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EXPERIENCIAS DE UN ATROPELLADO

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Un amigo mío ha sido atropellado por un automóvil.

—He tenido que pasarme quince días en cama—me decía este amigo, contándome el percance—; pero ahora no les quedará más remedio que darme una indemnización.

—¡Error profundo!—exclamé yo—. Lejos de valerte una indemnización, el atropello te costará un ojo de la cara. Yo también he sido atropellado—añadí con orgullo—, y gracias a que la cosa me cogió con algún dinero. Si llego a encontrarme desprevenido, a estas horas me tendrías aún gimiendo amargamente en el fondo de una mazmorra.

Y para convencerle, le conté al amigo mi experiencia personal. Fue en Barcelona, hará cosa de unos dos años. Estaban conmigo Luis Bello, Eugenio Xammar, Wenceslao Fernández Flórez, Gregorio Martínez Sierra y Anselmo Miguel Nieto, cuando un automóvil me atropelló en la calle del Conde del Asalto. El automóvil llevaba una velocidad justa para atropellar a los transeúntes, pero que, con arreglo a las Ordenanzas municipales, resultaba excesiva. Fui transportado a una farmacia, y mientras me curaban, apareció el chauffeur, bastante indignado. El chauffeur pretendía que su automóvil no había chocado conmigo, sino al contrario, que yo había chocado con su automóvil.

—Usted—gritaba—se ha echado encima de nosotros.

—Pero ¿con qué objeto?—le preguntaba yo.

A lo cual el chauffeur hacía un gesto vago como diciendo:

—¡Lo ignoro! Seguramente sería algún objeto inconfesable...

En vano yo le hacía observar al chauffeur que al atravesar la calle del Conde del Asalto ni yo ni ninguno de mis amigos llevábamos exceso de velocidad. El chauffeur insistía, y los espectadores comenzaban a sospechar que yo era un hombre cruel dedicado a atropellar por gusto automóviles indefensos.

De la farmacia nos fuimos a la Casa de Socorro, y de la Casa de Socorro a la Comisaría. Entablé mi reclamación y me fui a la cama, donde, a los quince días, recibí una comunicación del Juzgado de Atarazanas.

—Por fin ha llegado la mía—pensé.

Pero, al leer la comunicación, sufrí un horrible desengaño. El juez me citaba a las nueve de la mañana para ver el estado de mis heridas, y me amenazaba, en caso de que yo no acudiese a la cita, con una multa, con la prisión o con el castigo «a que hubiese lugar»... Yo soy un trasnochador impenitente. Para hacerme levantar temprano se han ensayado conmigo todos los procedimientos, desde el despertador de campana al jarro de agua fría; pero el de la multa y el de la prisión eran totalmente inéditos. ¿Qué iba a ser de mí si no me levantaba? Y todo porque en un momento de distracción me había dejado atropellar por un automóvil...

Le escribí al juez informándole de mis costumbres. «Además—le decía—, ¿para qué quiere usted ver mis heridas? Si están curadas, no vale la pena de que usted las vea, y si no lo están, me será difícil abandonar la cama para ir a enseñárselas a usted. En realidad de verdad, debo comunicarle a usted que mis heridas son bastante leves, por lo cual espero que no me tratará usted con excesivo rigor. Me he dejado atropellar, lo reconozco; pero he procurado que me atropellasen lo menos posible, y mi delito no tiene, por lo tanto, una gran importancia. En lo sucesivo, haré todo cuanto esté en mis manos para que no vuelvan a atropellarme.»

Ignoro si esta carta llegó a poder del juez, pero yo recibí una segunda citación mucho más conminatoria que la primera. Me vi ya en presidio. Me vi deshonrado para toda la vida, y huí abandonando cuanto tenía entre manos.

Y luego de relatarle estos hechos al amigo que me los recordó, le dije:

—Desengáñate. Cuando en este país le atropellan a uno, no hay más remedio que callarse. Si uno no se calla, los atropelladores, para justificar el atropello, vuelven a atropellarle. A veces le atropellan a uno los chauffeurs. A veces, los ministros. Si quieres que no te atropellen, yo sólo veo un camino para ti: el de que te conviertas, a tu vez, en atropellador.

La rana viajera

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