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Prólogo La aventura como recurso

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Cuando niño, mi pasión por los libros era más bien débil, por no decir inexistente. Me costaba mucho entusiasmarme con las lecturas que el colegio imponía y tampoco tenía a mano una biblioteca exuberante en la que pudiera perderme para encontrar ese libro diferente, capaz de volarme la cabeza. A eso se sumaba una pasión distinta que, con muy pocos años, había estallado en mí: el fútbol. Mis horas libres las consumía corriendo detrás de una pelota. Soñaba dribleando jugadores, marcando un gol como en ese tiempo pudo haberlo hecho Carlos Caszely, gritando junto a la barra con los puños apretados y la boca deformada por la emoción. Si algo leía con gusto era la revista Barrabases; cuando no, la revista Estadio, que alimentaban a partes iguales mi imaginario futbolístico. No me animaba mucho la imagen de un niño leyendo con el gesto concentrado y el cuerpo inmóvil. A las claras prefería la otra, la de un cuerpo en movimiento, la frente sudorosa y la mente despierta intentando anticiparme a los movimientos del rival del turno. Sin embargo, todo cambió cuando un profesor me explicó que leer era como hacer un viaje o vivir una aventura, que había que entrar en los libros como el explorador que se interna en una selva desconocida o en un mundo perdido. «Y es tan fácil viajar así, solo basta con abrir un libro y dejarse llevar por las páginas», dijo el profesor.

Aquello obró en mí como una epifanía. Desde entonces, los libros se convirtieron en mundos en los que yo me interno con la excitación y la curiosidad de los exploradores de antaño, como Livingstone pudo hacerlo en el corazón de África; como Scott y Amundsen, en el Polo Sur, o George Mallory y Andrew Irvine, en el Everest.

Ese descubrimiento me transformó en un lector converso, pero también me llevó a exigir a toda historia que leo la necesidad del viaje, la obligatoriedad de la aventura.

Escribo esto precisamente porque los cuentos de Julio Calisto tienen encarnados en su ADN el viaje y la aventura. No importa la naturaleza de ese viaje, da igual si el cuento versa sobre una vicisitud amorosa –como ocurre en «Ramiro el italiano»– o si trata del intento por llegar a la cima de un cerro –como ocurre en «Ascenso», donde los protagonistas buscan conquistar la cumbre del Ojos del Salado–, invariablemente la prosa y el imaginario de Julio se conjugarán para sacarnos de nuestro mundo y llevarnos a viajar por el suyo en una experiencia que el lector agradecerá.

La propuesta narrativa de Julio es simple, no echa mano a tramas enrevesadas ni se ocupa de incluir excesivos juegos literarios. Para él, un cuento es un espacio que debe ser llenado por una historia, y el primer mandamiento al que él adscribe como autor es que en esa historia ocurran cosas. Y en ese plan, Julio tiene el oficio para enganchar al lector y mantenerlo en vilo a lo largo de todo el cuento. En «El boxeador», por ejemplo, un joven viaja a Canadá siguiendo los consejos de un tío que le habla maravillas de ese país. Una vez ahí, socorre una muchacha dominicana a la que tres delincuentes intentaban asaltar. Gracias a las clases de boxeo que le enseñara su padre, el muchacho se las arregla sin problemas con el trío, y la muchacha se lo agradece con tanta efusividad que terminan emparejados. Pero de ahí en más la vida del muchacho al lado de la señorita se complicará, secuestrando el interés del lector que tendrá que llegar hasta el final para saber cómo se resuelve la historia. Los cuentos de Julio están llenos de peripecias, siempre pasa algo.

Por otro lado, la mayoría de las historias que encontrarán en este volumen tiene un asidero real: o las vivió Julio, o conoció a un amigo que le tocó vivir algo parecido, o lo leyó en un diario o una revista. Claro, no tal cual él las cuenta, porque en el proceso de escritura la imaginación mete su cola y Julio se deja llevar, mechando episodios biográficos con aquellos que las musas le susurran al oído mientras escribe. Recuerdo la sorpresa de todos sus compañeros del taller de escritura de Vitamayor –donde nos conocimos, yo como profesor, y él como alumno– cuando confesó que el cuento «La princesa del Nilo» se originaba en un suceso real vinculado a su familia. Y así ocurrió también con otros cuentos.

En este sentido, las experiencias que Julio desarrolla en sus cuentos responden, de alguna manera, a su espíritu curioso que lo ha llevado a emprender diferentes aventuras, sobre todo deportivas, a lo largo de su vida. Más allá de haberse graduado como ingeniero civil mecánico en la universidad, Julio ha sido también rugbista, maratonista, triatleta, montañista y actor. Por lo mismo, a nadie debería extrañar entonces esta nueva cruzada que ha emprendido, la de la escritura.

Los invitó a leer estas historias, a dejarse llevar por ellas, por el imaginario de Julio, por sus mundos interiores y exteriores vaciados con tanta gracia en cada uno de sus cuentos. Como alguien dijo por ahí, una vida no contada no es vida. Y aunque estos textos no sean necesariamente autobiográficos, la vida de Julio se asoma cada tanto entre las líneas de sus historias. Vengan a compartirla con él, vengan a vivirla con él, será una linda aventura.

Marcelo Simonetti, periodista y escritor.

Relatos de lo cotidiano

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