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Efraín, el justiciero

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Mi madre tenía el control absoluto de la casa. Si alguien hacía algo que no le parecía correcto, la sanción no se demoraba en llegar, pero también entregaba cariño a los que cumplíamos. Escuchábamos con atención las experiencias de un primo de ella que era carabinero y nos entreteníamos mucho con sus cuentos.

A los 16 años tenía muy claro lo que quería ser.

Terminé la enseñanza media a los 18 años y rendí la PSU, con ella cumplía todos los requisitos necesarios para postular: chileno, soltero y 1.72 metros de altura. Fui aceptado en la escuela de suboficiales, de donde egresé con honores después de un año y medio. Fui destinado a una comisaría en la orilla del lago Llanquihue, lugar cercano a la casa de mis padres.

La experiencia fue enriquecedora y en los años que estuve allí nunca tuve problemas, la gente era buena y la autoridad se respetaba. Cuando iba a ver a mis taitas, la comunidad me recibía con alegría.

Llevaba dos años en el cargo cuando fui ascendido a cabo y me otorgaron un curso de control de carreteras. Luego fui trasladado a una comisaría en un pueblo grande, según mi cálculo, en la orilla de la ruta 68, que conecta Santiago con Valparaíso. Fui asignado a controlar la circulación de los automóviles en esa autopista.

Eran muchos los que no respetaban la velocidad máxima de los 120 kilómetros por hora, si apenas terminaba de escribir un parte, tomaba la pistola con la que fiscalizaba y a los pocos minutos ya encontraba un nuevo infractor. Eran geniales las diferentes actitudes de los conductores, unos se ponían prepotentes, otros bajaban el moño aceptando su culpabilidad y otros intentaban dar variadas excusas que yo, por mi formación, muy pocas veces acepté.

Supimos que el juez respaldaba nuestro trabajo y por ese motivo había adquirido fama de intratable. Nos sentíamos orgullosos al ir comprobando que con el tiempo poco a poco se fue respetando la velocidad máxima permitida.

En una ocasión tuve una triste experiencia: cuando detuve a un auto que venía a más de 150 kilómetros por hora, el chofer fue insolente y me dijo que trasladaba a una persona muy importante, quien ni siquiera levantó la vista para observar lo ocurrido. No dudé, le pasé el parte con agravantes de falta de respeto. No conocía hasta ese momento esas actitudes de prepotencia.

Habían pasado pocas semanas de ese lamentable suceso cuando nuevamente, por la misma infracción, detuve al mismo auto. El chofer me gritó diciéndome que por mi culpa había salido en la prensa un artículo en contra de los honorables que transitaban a mayor velocidad de la permitida; yo, inmutable, le solicité los documentos. En ese momento se bajó el pasajero, quien me dijo ser un importante miembro del congreso que tenía muchas responsabilidades, que no estaba dispuesto a que un simple paco lo molestase en su trabajo; todo esto dicho con tremendos aires de suficiencia. Impertérrito le manifesté que mi obligación era hacer la denuncia al tribunal y le solicité respeto a mi investidura. De nada sirvió, quizás fue para peor, su furia fue en aumento y me agredieron tratando de recuperar el carné del chofer que tenía en mi poder. Afortunadamente recibí ayuda de mi compañero, los redujimos, los esposamos y los llevamos detenidos al cuartel, el cual solo pudieron abandonar después de varias horas.

Me sentí orgulloso de hacer bien mi trabajo, pero desde ese día mi carrera policial se vio truncada; en la institución perdí todo apoyo, por lo que preferí renunciar.

Estuve deprimido por meses y sin saber hacia dónde caminar y en qué creer. ¡Qué injusticia más grande!, me faltaba tan poco para ser ascendido a sargento.

Seguía perdido cuando afortunadamente recibí un llamado de una municipalidad de la quinta región, donde se enteraron de mi historia y de mi forma de ser y me ofrecieron trabajo: sería el encargado de examinar a las personas que postulaban para obtener carné de conducir.

Nuevamente creo haber desempeñado bien mi pega: era exigente y justo, siempre les hacía hincapié en cuanto a respetar la velocidad máxima en carretera y en la ciudad, ya que esa era la principal causa de accidentes graves que dejaba muertos y heridos, y de paso les agregaba que no olvidaran circular por la derecha.

Habiendo logrado tranquilidad emocional y económica, me enamoré y formé familia.

Cuando recordaba lo ocurrido, me decía:

–Efraín, ten fe en la justicia, esta demora, pero llega.

Así fue como a los pocos años el congresista de mi conflicto fue desaforado y enjuiciado por múltiples faltas a la ética. De regalo extra y en reconocimiento a la injusticia que se había cometido conmigo, fui llamado a reincorporarme a la institución que con tanto amor había abrazado.

Me excusé diciendo que estaba casado.

Con los nuevos tiempos, y la influencia de mi madre, he aplicado la misma rigurosidad en la enseñanza de mis hijos, la que ha sido una pálida muestra comparada con la que yo recibí.

Cuando nos fue posible, nos asociamos con mi señora e instalamos una escuela de conductores, mi currículo nos permitió ser atractivos y exitosos. A mí me gusta mucho, porque ahí puedo expresar mi verdadera personalidad: riguroso e inflexible, convencido de que en nuestro país eso es lo que se necesita.

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