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V
EL TIEMPO Y EL ESPACIO

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Tengo un asunto urgente a ventilar con un amigo. Desde luego, el amigo se opone a que lo ventilemos hoy.

—¿Le parece a usted que nos veamos mañana?

—Muy bien. ¿A qué hora?

—A cualquier hora. Después de almorzar, por ejemplo...

Yo le hago observar a mi amigo que eso no constituye una hora. Después de almorzar es algo demasiado vago, demasiado elástico.

—¿A qué hora almuerza usted?—le pregunto.

—¿Que a qué hora almuerzo? Pues a la hora en que almuerza todo el mundo: a la hora de almorzar...

—Pero ¿qué hora es la hora de almorzar para usted? ¿El mediodía? ¿La una de la tarde? ¿Las dos...?

—Por ahí, por ahí...—dice mi amigo—. Yo almuerzo de una a dos. A veces, me siento a la mesa cerca de las tres... De todos modos, a las cuatro siempre estoy libre.

—Perfectamente. Entonces podríamos citarnos para las cuatro.

Mi amigo asiente.

—Claro que, si me retraso unos minutos—añade—, usted me esperará. Quien dice a las cuatro, dice a las cuatro y cuarto o cuatro y media. En fin, de cuatro a cinco yo estaré sin falta en el café. ¿Le parece a usted?

Yo quiero puntualizar:

—Digamos a las cinco.

—¿A las cinco? Muy bien. A las cinco... Es decir, de cinco a cinco y media... Uno no es un tren, ¡qué diablo! Supóngase usted que me rompo una pierna...

—Pues citémonos para las cinco y media—propongo yo.

Entonces, a mi amigo se le ocurre una idea genial.

—¿Por qué no citarnos a la hora del aperitivo?—sugiere.

Hay una nueva discusión para fijar en términos de reloj la hora del aperitivo. Por último, quedamos en reunirnos de siete a ocho. Al día siguiente dan las ocho, y claro está, mi amigo no comparece. Llega a las ocho y media echando el bofe, y el camarero le dice que yo me he marchado.

—No hay derecho—exclama días después al encontrarme en la calle—. Me hace usted fijar una hora, me hace usted correr, y resulta que no me aguarda usted ni diez minutos. A las ocho y media en punto yo estaba en el café.

Y lo más curioso es que la indignación de mi amigo es auténtica. Eso de que dos hombres que se citan a las ocho tengan que reunirse a las ocho, le parece algo completamente absurdo.

Lo lógico, para él, es que se vean media hora, tres cuartos de hora o una hora después.

—Pero fíjese usted bien—le digo—. Una cita es una cosa que tiene que estar tan limitada en el tiempo como en el espacio. ¿Qué diría usted si habiéndose citado conmigo en Puerta del Sol, se enterase de que yo había acudido a la cita en los Cuatro Caminos? Pues eso digo yo de usted cuando, habiéndonos citado a las ocho, veo que usted comparece a las ocho y media. De despreciar el tiempo, desprecie usted también el espacio. Y de respetar el espacio, ¿por qué no guardarle también al tiempo un poco de consideración?

—Pero con esa precisión, con esa exactitud, la vida sería imposible—opina mi amigo.

¿Cómo explicarle que esa exactitud y esa precisión sirven, al contrario, para simplificar la vida? ¿Cómo convencerle de que, acudiendo puntualmente a las citas, se ahorra mucho tiempo para invertirlo en lo que se quiera?

Imposible. El español no acude puntualmente a las citas, no porque considere que el tiempo es una cosa preciosa, sino, al contrario, porque el tiempo no tiene importancia para nadie en España. No somos superiores, somos inferiores al tiempo. No estamos por encima, sino por debajo, de la puntualidad.

La rana viajera

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