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Ramiro, el italiano

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Ramiro era hijo único y vivía con su mamá. A su padre hace años que no lo veía, pero esto no le impidió tener una vida ordenada, asistiendo a una escuela donde hizo amigos con los que jugaba a la pelota. Se recibió de técnico en diseño industrial y, con su cartón bajo la manga, se presentó a muchos trabajos sin lograr ser contratado; solo consiguió uno de mozo que estaba muy debajo de sus aspiraciones en lo intelectual y en lo económico. La mitad de lo que ganaba se lo daba a su madre, con el saldo compraba euros, ya que soñaba poder obtener la nacionalidad italiana heredada de su abuela materna quien había llegado de pequeña a Chile; con ello podría emigrar a Italia en busca de un mejor futuro económico.

Después de múltiples trámites y un año de espera, logró el visado. Para celebrar, invitó a su mamá a una heladería que a ambos les gustaba mucho.

Al momento de recibir los barquillos, le dieron un topetón que hizo caer las bolas del helado sobre él. Ramiro giró, vio a una muchacha, que inmediatamente se disculpó y, a su lado, a Miguel, uno de sus buenos amigos del liceo.

Se sentaron los cuatro en una mesa, se pusieron al día contándose lo que había sido de sus vidas en los últimos años. Miguel contó que se había recibido de abogado y que estaba entrando al mundo de la política; Ramiro le dijo que dentro de muy poco partiría a Italia. En un momento en que Miguel fue al baño, Sylvia, la joven que lo acompañaba, le pasó un papelito a Ramiro donde estaba escrito un número telefónico y un “llámame”.

Ramiro le envió un WhatsApp a Sylvia y quedaron de reunirse en una plaza muy cerca de la heladería. Fue a la reunión muy intrigado, pero todo fue muy agradable; la conversación fue muy fluida y daba la impresión de que se habían conocido hacía muchísimo tiempo. Se despidieron con un simple adiós, pero se prometieron seguir comunicados.

Ramiro se sintió bien, nunca había tenido una experiencia de ese tipo, en otras condiciones estaba seguro de que muy pronto se hubiera enamorado. Puso paños fríos en su cabeza, sabiendo que en dos semanas más partiría por mucho tiempo.

Para su sorpresa, Sylvia lo invitó a un aperitivo a su departamento. Todo marchó lindo, a las ocho de la noche ya llevaban cada uno dos piscolas y una hora después compartían la cama.

Al regresar a su casa se sintió caminando en las nubes, se pellizcó preguntándose si era cierto lo que había ocurrido. Fue la última vez que se vieron, después compartieron lindos mensajes telefónicos.

Nunca las despedidas fueron alegres, pero en este caso Ramiro consideró que su mamá estaba tranquila, muy consciente de que la partida era lo mejor para su hijo.

Duros primeros meses tuvo que soportar en Milán, sin contactos ni conocer el idioma. Al tercer mes logró trabajar en una tintorería como operador de máquinas, lo que fue un alivio para no comerse la plata que le quedaba y también poder enviarle algo a su madre.

La comunicación con Sylvia se había cortado y le pareció bien, lo mejor era romper todo vínculo con ella y con Chile. Un día recibió un WhatsApp donde ella le contó que estaba embarazada. Se puso pálido, pidió el día para irse a la pieza donde vivía. Repasaba lo acontecido, se preguntaba cómo tanta coincidencia; por otro lado, le emocionó la idea de que iba a ser papá. Le contestó preguntándole si estaba segura; aunque pensó que era bien tonta la pregunta, igual lo hizo.

En los siguientes meses no tuvieron comunicación. Al octavo mes de esa noche apasionada, Sylvia le pidió plata: necesitaba comprar todo lo necesario para recibir a la guagua y le adjuntó una foto mostrándole una abultada panza, lo que a Ramiro lo conmovió y, sin dudar, le hizo una transferencia de todo su sueldo de ese mes. Tiempo después recibió una nueva foto de una guagua con un escrito: Hola, papá, mándame plata. Esta frase lo desconcertó, pero sintió que debía responder y así lo hizo sagradamente todos los meses. Aunque la comunicación con Sylvia era nula, cada cierto tiempo recibía fotos mostrando cómo crecía el bambino. Con tristeza se dio cuenta de que todos sus planes de ahorro se habían ido al tacho.

Le había prometido a su madre que volvería a visitarla cuando cumpliera tres años de su partida, lo que cumplió. Le escribió a Sylvia: Iré a Chile. No recibió respuesta.

Tuvo un emocionante encuentro con su madre. Al día siguiente fue al departamento donde vivía Silvia, nadie respondió. Un vecino le informó que se había ido hacía tiempo. No supo qué hacer, por primera vez se preguntó si era cierto lo del embarazo y si él sería realmente el papá de la guagua.

Fue a la sede del partido político donde militaba su amigo Miguel, pensando que él podría ser el único que le diera información. En el comando le dijeron que concurría habitualmente, pero que no tenía horario. Se quedó todo el día haciéndole guardia, no tuvo suerte. Con angustia y desesperación regresó al día siguiente y, cuando creía que ya no vendría, vio venir a una pareja. Estaba seguro de que era Miguel acompañado de Sylvia.

Sintió la aceleración de los latidos de su corazón, pero no perdió la calma, se acercó, Miguel lo saludó cariñosamente y le presentó a su señora; ella, compungida, le dio la mano y se excusó diciendo que debía entrar a una reunión, pero lo dejó muy invitado para que le contara sus andanzas por Europa.

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