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ОглавлениеPor Santiago Páez
Hay distintas perspectivas para acercarnos al gran tema cultural de la cocina, del preparar y comer los alimentos. Roland Barthes, más como escritor deslumbrante que como semiólogo, nos recordaba que sabor y saber tienen el mismo origen etimológico, ambos términos están relacionados con la noción del discernimiento, están asociados con la idea de la discriminación de los componentes del mundo. Actuamos y transformamos la realidad que nos rodea porque somos capaces de asumir el cosmos en el proceso de asociar o disociar sabores o saberes: sin esa capacidad de discriminación, enfrentaríamos el caos, el desorden en el que naufraga el pensamiento, la muerte, en suma.
Esa acción de distinguir los componentes de la realidad, para luego asociarlos en construcciones humanas, es el gesto inicial de la cultura y es, también, el acto que caracteriza al creador –científico o artístico–, a la mujer o al hombre que sin resignarse a las limitaciones del mundo natural, social o cultural que le ha tocado vivir, recombina algunos de sus elementos para generar algo nuevo: una ecuación matemática, un poema, una sonata, un bodegón, una catedral o un plato de sopa.
Junto a esta perspectiva tan fuerte, desde la que podemos interpretar la comida como creación, se han hilvanado otros discursos menos afortunados que han visto todo lo relacionado con el cocinar y el comer como expresiones culturales cuyo valor es su calidad de autóctonas: Hay una visión acartonada que vincula los alimentos con una tradicionalidad social e histórica, y que los ata a un nacionalismo exaltado y populista. Es en este contexto que la cocina nacional se convierte en hito de identidad ecuatoriana, en parte de nuestra calidad medular de ecuatorianos, en una supuesta expresión de las más íntimas cualidades de un espíritu del pueblo que emanaría de la tierra que nos ha visto nacer. Hallamos esta perspectiva en los discursos institucionales y en los medios de comunicación de masas.
Un discurso como el descrito, que llega a la sensiblería y a la exaltación patriotera, soslaya la verdadera intensidad del hecho culinario en la cultura, en la cotidianidad y en la vida de todo un pueblo. Esta fuerza, ventajosamente, ha sido percibida con claridad y expresada con justeza por dos tipos de pensadores sociales: los etnólogos y los poetas.
Un ejemplo poderoso de la manera en que los poetas nos han inventado y entregado el tema de los alimentos, nos lo brinda el Julio Pazos, en un texto de su obra Levantamiento del país con textos libres, titulado "SANCOCHO", caldo al que se refiere el autor en varias páginas de este libro:
SANCOCHO
La hora de partir no llega.
La parte de la vida de espaldas a la nada es mayor.
En la madrugada, las cimas navegan en las nubes y
sólo nosotros
Con luces en los ojos.
El sancocho nos libera de las garras del partir.
Con ritmo secreto se precipita el caldo
Y ni siquiera fugaces trenes subterráneos,
Sangrantes cuchillos,
Nos asustan.
Una ola nos levanta y vamos de rodillas.
Ocarinas rompen el azófar del medio día.
¿Qué papel cumple el alimento –concretamente, el sancocho- en este poema? Está claro: nos libera de la muerte, de esas “garras del partir”, de esos “sangrantes cuchillos”. El preparar los alimentos y el comer, queda asentado en la anteriores líneas poéticas, es una forma –colectiva y entrañable– de exorcizar la muerte.
Pero la cocina es más, y Julio Pazos –aproximándose al pensamiento etnológico– nos muestra en este libro y en otros valiosos trabajos suyos de esas otras riquezas de lo culinario. En un texto de hace varios años, por ejemplo, nos informa que para hacer puchero, sopa tradicional ecuatoriana –que se cocina en los meses de febrero y marzo de cada año- hacen falta: 25 trozos de pollo grande, 1 kg. de res, 1 kg. de espinazo de cerdo, 1 kg. de chorizo, 500 grs. de garbanzo, 200 grs. de arroz, 240 grs. de tapioca, 12 zanahorias blancas (arachatas), 12 camotes, 3 hojas de col, ramas de cebolla blanca, 1 cucharadita de pimienta, 4 cabezas de ajo, ramas frescas de orégano, 1 rama fresca de albahaca, achiote al gusto, 60 grs. de manteca de cerdo, 60 grs. de mantequilla, 1 trozo de raspadura, 6 clavos de olor, 25 duraznos, pelados y cortados en cruz, 25 peras uvillas, 4 plátanos maduros cocinados con su cáscara y luego pelados y troceados, 3 membrillos medianos pelados y troceados (se conserva el agua de su cocimiento), 300 gramos de ciruelas pasas, 1 rama de canela, sal al gusto1.
Con estos veintisiete componentes, y luego de una larga labor, se prepara una de las sopas más deliciosas del mundo. ¿Cuál es el monto descomunal de trabajo necesario para producir y combinar esos veintisiete ingredientes? ¿Qué implicaciones culturales y sociales tiene este trabajo enorme?
Cada uno de los productos citados reclama de jornadas y jornadas de trabajo en crianza y faenamiento de los animales, en la siembra, en el tratamiento de las materias primas e insumos, en el transporte y circulación de los productos y en su elaboración final; hasta la disposición de los platos es laboriosa: “Cuidar que en cada plato vaya un trozo de cada ingrediente y por supuesto, una pera y un durazno”2. En la mesa, pues, en cada cucharada de nuestros alimentos, preparados con más o menos primor, cada día, confluyen los trabajos y las inteligencias de miles de hombres y mujeres ecuatorianos. Es ésta la riqueza a la que nos referíamos: en la cocina se condesa la experiencia productiva y creativa que nos constituye.
Con este libro –como lo ha hecho con sus poemarios– Julio Pazos no sólo hace una verdadera etnografía de la cocina de nuestro país, nos da también algo más hondo: nos muestra las matrices de pensamiento que ordenan nuestra apropiación del mundo, a partir de las estructuras que tiene nuestra culinaria.
1 Julio Pazos, Recetas criollas, Quito, Corporación Editora Nacional, 1991, p. 147. Pazos, además de ser un esforzado productor de poesía, ha trabajado, incansablemente, en la recuperación de la cultura gastronómica tradicional de nuestro país.
2 A. Darío Lara, Viajeros franceses al Ecuador en el siglo XIXI, Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1972.