Читать книгу Tel·lúric - Juanjo Reinoso - Страница 13

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Tristán despertó sobresaltado cubierto de vendajes y apósitos. La habitación mantenía una luz pobre que se introducía por una rendija entreabierta de la contraventana a su izquierda.

Algo le sorprendió, su visión permanecía intacta, aunque todo era más nítido, menos oscuro y más extraño.

El brazo derecho estaba cubierto por su Piel de Maestro, sin duda actuaba como inmovilizador de la fractura.

—Silván, ¿qué ha ocurrido? —El General acarició los vendajes que quedaban a su alcance con la mano izquierda.

Tristán, creí que no volvería a hablar contigo viejo amigo.

—Hace falta mucho más para acabar con este Gojem —contestó con inmediatez.

Parecía que las heridas eran serias porque sentía un dolor punzante cada vez que reposaba la mano en alguna zona delicada.

¿Qué pasó en la Inmersión de Recuerdos, Tristán? Cuando Urnok respiró por última vez tu cuerpo se estremeció y se rasgó desde dentro.

—Fue Lur. Urnok me lo mostró.

Los pasillos del palacio Eite en Tarsis se extendían en cuadrícula sobre los terrenos del primer anillo de la ciudad. En los nexos de esos escaques las líneas rectas daban paso a formas curvas que se coronaban mediante cúpulas sobre pechinas. El signo del viento se repetía hasta la saciedad, en los vanos, los huecos, las exedras y las pilastras, siendo una constante redundancia que se adueñaba de toda la decoración.

—¡Señor! Usted mismo ha podido observar en qué se ha convertido Tristán. Está influenciado por el poder oscuro de los Dips. ¿Ha visto sus ojos?, ¡son terroríficos! —exclamaba aquel Gojem a su Rey.

Los ropajes blancos y la cabeza rapada mostraban su rango de servidumbre y sus ojos verdes no emitían ninguna clase de brillo; en definitiva, los Erders eran leales sirvientes.

—Tristán es un héroe de guerra. Las heridas recibidas por el Jerarca son su pago por habernos defendido de la gran amenaza Dip. ¿Cuestionas su lealtad ahora?

Los pasos cortos y aspecto encorvado de Saur Briom eran característicos de una avanzada vejez. Aunque sus ropajes estaban elaborados por los más exquisitos sastres y bordados por las manos más avezadas, no mejoraban el aspecto enclenque de un Rey en sus últimos ciclos de vida.

Su melena larga y cana le caía por la espalda recogida en una trenza esmerada, enmarcando un rostro abatido donde resplandecían unos cansados ojos verdes.

—Todos los Gojems son conscientes del sacrificio del General. Pero la oscuridad se ha adueñado de sus ojos, el espíritu de los extintos Dips aún perdura en su cuerpo —sentenció el sirviente.

—¿Qué pruebas tenemos? —El anciano se detuvo, pareciera que aquella leve caminata le afectara más de lo aparente—. Que sus pupilas se hayan tornado rasgadas no quiere decir que sea uno de ellos. —Saur estaba poco convencido.

—Todos sabemos la alta estima que tiene hacia Tristán, señor. Pero ya sabe la decisión tomada por la Cúpula. —El criado pasó la mano por la espalda del Rey, volviendo a iniciar el paso por aquel laberinto de pasillos—. Somos los portadores del mensaje, no se culpe por ello.

—Ese es el problema, creemos estar libres de culpa por acatar decisiones que renegamos para vivir en armonía con nuestros semejantes. Pero permitirlas también nos hace culpables —exhaló el anciano que se debatía en una batalla por mantener el ritmo sin perder el aliento.

—Es el precio de la paz, señor —susurró el sirviente.

—No me hables de paz, en cuarenta ciclos de reinado no he podido conocerla, ¿qué te hace pensar que ahora será distinto?

—Ya no hay enemigo al que combatir —expuso el criado con cierta molestia.

—Joven Erder, si algo me ha enseñado esta maldita existencia es que siempre aparecen nuevos enemigos y si no existen, nosotros mismos los creamos. Los Gojems nunca han sabido parar y te aseguro que he visto a cientos de ellos luchar por nobles causas, para acabar acompañando a los cadáveres que en estos momentos recogemos del campo de batalla.

»¿Y quién perdura en esta guerra? Los ancianos como yo, que amasan el poder hasta convertirlo en un salvoconducto —masculló el Rey mientras apretaba el hombro del sirviente en una muestra de acercamiento.

—Se exige demasiado, señor. Un Rey no debería abatirse tanto por las decisiones que se toman en la Cúpula, en definitiva usted ha expuesto su opinión que ha sido respaldada por el Consejo Eite. Aunque los motivos de la decisión son palpables y las evidencias nos hacen ver que Tristán ha cambiado, es un peligro para Tarsis.

El anciano se debatía en una constante disputa interna que exponía la evidencia de cuestionarse a sí mismo y a los ideales que estaba defendiendo con férrea decisión impostada. El enorme cariño que mostraba hacia Tristán evidenciaba la poca neutralidad que mantenía sobre la decisión unánime de los otros tres Reyes de Tarsis.

Su negativa había sido la única y no entendía cómo podían dictaminar con tanta convicción el juicio hacia el Gojem que había acabado con tantos ciclos de guerra contra un enemigo tan peligroso.

Existía una nublada admiración hacia el General de los Eites, que pronto era sesgada por el convencimiento de aquel ideal que empezaba a extenderse como la pólvora por la ciudad. Tristán era un sirviente de la oscuridad.

Pronto el pasillo llegó a su fin y una pared labrada en bajorrelieve impedía el avance del Rey y su sirviente.

Una pequeña puerta abierta mostraba una estancia en penumbras que parecía no extenderse hacia ningún lado, al no ser invadida por la luz coloreada de las vidrieras que adornaban ambos lados de los pasillos.

—Esto debo hacerlo solo. Espérame aquí —dijo el Rey.

Tristán reposaba sentado en el filo de la cama, observando la línea que dibujaba el haz de luz que se vertía a través de la contraventana.

Aunque permanecía a espaldas del Rey captó de inmediato su presencia.

—Creo que no eres portador de las mejores noticias mi Rey. —El Gojem herido se esforzaba en contener un evidente enfado.

—No hay malas o buenas noticias querido Tristán. A veces lo que parece bueno para otros, es nefasto para uno mismo —expuso Saur con sobrada pesadez.

—¿Qué quieres decir, mi Rey?

Con inmediatez se levantó intentando mostrar un porte digno a pesar de las múltiples heridas que lo obligaban a encorvarse.

Quedó expuesto a la brecha de luz que partía en dos la habitación y dejó escapar un suspiro resignado.

—¿Qué demonios quieres decir, Saur? —repitió con inquina hacia su Rey mientras se giraba para encontrarse frente a frente con el anciano.

Aunque ahora permanecía a contraluz podían apreciarse al detalle las pupilas rasgadas, iluminadas por el destello plateado de unos ojos que antes no le habían pertenecido. Una brecha cosida con precisión surcaba su rostro de izquierda a derecha teniendo como centro sus ojos.

Saur retrocedió impactado por aquella visión que flagraba todos los espantos que se propalaban en sus pesadillas; sin duda aquella mirada era la de una bestia sedienta de sangre.

El Rey sacó el poco porte que pudo exhibir para pronunciar con nitidez las palabras que iban a sentenciar el futuro de su General.

—Tristán, por órdenes de los Cuatro Reyes quedas desterrado de Tarsis.

Tel·lúric

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