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Prefacio

REVELACIÓN

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La historia habla de los héroes, de aquellos que consiguieron batirse en duelo con hordas de enemigos y aun así salir victoriosos. De esos mismos que una vez fueron simples mortales y consiguieron transformar su recuerdo en inmortal. Guerreros que observaron a la muerte, exhibiendo con orgullo su sesgo mientras enfrentaban con valentía su desmedido poder.

La guerra no engrandece a nadie; la guerra transforma en monstruos a los fuertes y destruye el ánima de los débiles.

Siempre bajo un lema, a las órdenes de un superior que asegura poseer la verdad ante un vaivén de falsas sospechas e ideales políticos.

El héroe es una herramienta de causa, el orgullo de una época de odio, muerte y destrucción que cedió al bando defensor de aquel ideal, quizás incorrecto.

Tristán caminaba con lentitud por un mar de cadáveres desmembrados, irreconocibles partes que se distribuían por el suelo embarrado teñido de rojo escarlata. Solo algunos pedazos se reconocían; brazos que aún conservaban el brazal de Telurio intacto, torsos que se adherían con dificultad a los miembros, y se retorcían en figuras imposibles mostrando con horror la roja carne desgarrada junto a los blancos huesos destrozados, piernas disueltas que formaban un puzle imposible de componer y cabezas, algunas reconocibles, otras anónimas.

El resultado de aquella gesta había dejado miles de muertos de su bando y ninguno del contrario. Tristán lamentaba tanta muestra de muerte, aunque las lágrimas no caían por sus mejillas y ningún remordimiento atormentaba su alma. Esto es lo que había conseguido la guerra, este era el reflejo de toda aquella destrucción; la impasibilidad.

El guerrero mostraba con porte su extraña armadura, destacada entre tanta suciedad y sangre. Blanca y brillante, con extrañas formas orgánicas que se adaptaban asombrosamente a su cuerpo y solo dejaban al descubierto la testa.

Una larga trenza castaña caía por su espalda, ondeando a cada paso, y descubría el símbolo de los Eites grabado en su capa: Un triángulo atravesado por una línea ondulante. Oteaba de manera incesante con preocupación. Sus ojos verdes brillaban como dos luciérnagas en una cueva oscura, y era de admirar semejante característica de la raza Gojem, a los que también llamaban «ojos brillantes».

Sus narinas se contraían y dilataban con el hedor de la sangre, arrugando la curvada nariz para evitar el olor de la muerte.

Tristán carecía de la belleza característica de los nobles Eites, su rostro era anguloso, sus pómulos demasiado marcados, las cejas en exceso pobladas y su labios apenas existentes. Aunque algo en él era atrayente, lo inapreciable a los ojos mortales, aquello de lo que carecían muchos y mal llamaban carisma. Tristán era un líder.

Ante la masacre se alzaba el peñón rocoso que formaba el Corredor de las Corrientes, un lugar angosto que daba paso a una majestuosa construcción, el Puente de los Custodios, que yacía destruido por el incesable asedio sufrido por la guerra. Dos grandes columnas de piedra se adosaban a la masa rocosa, cinceladas del mismo bloque pétreo del que se componía el peñón y rematado en un arco apuntado esculpido con imágenes de la creación del mundo conocido. De la arcada partían innumerables cables de metal que se tensaban hasta desembocar en enormes contrafuertes en forma de aguijones que rompían el cielo, perdiendo sus puntas entre las nubes. Más adelante el puente se quebraba mostrando un vacío que se extendía varias leguas, los cables que debían anclarse al siguiente contrafuerte caían laxos formando una trenza sin orden. Atravesar aquel puente era imposible.

Al otro lado se divisaba el bosque de Arsán, que daba comienzo al Gojemenek, las tierras de los Gojem. La otra parte del puente descansaba sobre un montículo de tierra que desembocaba en un camino empedrado. Esa porción era irreconocible y se asemejaba más a un montón de rocas informes, que a una construcción meditada.

—¡Señor! —balbuceó casi sin aliento un joven soldado que corría hacia la posición donde se encontraba Tristán.

Aquel muchacho, de ojos también verdes brillantes, tropezaba con innumerables obstáculos del terreno y golpeaba sin querer cadáveres que se encontraban en su camino.

Tristán miró de reojo al Gojem que se acercaba una vez se situó en una posición cercana, pero no invasiva, detuvo sus pasos y se irguió.

—Soldado, ¿tu nombre? —dijo Tristán.

El joven se mostró confuso, otorgándose unos cuantos segundos antes de contestar.

—Mi nombre es Orso, señor.

—Orso… —Tristán hizo un gesto con la mano para que prosiguiera, y continuara desvelando su apellido.

El joven cerró los ojos molesto.

—Orso Briom, señor. —Su entonación fue decayendo hasta convertirse casi en un susurro.

—Ya veo, un Briom entre mis filas. ¿Qué pensaría tu padre si viera que portas la armadura de Telurio manchada de barro, joven Orso?

El soldado se miró con impaciencia viendo que Tristán llevaba razón.

—Creo que no estaría muy orgulloso, señor.

—No, no lo estaría. Un heredero al trono Eite no puede mostrar debilidad en el campo de batalla. El rasgo más significativo de poder y liderazgo es la pulcritud. Nunca olvides que un Gojem y su armadura son dos almas unidas, debes ser uno con ella, joven Adepto.

Una brisa procedente del Corredor de las Corrientes hizo ondear la capa de Tristán, que dibujó un arco perfecto, volviendo a deshacerse hasta regresar a su posición natural.

Orso miraba al suelo, manteniendo la postura protocolaria que un soldado de su rango debía mostrar hacia el General de la Cúpula. La situación se convirtió en incómoda y el silencio se alargó más de lo debido.

El joven heredero era digno de la nobleza Eite, su rostro era cuadrado con ojos enmarcados y nariz proporcionada. Mostraba una belleza pura en sus líneas y, aunque su armadura estaba manchada, poseía un porte señorial que lo hacía destacar por encima de los demás.

—Orso, ¿tienes algo que decir? —La pregunta de Tristán hizo destensar el ambiente enrarecido.

—Tenemos al Jerarca de los Dips acorralado, señor —desveló el joven soldado a la impasible figura de Tristán.

—¿Dónde? —El General tensó cada músculo de su cuerpo al escuchar el nombre de aquel terrible enemigo.

—En la gruta a los pies del peñón que da acceso al puente, señor.

—Muy bien soldado, dile a tu escuadrón que puede retirarse. A partir de ahora yo me encargaré. —Tristán comenzó a moverse en dirección al peñón, donde el soldado había marcado la posición.

—Perdone, pero el Jerarca acabó con la vida de cien Adeptos sin recibir más que unos leves rasguños.

El General detuvo su paso.

—Orso, retiraos inmediatamente.

—Disculpe mi osadía, pero nuestra misión es protegerle. No podemos desobedecer órdenes directas de la Cúpula. —El muchacho agachó la cabeza y se tensó en espera de una reprimenda.

Todo pasó tan rápido que Orso solo pudo exhalar un débil gemido. Un chasquido retumbó en el invasivo silencio y una fuerza invisible, sin procedencia, atizó el pecho del joven propulsándolo a varios estadales de distancia, haciéndole golpear el suelo con fuerza.

Tristán permanecía inmóvil, aunque su capa se debatía en un incesante baile de direcciones imprevisibles que no terminaban, más tarde regresó la calma y el silencio tornó al desolado lugar.

—¿Qué pensaría tu padre al ver tu armadura destrozada, joven Orso? —indicó Tristán manteniendo la postura a espaldas del joven.

El soldado se percató que donde antes existía un peto, ahora se mostraba un agujero que dejaba al descubierto su pecho desnudo.

—Alguien como tú nunca conseguirá ser Rey. Ahora llévate tu vergüenza de este lugar y márchate. No quiero repetir más estas palabras, ¿entiendes?

Orso cabeceó en afirmación arrastrándose nervioso por el suelo hasta que consiguió ponerse en pie, para más tarde huir corriendo.

Mientras se alejaba sentía un dolor punzante en el pecho. Volver a casa con una armadura destrozada era una deshonra. Cualquier Eite preferiría morir a volver humillado con semejante estigma, pero Orso podría soportar aquella carga. Apreciaba demasiado su vida como para gastarla en bravatas de héroes o leyendas Gojems, algún día llegaría su momento.

El peñón era una agrupación de rocas de diferentes tamaños, que se adherían unas a otras formando surcos que dibujaban líneas rectas y ángulos diversos. El color grisáceo de las peñas se enfrentaba al musgo verdoso que se esforzaba en cubrir la superficie, venciéndola en las brechas. No existían salientes que permitieran su escalada y solo podía apreciarse una pared vertical que se alzaba mostrando su forma a varias leguas de distancia.

Tristán se detuvo ante las majestuosas basas de las columnas que daban arranque a los fustes de piedra, que facilitaban el acceso al puente. La grandeza de aquella obra arquitectónica hacía pequeño al General, tan menudo que su altura era ridícula comparada con el gran bloque de piedra que funcionaba como soporte del pilar.

Aunque el cielo otorgaba luz suficiente, al colarse entre las nubes oscuras, aquella construcción arrojaba una sombra lóbrega convirtiendo en noche su alcance nebuloso, replicando las formas características de la gran entrada en el suelo, transfigurándolo en contornos negros que absorbían el color marrón y verde de la tierra.

A la izquierda de la entrada, junto a las formas pulidas de la basa, se revelaba un agujero en forma de arco catenario con bordes irregulares, tallados con brusquedad en la piedra del peñón. La gruta se adentraba en la roca y describía un pronunciado desvío hacia la izquierda, ocultando su destino a no mucha distancia del umbral.

Ahí está. El Jerarca nos espera.

Esas palabras tronaron en la mente de Tristán, aunque ya conocía que aquella criatura se había refugiado allí, no por el asedio de los Adeptos Gojems, sino para encontrarse con él en una posición que le fuera favorable.

—Es listo, sabe que nos veremos mermados en el interior de la gruta. —El General parecía mantener una conversación consigo mismo.

Que nos veamos mermados no quiere decir que tenga ventaja.

—Cierto, aunque un lugar cerrado incapacitará muchas de nuestras habilidades, Silván.

Aun así tendrá que pensarlo dos veces antes de atacar. Nuestra habilidad Eite no solo se resume en aprovechar el elemento aire, estamos muy por encima de sus capacidades.

—Siempre fuiste muy optimista. —Tristán sonrió con desgana.

Confían en nosotros para terminar esta contienda.

—Para eso nos enviaron, por eso estamos aquí —relató el General antes de suspirar y cerrar los ojos con desidia.

Tristán mantenía una conversación con alguien, algo sin forma que estaba en su cabeza pero a su vez lo ayudaba. Aquel espíritu también le otorgaba poder. Silván era su Piel de Maestro, manifestada en la armadura de Oricalco.

Tristán se adentró en la gruta. Las paredes talladas mantenían con cierta homogeneidad la bóveda catenaria, aunque en ocasiones se deformaban por la dureza de las rocas que la conformaban. El suelo era una mezcla de tierra y guijarros que invadían todo lo visible, solo salvado por grandes peñascos que sobresalían por la superficie, en contraste con las huellas de los soldados que poco antes habían recorrido ese lugar.

Aquella galería desembocaba en una sala con columnas cuadradas toscamente labradas, que no mantenían la perpendicularidad con las paredes. La presión ejercida por el techo parecía hacerlas ceder, aunque mantenían estoicas su porte sin derrumbarse.

El techo era una mezcla de roca cincelada y ladrillos en hilera formando bóvedas de crucería, que funcionaban como nervios que descargaban presión sobre las columnas. En el pasillo central unos óculos esculpidos en el cruce de las cúpulas daban luz a la estancia, lo existente más allá de la primera fila, que delimitaba el centro, era una penumbra que dibujaba un degradado hasta la completa oscuridad, a escasos pies de la segunda hilera de fustes.

Era imposible vislumbrar hacia dónde se extendía la estancia a izquierda y a derecha pero, sin embargo, podía apreciarse el fondo gracias a los haces de luz que irrumpían por las aberturas del techo, asediando con más intensidad un altar adosado a un arco ciego que delimitaba el final de aquel templo.

Tristán avanzaba lento a través de aquella sala columnada, sin salir de la protección lumínica que le ofrecía el pasillo central. Una vez llegó al final, un par de escalones daban acceso a la hornacina donde estaba trazado un bloque de piedra brillante y perfectamente pulido. En su parte superior, una semiesfera formaba una cavidad que funcionaba como pila. Albergaba un líquido brillante que se mantenía calmo y ajeno a lo que sucedía fuera de aquellas paredes.

Extendió la mano hacia el fluido y sumergió los dedos, formando pequeñas ondas en la superficie que pronto retornaron, intentando unirse a los bordes metálicos que configuraban los nervios hundidos del guantelete de la armadura.

El color de la Piel de Maestro resplandeció con intensidad durante unos segundos al contactar con aquella acuosidad, y la armadura se estremeció alterando su forma para poco después volver a su estado anterior.

Es Oricalco líquido. Estamos en un antiguo templo dedicado a la Gran Madre.

—El Jerarca está jugando bien sus cartas. Conocía este lugar y sabía que le haría más poderoso. —Tristán sonrió con levedad mientras sacaba la mano de aquel fluido radiante. La armadura volvió a tomar su color blanco habitual.

No solo será más poderoso bajo los efectos del Oricalco líquido. Nosotros también incrementaremos considerablemente nuestras capacidades. Creo que el Jerarca ha cometido un error al traernos a este punto de energía telúrica.

—¿Qué importa, Silván? —cortó Tristán al relatar del Maestro—. Tenemos que cumplir la misión que nos encomendaron los Cuatro Reyes. Ya sea con ventaja o desventaja debemos acabar con esto.

Entre las penumbras, a su derecha, un fuerte impacto tambaleó la estancia haciendo caer cascotes pequeños de ladrillo y piedra. La nave central pareció oscilar al envite de aquella fuerza desconocida y varias columnas giraron sobre sí mismas para soportar la presión que ahora había cambiado.

En la opaca oscuridad podía apreciarse un negro más intenso, semejante a un agujero que absorbía las pequeñas motas de luz que lo circundaban. La negrura perfilaba una inmensa criatura que exhibía una enfermiza delgadez mantenida por cuatro patas anchas. Remataba el conjunto una fina cola que doblaba el tamaño del cuerpo.

Su cruz rozaba el techo abovedado en las partes más bajas, arrancando trozos de los ladrillos que configuraban el arranque de las cúpulas como si fueran arcilla húmeda.

La altura de aquel ser triplicaba a la del Gojem.

—Veo que los Cuatro Reyes quieren jugar en serio. —Una voz desgarrada surgió de la figura negra que se escondía entre las sombras.

—¿Quizá esta guerra no ha sido un tema serio para ti? —inquirió Tristán a la figura.

La bestia pareció estremecerse a la pregunta del General y se tomó un tiempo para contestar.

—¿La guerra que vosotros comenzasteis? —Una risa grave rebotó en las paredes de aquel templo—. Osado Gojem, ¿te atreves a culparnos por vuestra avaricia?

—No hay avaricia en tomar lo que no es de nadie, en poseer lo que no tiene dueño.

—¿Lo que no tiene dueño?, ¿habéis olvidado las Sagradas Escrituras? —Un gruñido de molestia se unió al final de aquellas palabras.

—¿Ves aspecto de religioso en mí? ¡Observa Jerarca soy un guerrero! Las Sagradas Escrituras son para nuestros sacerdotes, en estos momentos estamos en guerra y como en todas las contiendas la religión deja paso a la política, y esta no entiende de supersticiones. —La boca de Tristán mostraba una delgada línea que pintaba preocupación en su rostro.

—¡Oh! Un guerrero sin palabra, sin remordimientos, sin ideales. Una perfecta causa para llevar a cabo planes podridos.

—Una causa para conseguir una victoria sobre unas criaturas oscuras, que solo causan dolor.

—¿Dolor? Hemos perdido cachorros inocentes, igual que vosotros habéis perdido los vuestros. Nosotros no queríamos esta guerra y fuimos obligados por vuestro incesante asedio. No te atrevas a hablar de dolor, no martirices al que empuña la daga. —La criatura se erizaba presa de la furia.

—Quien vive bajo la influencia de la oscuridad tarde o temprano acaba sucumbiendo al odio y la venganza. Eliminaros es una cuestión de prevención.

—Tristán ¿de verdad crees esas palabras o solo repites lo que balbucean tus superiores? —Una fila de dientes blancos asomó entre las fauces de la criatura pareciendo formar una sonrisa.

El General cerró los ojos apenado ante aquella afirmación de la criatura Dip. Él no creía en esa guerra, nunca estuvo a favor de dominar la isla central y se negaba a pensar que aquella raza supondría una amenaza futura.

Tel·lúric era una fuente inagotable de Telurio y la única manera de conseguir fuentes de Oricalco, a excepción de Tarsis. Estaba claro que la dominación de la isla era por motivos económicos. Condenar a los Dips era una manera de camuflar lo real, eliminando el único estorbo que les impedía controlar toda la extensión.

La avaricia por la supremacía les había llevado a la guerra, por la exclusividad del único recurso que les otorgaba más fuerza.

Las demás Razas Tetrasómicas se mantenían al margen, aunque Tristán conocía del inconformismo de algunas al plan Gojem. Someter la isla central les otorgaría demasiado poder y pronto serían una amenaza seria.

—¿Quizá importa Jerarca? Cuando eliges un bando no se cuestiona el ideal, solo se siguen las directrices que marca la mayoría —desveló Tristán a la pregunta envenenada del Dip.

—Los ideales que marca la Cúpula no son los intereses de tu pueblo. Esos Gojems desean enriquecerse a costa de la sangre de soldados como tú.

El Jerarca se desplazó hacia el pasillo central mientras las brechas lumínicas, que atravesaban la estancia, comenzaban a bañar a la criatura con lentitud.

—¿Piensas que tienes algún valor para ellos? —El pelaje, de un negro cenizo, se sacudía al paso de la criatura. La cabeza descubría un hocico grueso armado con unas poderosas mandíbulas que mostraban unos dientes del tamaño de puntas de lanza y formaban una alineación serrada que los hacia encajar con precisión.

—Eres su arma. —Las patas se remataban en unas poderosas garras que rasgaban la tierra creando surcos paralelos—. Algún día conseguirán todo esto y te desecharán como un juguete roto. —Varios coletazos se revolvían en movimientos circulares de izquierda a derecha—. Los débiles que adquieren poder ansían la servidumbre de los fuertes, aunque los temen. Una espada empuñada por el mango es eficaz pero asida por la hoja se convierte en una molestia.

Aunque la bestia parecía calmada, sus ojos, de pupilas rasgadas, mostraban cólera y las orejas puntiagudas, que sobresalían como saetas, se agitaban con rapidez.

—¿Cuándo entenderás que la servidumbre no está creada para los seres como tú?

La imponente figura del Jerarca se enfrentaba al débil contorno del Gojem. Aquella criatura superaba el tamaño de los Dips que Tristán había enfrentado, y la gran envergadura descubría la longevidad de su existencia, ya que para las Razas Monosómicas un rasgo distintivo de su edad era el tamaño.

La extremada delgadez era característica de los Dips. Ágiles, veloces y con frecuencia gastaban toda su energía en esfuerzos que les hacían perder capacidad muscular. Dada su encarnizada lucha con los soldados Gojems, esta habría agotado sus últimas reservas de elemento con toda probabilidad.

Tristán cayó entonces en el plan del Jerarca por atraerle hasta allí. El Dip no buscaba hacerse más poderoso, sino poder recuperar gran parte del poder perdido en el enfrentamiento con el escuadrón enemigo, y enfrentar al General ofreciendo una digna resistencia.

Su objetivo no era acabar con la vida de Tristán, sabía que no tenía posibilidades en sus condiciones. Su estrategia era otra, el plan que había meditado para atraer al soldado debería tener otra finalidad, otro objetivo que Tristán no lograba entender en su totalidad.

—Quien sirve a un propósito con pleno convencimiento de causa no se convierte en siervo de sus ideales. Soy consciente de a quien sirvo y por qué lucho. Conozco cada lema de los Cuatro Reyes y las causas que les llevaron a no mostrar piedad hacia vosotros. Tus argumentos son aceptables y entiendo la súplica. Enfrentarse a la extinción debe ser algo muy duro y más aún cuando eres el responsable de la supervivencia de tu especie. —El Gojem meditaba la manera de ganar tiempo y así comprender si todo era una trampa o un acto desesperado de aferrarse a las últimas esperanzas.

—Ser el responsable de tus semejantes siempre es una tarea difícil, Tristán. Velar por la seguridad de aquellos que piensan que los salvarás se convierte en una pesada losa que merma poco a poco. No siempre se puede ser un héroe, no cuando el yugo siempre acecha. —El Dip agachó la cabeza desilusionado.

—Aun así sabes perfectamente por qué estoy aquí.

—Claro, conozco de sobra tus habilidades y lo provechosas que han sido para encontrarme. No pido piedad para mí, la pido para mi pueblo. Quiero que los Dips aún tengan esperanza.

—¿Estás pidiendo piedad, Jerarca? ¿Qué tipo de estratagema es esta?—Tristán cruzó los brazos cerrándose a las súplicas del Dip.

—Urnok. —La criatura miró con fijación al Gojem mientras se proyectaba su voz.

—¿Cómo? —Tristán no entendía qué significaba o que tendría que ver con lo que hablaban.

—Mi nombre es Urnok. En estos momentos veo legítimo mostrarme como individuo, sin ser responsable de nadie. Estamos hablando de la extinción de mi raza, creo que debemos dialogar como seres independientes.

—¿Qué intentas decirme? —El General empezaba a inquietarse por los planes confusos de Urnok. Sin duda, toda aquella intencionalidad amistosa encerraba algo que Tristán aún no alcanzaba a comprender.

—Quiero ofrecerte un trato.

Tel·lúric

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