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CAPÍTULO 1

· REY EITE ·

Haces de luz traspasaban las esbeltas vidrieras cubriendo de matices las paredes de mármol labrado.

Orso Briom tiznaba con su pluma los pergaminos que iba apilando en el lateral de una mesa soportada por cuatro patas torneadas, terminadas en esferas con volutas. De nuevo, otro garabato atezó el papel y con gesto grácil depositó el manuscrito en un nuevo cúmulo mientras ojeaba otro pliego.

Orso poseía una barba poblada hasta el pecho surcada por dos mechones canosos que zigzagueaban por su mentón, resaltando el color negro del cabello. Lucía un rostro ancho de profundos ojos verdes brillosos rematado por una nariz recta qué seguía la línea marcada por su frente. Apoyados sobre la mesa sus robustos brazos ridiculizaban el tamaño de los demás objetos que le rodeaban y retumbaban al golpear la tabla con el dedo índice de la mano izquierda, emitiendo rítmicos sonidos que reverberaban por toda la habitación.

Con cansancio soltó la péndola estirándose sobre el sillón hasta tocar el respaldo con la cabeza.

—Esto parece que no acaba nunca.

Desesperado dio un suspiro y cerró los ojos. Con gracilidad llevó sus pasos desde la butaca al ventanal más cercano, disfrutando del patio que se extendía tras los cristales coloreados. Un conjunto de hiedras, árboles y arbustos se disputaban el espacio con centenares de pináculos adosados a los muros, descubriendo un abanico de colores digno de un lance mitológico.

Aquel jardín era el escenario de las historias que le contó su madre de pequeño, envuelto en los misterios de una tierra repleta de leyendas que formaban la extensa lista de cuentos Gojems.

Tres golpes secos resonaron en la robusta puerta de roble situada frente a las vidrieras. Orso permanecía inmóvil con los brazos cruzados sobre el pecho.

—Aún no he terminado —respondió altivo.

La puerta crujió sobre los goznes y con un silbido giró hasta abrirse por completo.

—Perdone, mi señor Orso, heredero de la casa Briom, soberano de los Eites, dueño de las tierras del Celso y uno de los Cuatro Reyes de Tarsis —recitó un Gojem Erder de piel clara y aspecto raquítico. Lucía los ropajes blancos de la servidumbre con el símbolo Eite bordado en su pecho, un triángulo que despuntaba hacia arriba atravesado por una ese invertida en horizontal.

Un alquicel verdoso exhibía una bordadura con el águila bicéfala de alas extendidas, insignia de la casa Briom, compensando el tono enfermizo de su calva. Sus ojos verdes no ostentaban el brillo característico de los Gojems Ambu, aquel sirviente carecía de fulgor en la mirada que le otorgaba el poder sobre los elementos. Ion realizó una reverencia teatral.

Orso giró la cabeza mirando de reojo al sirviente.

—Espero que esta indiscreción sea por un motivo importante.

—Señor Orso, sin duda. No me permitiría tal licencia si no fuera por causas urgentes. —Ion se mantenía postrado sin apartar la mirada del suelo.

El monarca se acercó a la mesa mientras acariciaba la superficie de la tabla.

—¿Y qué es tan urgente? Espero que no sea la entrega de estos documentos. —Golpeó el bloque apilado—. Eso me disgustaría y no te conviene.

—Mi señor, los documentos no son de urgencia. Nos encontramos ante algo más grave. —Sus labios casi rozaban el suelo intentando componer una grácil sumisión.

—Pues dime, ¿qué detiene mis deberes como monarca? —Orso pasó el dedo por el montón aún sin firmar.

—Mi señor, han atacado Tempestades.

El Rey recibió la noticia como un golpe de un luchador tramposo, que transformó su semblante serio en una mueca aterradora, descubriendo al tipo de monarca que no convenía enfadar si no pretendías acabar insertado en una pica.

—¿Quién ha sido? —En la frente de Orso se hinchó una vena que tomó un color violáceo tiñendo su piel de un rojo encendido.

—Se desconoce aún.

—¿Froiaz? —La pregunta del monarca reflejaba una furia que condensaba ciclos de odio.

—No creo mi señor. La única fuerza que posee Froiaz en el Corredor de las Corrientes es la guardia del Paso del Yelmo y esa muralla solo es una jaula para los Latentes del Nalón, no tienen capacidad para comandar un ataque a Tempestades. —Ion se volvió a erguir, aunque seguía mostrando la cabeza gacha—. Romperían la alianza firmada con Tarsis.

—Sí, supongo que Froiaz no es tan estúpido, aunque dejar la mayoría de sus tierras en manos de los Erders no es una decisión muy inteligente. —Orso se recostó en el asiento—. Pasa y cierra la puerta.

Ion cerró con cuidado el postigo que crujió con revelada sonoridad mientras dirigía sus pasos hacia la mesa donde se alzaba la silueta de Orso, custodiada por los destellos provenientes de las vidrieras que lo escoltaban como un ejército que blandía lanzas luminiscentes.

La intimidante figura del Rey le otorgaba un aspecto fiero, acentuado por el respaldar tallado con el símbolo de los Eites. Aunque el lujo y el refinamiento reinaban en cada rincón de la habitación, el aspecto de Orso era salvaje, casi animal y su mirada mostraba el brillo tenaz de un depredador obstinado en acabar con su presa sin importar el honor, ni la justicia.

—¿Cuáles son los desperfectos ocasionados en la fortaleza? —Orso empuñó la pluma dispuesto a firmar los pergaminos que requerían de su rúbrica.

—La destrucción total, mi señor.

El cálamo se partió entre sus dedos, salpicando de tinta negra algunas líneas que parecían importantes.

—¿Cuántas bajas? —La respiración de Orso se hacía cada vez más sonora, fracasando en su intento de autocontrol.

—Cincuenta y cuatro Ambus Iniciados y veintidós Ambus Adeptos, más veinticuatro Erders que servían en la fortaleza. Solo un superviviente. —La cabeza gacha de Ion mostraba unas grandes orejas de soplillo que destacaban sobre el verde del alquicel que remontaba su cuello en un doblez almidonado.

Los manuscritos apilados sobre la mesa comenzaron a sacudirse por un céfiro que provenía de todas partes, seguido de una tolvanera, la brisa se convirtió en un vendaval que invadió la habitación de documentos provenientes del tablero, que se afanaban en mantener el vuelo girando sobre sí mismos.

Ion intentaba agarrar la capa que le golpeaba la cabeza. Aferraba con decisión uno de los extremos mientras el otro sacudía con fuerza, haciéndole soltar el borde para cubrir con las manos la zona castigada por el latigazo.

Aunque la habitación estaba inmersa en un turbión de papiros formando un círculo sobre la cabeza de Orso, las ventanas permanecían cerradas.

De repente el aire cesó.

—¿Está aquí?

—Sí, mi señor, en el primer anillo. Ha sido difícil traerlo por su condición de Iniciado, pero hemos conseguido trasladarlo a un ala deshabitada del hospicio. Pensábamos que llevarlo al sanatorio del tercer anillo hubiera levantado demasiadas sospechas. —Ion se afanaba en colocarse el alquicel correctamente.

Orso se levantó mostrando su elevada estatura.

—Llévame hasta allí, necesito saber qué ha pasado.

El sonido silbante del Colimbo taponaba los oídos de Tristán. La ingeniosa máquina se deslizaba por el aire como un pájaro a gran velocidad intentando esquivar obstáculos inexistentes. Las extensas alas se unían al casco metálico en numerosos engranajes cobrizos que se desplazaban y giraban asemejándose al mecanismo de un complejo reloj, dándole un aspecto orgánico.

Dos grandes motores articulados expulsaban aire a propulsión para mantener la máquina en las alturas. Tristán observaba cómo corregían su posición para conservar una ruta recta, le parecía curiosa la evolución de la tecnología Gojem en tan solo cuarenta ciclos.

—Visualizando Tarsis. ¿Preparado para el aterrizaje? —dijo el piloto Gojem.

Aferraba dos palancas que giraban en todos los sentidos, sin duda, ese dispositivo controlaba los propulsores que colgaban de los laterales de la aeronave.

—Sí, joven —contestó Tristán.

Los ciclos habían sacudido su rostro y la cicatriz que le rondaba la cara era casi imperceptible al fusionarse con las arrugas. El cabello castaño se mezclaba con numerosas canas que se habían empeñado en ganar la batalla al pelo oscuro. Aunque sus ojos seguían siendo la herencia de la batalla que muchos ciclos atrás había mantenido con la gran bestia Urnok.

—Perdone señor, ¿puedo hacerle una pregunta? —El piloto Gojem lucía unos brillosos ojos verdes.

—Claro —rio el anciano al saber qué iba a preguntar.

—¿Es usted Tristán, el héroe de guerra que derrotó al Jerarca Dip? —El Gojem intentó sonar impostado aunque revelaba un claro nerviosismo.

—Me temo que sí joven, pero ahora soy un viejo al que le cuesta recorrer a caballo la distancia entre Kesé y Tarsis. —Guiñó al chico en un gesto cómplice.

Ambos rieron.

La ciudad de Tarsis se situaba sobre una isla entre el estrecho que comunicaba el Lago Ligur con el Mar Insondable.

Sus calles y edificios se distribuían en terrazas anilladas que dividían la urbe en tres círculos separados entre sí por anchos canales de agua que se alimentaban del lago mediante un canal recto que atravesaba los tres anillos.

Los discos estaban trazados con perfección y comunicados mediante puentes dispuestos de manera radial, destacando tres anchos viaductos que dividían la ciudad, junto al canal, en cuatro cuñas que rasgaban la ciudad hasta llegar a la Cúpula, punto central de la urbe.

Cada anillo disponía de un sistema de defensa amurallado en forma trapezoidal de roca blanca tan bien acoplada que parecía ser un bloque gigantesco que abrazaba la ciudad en forma de armella.

Se podía distinguir la diferencia entre las construcciones que dominaban cada anillo: En la más exterior todo era de un tono más gris, envuelto por edificios bajos y calles angostas, solo aliviadas por las anchas vías principales y los edificios más grandes que se anexaban a las zonas mejor cuidadas.

En el anillo central las construcciones gozaban de una mayor altura y muchos competían por encumbrarse, rasgando las alturas como venablos cuanto más se acercaban al centro.

Por último el primer anillo se componía de cuatro palacios con estilos arquitectónicos muy diferenciados, rodeados de vegetación y extensos jardines. Las cuatro vías principales, que servían de radios de la ciudad, desembocaban en estas construcciones, simbolizando los cuatro elementos por los que se coronaban sus Cuatro Reyes: Eite por el aire, Lure por la tierra, Ure por el agua y Sute por el fuego.

En el centro de la ciudad, custodiada por los cuatro palacios de los Reyes Gojems se erguía la Cúpula, edificio de la autoridad política de Tarsis y punto neurálgico del gobierno del Gojemenek.

El Colimbo comenzó a descender sobre el espacio aéreo de la urbe. Las murallas de los tres anillos concéntricos disponían de plataformas distribuidas de forma armónica donde despegaban y aterrizaban infinidad de máquinas de dispares formas y tamaños.

—Aterrizaremos en breve sobre la plataforma privada del palacio Eite señor —comunicó el joven piloto al mismo tiempo que inclinaba las palancas hacia un lado provocando un viraje brusco.

El anciano se agarró con fuerza al asiento y se cercioró de que las medidas de seguridad que lo retenían funcionaban.

—Cuidado chico, aún quiero vivir los pocos ciclos que me quedan. —Se quejó Tristán.

—Perdone señor.

La máquina extendió unas zancas rematadas en ápices que se doblegaron alterando la forma aerodinámica del casco. Los cables y engranajes ahora quedaban al descubierto exponiendo los mecanismos que activaban los soportes de aterrizaje.

Segundos después, los propulsores cambiaron de posición enfocando su embocadura hacia abajo, vaticinando que la aproximación a la plataforma de aterrizaje se hacía más cercana. El sonido emitido pasó de enérgico a ensordecedor al tomar posición sobre las marcas dibujadas en el suelo y la máquina tomó tierra acompañada de un tambaleo que accionó el sistema de amortiguación.

Los motores disminuyeron su intensidad hasta apagar su cántico y volvieron a colocarse en el vano que le correspondían junto al armazón del Colimbo. Un chasquido accionó el puzle metálico que configuraba las alas, replegándolas hacia atrás para ocupar un espacio más reducido.

El aterrizaje había sido un éxito.

—Joven, ha sido un placer poder compartir esta experiencia contigo, aunque si te soy sincero prefiero la robustez del suelo y la confianza de un carro tirado por caballos —confesó Tristán mientras se despojaba de los numerosos cintos que lo anclaban al asiento.

—Señor Tristán, el Colimbo es el transporte más seguro de Tarsis, auténtica ingeniería Eite. —El joven golpeó las palancas en señal de aprobación.

—Eso es lo que me da miedo. —Tristán comenzó a reír siendo acompañado por el joven hasta que ambos estallaron en carcajadas.

—Señor, creo que Tarsis ha cambiado bastante desde que usted decidió abandonar la Cúpula —relató el piloto.

—Por eso he decidido que es momento de volver. Que Astarté te cuide, joven.

—Y que la Gran Madre guíe sus pasos, General.

Aquella palabra hizo recordar viejas gestas al anciano, que lo trasladaron a épocas violentas pero más justas. No había sido el Gojem más noble en aquel entonces, ni el más íntegro pero entendía que el pasado no podía ser el eje que marcara su destino, aunque el suyo era una sólida roca difícil de cincelar y peor aún, destruir.

Tristán comprendía que todas sus decisiones pasadas habían conseguido llevarlo hasta la situación incómoda que mantenía con su propia raza. La providencia de adquirir la visión de Urnok era un castigo de la Gran Madre por no haber visto lo evidente y todo aquello repercutía en un rechazo por los dirigentes de los Gojems. Su alivio era tener el cariño y admiración del pueblo que no entendía de poder, ni de intereses partidistas.

Sin duda, la vuelta de Tristán a Tarsis sería un mazazo a las pretensiones de los Cuatro Reyes, que aún mantenían la orden de exilio sobre el antiguo General. El anciano temía la herencia de Urnok, ya que le concedía visiones que prefería mantener en el olvido, aunque no podía negar lo evidente: Las injusticias eran notas dominantes en las decisiones de los Reyes que dirigían la gran extensión del Gojemenek.

La plataforma circular se disponía no muy lejos del palacio Eite alzándose sobre la muralla del primer anillo como un disco en equilibrio sobre una daga.

La única entrada estaba vigilada por dos Adeptos que se erguían en una pose protocolaria de escasa funcionalidad.

Tristán pensaba que la seguridad en la ciudad había empeorado desde que él no dirigía el ejército de la Cúpula; sin lugar a dudas no hubiera permitido que unos simples Adeptos custodiaran una entrada tan comprometida y de paso directo al palacio de los Eites, tan cerca de los aposentos privados del Rey.

Una leve sonrisa recorrió su castigado rostro. Este periodo de paz ha convertido a los Gojems en almas confiadas.

—¡Oye, chico! —exclamó Tristán al piloto que comenzaba a inspeccionar la compleja máquina voladora.

—¿Sí señor? —El Gojem se pasó las manos por el chaleco marrón que cubría su uniforme blanco.

—No tardaré demasiado, en cuanto me veas aparecer por esa entrada —Tristán señaló con su dedo índice el acceso que custodiaban los dos soldados —quiero que enciendas los motores y estés preparado para despegar.

—Necesito recargar las metalias del Colimbo, señor.

—¿Qué demonios son las metalias? —Se extrañó Tristán.

—Son los recipientes de elemento que dan la propulsión a los motores. Son poliedros de Telurio que acumulan elemento según su forma, en el caso del Colimbo almacena aire mediante la forma de un octaedro, runa natural que facilita su almacenaje —recitó de carrerilla.

—Tus mentores tienen que estar contentos contigo. —Se burló Tristán.

—¿Perdón, señor?

—No tiene importancia, chico. ¿Cuál es tu nombre? —El viejo cambió de tema de manera magistral ocultando su ignorancia hacia la tecnología Gojem, aunque era bien conocedor de todos sus avances.

—Asier.

—Cambia las metalias y espérame dentro de ese cacharro, Asier. —Hizo un gesto con la cabeza señalando al Colimbo—. Voy a salir con algo de prisa.

—Entendido señor. —El muchacho se dispuso a realizar su tarea.

Asier agarró un asidero que se disponía en la parte trasera del propulsor derecho de la máquina. Lo giró noventa grados y el metal cedió abatiéndose en láminas fragmentadas formando una flor geométrica alrededor de la abrazadera.

Tiró de él con fuerza y extrajo un recipiente estrecho de una vara de largo que recordaba a las estructuras de panal de abeja que se ajustaban sobre los cilindros de cultivo de las granjas de miel del Argar.

Al desprenderse del motor siseó expulsando una bocanada de vapor que despeinó a Asier alborotando su pelo castaño y el peso hizo ceder el cuerpo del Gojem hasta que golpeó el suelo con un metálico ¡clink!

El extraño artilugio emitía un humo blanquecino que se disolvía al comunicarse con la temperatura ambiente, dándole un aspecto tétrico.

Asier compuso sus manos alrededor de la parte superior del recipiente y presionó hasta desprender el asidero de la forma cilíndrica que funcionaba como contenedor, junto al asa se unía una estructura metálica que encerraba un octaedro que emitía una débil luz blanca.

«Ese objeto debe ser la metalia», pensó Tristán mientras observaba la danza mecánica en el hacer de Asier con interés.

El ocio creaba magníficos inventos. Su época no otorgó tiempo para los ingeniosos diseños de estas enrevesadas máquinas, ya que la supervivencia a los constantes asedios y ataques eran los ejes que marcaban las vidas de los soldados.

El piloto colocó la metalia en una estructura regular con varios orificios circulares que se disponía no muy lejos del Colimbo. Empujó con fuerza asiéndose de la abrazadera en uno de los huecos y el entramado de metal que ceñía al octaedro se introdujo por completo, después realizó un giro de noventa grados a la inversa del ejecutado en el propulsor y el artilugio emitió un silbido que fue seguido de un destello blanquecino alrededor de la metalia.

Realizó la misma procesión con el propulsor izquierdo.

—A su vuelta estará preparado, señor —tranquilizó Asier a la efigie observadora de Tristán.

El anciano Gojem asintió con la cabeza y emprendió su procesión hacia la entrada vigilada por las dos figuras pétreas que bloqueaban el paso.

—Perdone, ¿tiene autorización? —preguntó uno de los dos Adeptos que se disponían en la entrada.

—Soy Tristán, señor de Kesé y General emérito de la Cúpula. Pido audiencia al Rey Eite, Orso Briom —contestó con decisión—. ¿Es suficiente autorización?

El soldado posó sus ojos sobre los del viejo, abriéndolos como platos al cerciorarse que estaba frente al héroe que había escuchado mencionar tantas veces.

—Por supuesto, señor. Ahora mismo mando un mensajero para que comunique al Rey su visita. —Se intentó disculpar el soldado.

—Perfecto. Si no os importa prefiero esperar en el hospicio la visita de nuestro Rey. Mis cansadas piernas de anciano no soportarían una espera tan larga.

—Sin problema, señor.

Ambos Adeptos dejaron paso a Tristán mientras observaban emocionados como el Gojem se adentraba en el conjunto de jardines que rodeaban el palacio.

Tel·lúric

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