Y desde entonces he estado pensando en ti constantemente, como si fueras un hermoso sueño que no se acabará nunca, hasta que yo deje de vivir. Luego vino ese sentimiento, que no me ha abandonado todavía, de que yo era un pobre diablo y de que tenía que luchar mucho para defenderme de mí mismo. Pues yo no te quería entregar un corazón enfermo como el mío y un espíritu (muchos dicen alma) cansado de tanto andar solo por el ancho mundo. Pues yo, y esto no te lo he contado todavía, desde que yo me acuerdo, siempre fui un sujeto dado a estar solo; ni cuando era chiquillo me gustó andar con los demás, jugaba a los juegos que se usan entonces, pero pronto me cansaba y entonces me sentaba en una silla y me ponía a leer lo que encontraba primero y allí me estaba lee y lee día y noche hasta que me apagaban la luz. Esto me hizo daño. Yo sé que me hizo daño para la vida. Uno tiene su vida interior formada desde los primeros años, y al fin un día se encuentra uno con la vida de afuera y la halla uno llena de problemas y complicaciones y uno no está bien preparado para eso. Así pues, no creas que leer desde entonces me hizo inteligente, no, me hizo más bartolo. Me concentré en mí mismo y vivía por dentro, porque le tenía miedo al mundo. Eso hubiera estado bien si yo no hubiera salido de mi pueblo, pero tú sabes lo vago que soy. A estas piernas flacas que tengo les gusta caminar y se soltaron caminando. Fueron y vinieron y yo sigo igual, teniéndole algo de temor a la gente. Digo algo, porque tú me has sacudido un poco el polvo; es decir tú, a través del amor que le has despertado a uno, me has hecho menos temeroso de enfrentarme con las cosas y los trabajos de los días entre un mundo de gente extraña.

Y yo sé que si hubieran vivido tus suegros todo fuera de otro modo. Pero ellos me dejaron solo y, quién sabe si para bien o para mal, eso me formó ciertas defensas. La vida está como empañada cuando uno no tiene a nadie. Y ese mundo interno del que te hablo fue quizá mi defensa para soportarla.

Luego viniste tú. Es decir, yo fui a donde tú estabas. Y aquí viene lo bueno. Los ejércitos del alma y los ejércitos del corazón se declararon la guerra. El alma quería estar tranquila, pero el corazón estaba muy alborotado. Este corazón mío te quería. El alma también. Sin embargo, tú sabes cómo es el alma, le gusta que todo transcurra en calma, sin sobresaltos, serenamente, y el corazón, por el contrario, es muy caprichudo (como tú). Lo cierto es que el corazón quería irse contigo, sin pensar, sin calcular nada, como un ciego detrás de la luz; pero el alma le decía que había que hacerlo pausadamente. Estaba de acuerdo en todo, menos en la precipitación.

Pero luego resultó que tú empezaste a darnos aquella lección de paciencia que duró tres años. Y al alma tampoco le gustó. Hizo una alianza secreta contra tan larga espera y contra tamaña incertidumbre. Y cuando al fin abriste la cajita don­de tenías guardada la ternura y me dejaste asomar allí, todo se compuso.

Ahora es diferente, ojalá que sea diferente. Lo que te estaba diciendo desde hace rato, en relación con el sentimiento de estar solo, es lo que no quiero que se interrumpa.

Habíamos quedado en que te había encontrado a ti y en que esa chachita había sido una esperanza para sentir de otro modo la vida. Por esa razón te pedí tu confianza; más que otra cosa era tu confianza lo que yo quería. Algo me decía que en ella yo podría hacer las cosas a las que mi ánimo se negaba. Y la ocasión en que te pedí que me ayudaras, lo hice como se pide una cosa que nos hace mucha falta. Yo te expliqué muy bien en qué consistía esa ayuda; por encima del cariño, por encima de todo, quería la seguridad de la verdadera amistad y del compañerismo. Que tú seas una compañera, una amiga; que sepa uno que no está batallando solo sino que hay alguien junto a uno que lo ayudará. Yo te expliqué que eras tú la única persona en este mundo capaz de ayudarme a defenderme de mí mismo. Porque eres la única cosa por la cual yo lucharía. Ahora bien, no debes de dejarme en paz. Porque cuando siento que quiero estar en paz es cuando tengo la tendencia a dejar que el mundo camine por su cuenta y que pase todo sin importarme a mí nada. Y yo sé cuáles son mis debilidades.

Contra esos debilitamientos te necesito. Te seguiré necesitando siempre hasta que logre borrar muchos años de desidia y de sueños.

Tú eres ahora mi sueño. El mejor y el más hermoso de mis sueños. Un sueño que se puede tocar; que tiene ojos que lo miran a uno y boca tibia y dulce que lo hace a uno amar más la vida. Que tiene corazón y un alma noble y amiga en quien uno puede poner toda su fe.

Salúdame a ella.

Mírate frente al espejo y di: te manda saludar y abrazar y besar mucho aquel pobre muchacho que te quiere tanto,

tu Juan

yomás


Clara Aparicio en 1944.

Cartas a Clara

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