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Crucero

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Cuando Facundo tuvo los requisitos para terminar su vida laboral, cumplió con las dos promesas que le había hecho a Evita, su señora. Jubiló y compró dos pasajes en un crucero que partía en Buenos Aires y terminaba en Santiago de Chile, donde tomarían un avión que les traería de regreso a su casa en La Plata, cerca de ciudad capital.

Durante muchos años veían pasar esos barcos gigantes, verdaderas ciudades, por lo que estaban muy felices de poder hacer ese viaje.

Cuando abordaron el barco el 5 de marzo, la prensa ya hablaba de un virus COVID-19 que se estaba esparciendo por el mundo. Facundo decía que Sudamérica estaba lejos de todo, que no había que preocuparse y que si el capitán del barco autorizaba la partida todo era seguro, claro y luminoso.

Disfrutaron de la piscina, la comida, los tragos exóticos, los espectáculos y hasta al casino fueron a tentar la suerte. Su sueño de tantos años se estaba convirtiendo en realidad.

Cuando llegaron a Puerto Madril, disfrutaron de los relatos sobre el apareamiento de las ballenas.

En la siguiente escala, las islas Malvinas, fueron a visitar el cementerio de los caídos en la guerra. Dejaron unas flores en la tumba del hijo de una vecina.

Después de cinco días de la partida llegaron a Ushuaia, la ciudad más linda y acogedora del sur del mundo. El matrimonio se sentía orgulloso de lo que estaban conociendo de su país.

La navegación siguió hacia el Pacífico, no sin antes pasar por el temido Cabo de Hornos, luego por canales donde tuvieron la oportunidad de ver vistas espectaculares de glaciares.

Cuando llegaron a Punta Arenas, en Chile, estaban muy contentos ya que nunca habían salido de su país.

Llevaban más de una semana de magia, la que desgraciadamente fue interrumpida por el tema del coronavirus, muchas eran las preocupantes noticias que llegaban de todas partes del mundo. El capitán hizo una declaración para tranquilizar a viajeros y tripulantes, señalando que en el barco no había ningún indicador de que alguien a bordo estuviera infectado, pero igual ellos estaban obligados a cumplir con todos los protocolos del caso, por lo que el agrado de la convivencia dejó de serlo.

El viaje se empezó a poner tan gris como las nubes de la región.

Cuando el crucero llegó a Puerto Montt, se dio la orden de que nadie podría bajar. El capitán habló nuevamente diciendo que esto era mejor, porque así el virus no podría llegar al barco.

La travesía hasta San Antonio fue larga y tensa, ni la buena comida, ni la calidad de los espectáculos lograban que los pasajeros disfrutaran; claramente la gran mayoría quería llegar al puerto de desembarque y luego a sus casas.

El día veinte arribaron a San Antonio, destino final del crucero. Sorpresa gigante: el gobierno de Chile había declarado cierre total de sus fronteras. Nadie podría bajar.

Discusiones y gritos. No hubo caso, ni el capitán del barco ni los superiores de su compañía lograron revertir dicha orden.

Para colmo, apareció un pasajero con tos y fiebre, no se sabía si por una gripe o por haberse contagiado con el coronavirus.

Si en el barco había pánico, Facundo y Evita tenían terror, no aceptaban la idea de tener que viajar en esas circunstancias hasta San Diego, en la costa oeste de los Estados Unidos, único puerto que aceptaba recibirlos.

El barco estaba anclado aproximadamente a un kilómetro de la costa. Partiría cuando hubiera completado de cargar suficiente agua y comida para esa larga travesía.

Facundo no aceptó la decisión que le habían impuesto, le dijo a Eva que tendrían que tirarse al agua y nadar para fugarse.

Recorrió el barco en busca de la mejor vía de escape. Recordó que cuando se bajaban en los puertos se hacía por los pisos cuatro y cinco, pero al estar imposibilitados de bajar, esas salidas estaban cerradas. Por más que dio vueltas no encontró ninguna abierta, solo podrían dejar el barco tirándose al agua desde el balcón de su habitación que estaba en el piso ocho.

No había otra solución, era todo o nada… blanco o negro.

Desde la pieza donde se guardaban las sábanas, sacó varias y empezó a atarlas entre ellas haciendo una gran cuerda que les ayudaría a descender y con la ayuda de flotadores llegarían a la playa.

Eva, siempre confiando en su marido, dio su aceptación. Lo harían cuando oscureciera.

Facundo amarró la cuerda por donde Eva empezó a descender. Cuando iba en la mitad del recorrido, los brazos no le resistieron. Cayó al agua. Facundo no dudó en saltar en ayuda de su amada, sin embargo, la caída desde esa altura fue brutal; quedó inconsciente.

Eva fue en su auxilio, pero el agua helada a la cual no estaba acostumbrada le paralizó los músculos.

En el fondo del océano todo se veía negro.

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