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XI
LA JUERGA HEROICA
ОглавлениеAntes de la guerra europea no había cabarets en Madrid ni parecía que pudiese nunca llegar a haberlos. Cuando varios hombres coincidían de madrugada en un mismo restaurant, solían lanzarse unos contra otros en batallas más o menos descomunales. La juerga tenía entonces entre nosotros un sentido heroico que la ennoblecía. Para tomarse una ración de calamares pasadas las doce de la noche, hacía falta un ánimo sereno, a más de un estómago excelente, y aunque algunos fisiólogos sostienen que estas dos cosas van juntas y que el valor se deriva del buen funcionamiento gástrico, yo sé de muchísimas personas que se han acostado con hambre en Madrid, no por carecer de dinero, sino por carecer de arrojo. Los dueños de restaurants nocturnos veíanse obligados a dividir sus establecimientos en una especie de compartimientos estancos a fin de contener el ímpetu de los comensales. Cada uno de aquellos compartimientos era algo así como una pequeña fortaleza en donde el trasnochador se encontraba relativamente a salvo de agresiones. El juerguista madrileño tenía que atrincherarse con la elegida de su corazón. ¿Cómo concebir, en aquellos tiempos belicosos, que llegase un día en el que los madrileños pudieran mezclarse en una sala bien iluminada donde hubiese weine, weibe und gesang, esto es, vino, mujeres y canciones?
Pero estalló la guerra, y a medida que se cerraban cabarets en Europa, comenzaron a abrirse cabarets en Madrid. Es decir, que los españoles dejamos de pelearnos precisamente cuando empezaba a pelearse todo el resto de la Humanidad... Por aquel entonces llegué yo a Madrid, y una noche, en un restaurant, me quedé asombrado al ver que los hombres no se arrojaban unos a otros objetos de vidrio ni de porcelana. ¡Y eso que, indudablemente, todos estaban allí de buen humor y todo el mundo tenía ganas de divertirse!... Había en el restaurant unas cuantas francesas que, tratadas algo a fondo, resultaban ser de Zurich o de Rotterdam; había otras mujeres que se declaraban vienesas, pero sin darle a esta declaración un carácter irrevocable, porque si uno insistía, decían que habían salido muy chicas de Viena, y que, «en realidad», eran de Dresde o de Leipzig. Estas mujeres venían a constituir algo así como la resaca de Europa. La guerra las había arrojado a estas playas pintorescas, y aquí siguen, ya algo familiarizadas con las costumbres de los indígenas.
Y a estas mujeres—una docena escasa que forman la base de todos los cabarets que se inauguran en Madrid y que son siempre las mismas en el espacio, ya que no puedan serlo en el tiempo—es a las que se debe esta transformación radical que se ha operado en nuestras costumbres. Gracias a ellas, uno puede entrar hoy de noche en cualquier café sin revólver, llave inglesa ni bomba de mano. La menos parisiense, la menos vienesa, la menos joven y la menos elegante de todas ellas, ha hecho más para identificarnos con Europa que todos los profesores que han venido aquí en viaje de propaganda. Y yo creo firmemente que sería cosa de pensionarlas o, por lo menos, de darles una condecoración.