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VII
LAS CASAS
ОглавлениеNo se puede vivir en Madrid—me dice un amigo—. ¿Por qué no hace usted un artículo contra las casas?
—Porque es imposible—le contesto—. ¿Cómo quiere usted que yo haga un artículo contra las casas en un sitio donde no las hay?
Pero, bien mirado, si en Madrid hubiera casas, no se necesitaría escribir contra ellas. Todos los defectos de las casas de Madrid se condensan en uno solo: el de la escasez. Como no puede mudarse, el inquilino tiene que transigir constantemente. Las casas madrileñas son malas y son caras porque son pocas. Claro que el Gobierno podría intervenir en este asunto; pero yo confío más en una nueva epidemia que reduzca a un cincuenta por ciento la población de nuestra capital.
¡Las casas de Madrid! Hace tiempo que yo me lancé a buscar una, y no recuerdo haber experimentado jamás mayores vejaciones.
—¿Hay calefacción?—le pregunté a la portera de un inmueble donde se alquilaba un cuarto piso.
Esta hipótesis pareció ofender gravemente la dignidad de aquella mujer.
—No, señor—me contestó con orgullo—. Aquí estamos a la antigua española...
Y, cuando yo llegaba ya a la esquina, después de haberme despedido, la portera me hizo volver sobre mis pasos.
—¿Qué ocurre?—exclamé.
—Que ni calefación ni tampoco cuarto de baño—me respondió.
Dicho lo cual, la buena señora me dejó plantado. En su cara se leía esa satisfacción que produce siempre el hecho de darle una lección a alguna persona impertinente.
Entonces me dediqué a explorar los barrios extremos, donde hay edificaciones modernas. Tan modernas son estas edificaciones, que la madera de que están construidas, todavía verde, se dilata con voluptuosidad a los primeros efluvios de la primavera. Bajo el barniz de muñeca se siente circular la savia, y uno—hombre urbano y prosaico—teme que las puertas se le cubran de follaje y que los pájaros vengan a hacer sus nidos en el pasillo. Todas estas casas tienen ascensor, y todos estos ascensores tienen un letrero que dice: «No funciona.» En una, sin embargo, el ascensor carecía de letrero, lo que me hizo pensar muy mal del servicio.
—Esta casa es la que no funciona bien—me dije.
Y, dirigiéndome a la portera, la interrogué sobre el particular. Me había equivocado. El ascensor marchaba admirablemente, y para demostrármelo, la portera me aseguró que tres días antes, aquella perfecta maquinaria había matado al inquilino del tercero.
—Por eso tenemos el piso libre—añadió.
La historia del piso no era muy seductora; pero un inquilino tiene que estar en Madrid dispuesto a todo.
—¿Y cuánto renta el piso desocupado?—inquirí.
—Rentaba treinta duros; pero lo han subido a treinta y ocho. ¡Qué quiere usted! Es un piso muy bueno y tiene un ascensor magnífico...
Decididamente, no nos queda más esperanza que la de una epidemia que acabe con la mitad de los vecinos de Madrid. Claro que si esta epidemia atacase tan sólo a los caseros, no se necesitaría que muriese tanta gente.