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Capítulo III:

Tira y afloja

Cruz bajó la cabeza y se quedó pensativo y en silencio. Recorría con la pupila las grecas de la alfombra, apretaba la mandíbula y los maxilares aumentaban el tamaño de su cara por los laterales de la cabeza, bajo las orejas. Con la mano izquierda se sujetaba la derecha, que a medida que avanzaba el relato había comenzado a temblar. Los recuerdos de aquella escena hacían que se estremeciera, los pelos de brazos y piernas se le erizaban.

Wilson carraspeó y le llamó por su nombre varias veces para sacarle del trance. Cruz volvió a fijar su mirada en él pero muy de manera pausada y, al hacerlo, Wilson creyó que no le reconocía. Sus ojos estaban vacíos, clavados en él mas sin llegar a verle.

—¿Te encuentras bien, Cruz?

Cruz pareció volver a la realidad.

—Sí, sí —repitió la afirmación como si se estuviera convenciendo a sí mismo de ello.

Wilson se mordió el labio superior mientras en el interior de su cerebro sopesaba lo que estaba ocurriendo. Se fijó en el pie de Cruz, que se movía de arriba a abajo como si en la suela de la pantufla hubiera un muelle que lo hiciera saltar a una velocidad vertiginosa.

—Me vienen malos recuerdos a la cabeza… Hacía mucho tiempo que no hablaba de esto con nadie —confesó Cruz. Movía los dedos inquieto.

Wilson se levantó las gafas y se frotó los lacrimales con la misma mano. Suspiró emitiendo un resoplido bastante sonoro y cedió:

—Cambiemos de tema por un momento, aunque después me vendría bien que volviéramos al asunto del cadáver. ¿De acuerdo?

Cruz se lo agradeció con palabras inaudibles, expulsadas a borbotones y de un solo golpe de voz. Wilson supo lo que decía porque le leyó los labios.

—¿Cómo era Arturo Aguilar por aquel entonces?

Cruz titubeó y puso los ojos en blanco, no porque le aburriera la pregunta, sino porque quería elegir sus palabras con cuidado para ajustarse tanto como fuera posible a la realidad. Buscaba dar una descripción fiel de aquel desconocido al que conocía muy bien.

—Arturo Aguilar era una persona especial, tanto en sus aspectos buenos como en los malos. Obviamente todos tenemos nuestro lado oscuro y nuestro rostro amable y tierno. Arturo trataba de mostrar siempre el bueno. Él decía que quería ser justo y una gran persona, se preocupaba por los demás, pero creo que en el fondo tenía miedo de su parte oscura. Así que siempre intentaba ayudarnos. Nos preguntaba cómo nos trataba la vida, nos escuchaba (algo que no mucha gente sabe hacer) y se sacrificaba por sus amigos hasta el punto de pensar en su bienestar antes que en el suyo propio.

—Son todo alabanzas.

—No lo creas —corrigió Cruz—. Era muy listo: nada se le escapaba. Prácticamente se olía todo lo que fueras a contarle, como si ya lo supiera de antemano. Eso podía ser parte de sus virtudes, pero también era una maldición. Siempre quería saberlo todo, se volvió controlador y fue su curiosidad la que le metió en semejantes líos con aquellos asesinatos. La curiosidad no mató al gato entonces, pero lo destrozó.

Wilson anotaba con entusiasmo disimulado cada palabra que salía de la boca de Cruz. La punta de su boli se movía en círculos aleatorios como el coche de una montaña rusa. Cruz intentó asomarse a la libreta para ver qué escribía pero Wilson puso la mano encima de lo escrito de manera inconsciente, o al menos eso pareció.

—¿Se lo emparejó con alguna chica en aquellos tiempos?

—Digamos que no era hombre de una sola mujer —respondió Cruz volviendo a apoyarse en el respaldo de su asiento—. Tenía «amantes», como él las llamaba. Nunca hablaba de ellas. Nunca las conocí. La única prueba de su existencia eran las noches que él no pasaba en casa, varias a la semana, sin importar que al día siguiente hubiera o no clase. Si me preguntas por alguna relación, me temo que tampoco sabría decirte. En el fondo siempre creí que estaba enamorado de alguna chica de la universidad, pero él nunca soltaba prenda. Era muy celoso de su intimidad. ¡Menudo cabrón! —Cruz se rió al recordar las charlas sobre el amor que había mantenido en el salón de su piso con Arturo años atrás, los dos tumbados en el sofá.

Wilson se mordió el labio inferior y asintió con levedad, como si no esperara aquella respuesta. Cruz se preguntó qué sabría el inspector acerca de la vida amorosa de Arturo Aguilar.

—¿Todas las preguntas que me haces son relevantes? —curioseó Cruz, al que le invadió otra oleada de sospecha y desconfianza, aunque Wilson, que parecía tener más controlada la situación que el propio dueño de la casa en la que se encontraban, apaciguó aquel recelo:

—Aunque no lo parezca, todo tiene sentido. En cada detalle que compartas conmigo se esconde una respuesta que ata cabos en mi investigación —Wilson fijó sus ojos en los de Cruz con intensidad—. Confía en mí, por favor. Si lo haces, al final de todo esto, te contaré todo lo que quieras.

Cruz tragó saliva. Asintió con un breve «De acuerdo» y dejó que Wilson siguiera con su interrogatorio.

—Volvamos, si te parece, a la escena del crimen.

***

Arrodillada junto al coche, en busca de pistas, se encontraba una mujer de mediana edad, vestida con una gabardina marrón que llegaba hasta sus tobillos cuando estaba de pie y que se amontonaba en el suelo cuando se acuclillaba. Llevaba guantes de látex y husmeaba con sus manos el suelo bajo el coche. Se giró nada más encontrar lo que le pareció el arma del crimen: la hoja de una sierra circular. La mitad de los dientes metálicos estaba manchada de sangre. La superficie metálica se teñía de un color escarlata brillante con grumos negros por los granos de barro que se adherían a ella.

—¡Dionisio! —llamó a un hombre gordo, calvo y de ojos tristes, que se acercó trotando hasta ella— ¿Qué te parece?

—¿Crees que es el arma del crimen? —Dionisio se frotó una espesa barba que recubría la papada que unía su cabeza con el torso y que le impedía cerrarse el último botón de la camisa.

—Tiene toda la pinta —dijo la inspectora. Dionisio abrió una bolsa de plástico lo suficientemente grande como para que entrara la hoja y ella la introdujo. Después, Dionisio se marchó con el objeto y se perdió entre el resto de policías.

La inspectora, a la que entonces vimos con más claridad desde el lugar apartado en el que nos habían ordenado que esperáramos, se acercó hasta nosotros. Tenía la cara redonda y el pelo estropajoso recogido en un moño con mechones mal peinados. Sus ojos no parecían los de una policía intimidante, sino más bien los de un ama de casa dulce y amable. Su sonrisa era perfecta, con todos los dientes alineados y blancos, salvo un paleto que rompía la rectitud de la línea marcada por los demás. Cuando llegó hasta nosotros puso los brazos en jarra, con su bolso de imitación colgando de uno de sus brazos. Levantó la mano izquierda y con su dedo índice me señaló primero a mí y después a Arturo, cuyo semblante se mostraba impenetrable, como si no tuviera miedo, como si quisiera desafiar a la policía en vez de ayudarla. ¿Acaso desconfiaba de la policía? ¿Qué le estaría pasando por la cabeza?

—Inspectora Teresa Ros —se presentó de forma breve y sin perder un segundo empezó la ronda de preguntas—. ¿Quién ha llamado?

Yo levanté la mano. Entonces ella se dirigió a Arturo.

—Y tú te has quedado aquí custodiando el cadáver —afirmó la inspectora.

Arturo asintió sin emitir ni un mísero sonido.

—¿Has visto a alguien sospechoso acercarse o merodear por los alrededores?

Arturo frunció los labios. Se mordió el labio superior mientras dilucidaba si debía hablar y contar lo que sabía o no, chasqueó los dientes al decidir cuál era la opción correcta a esa disyuntiva y por primera vez desde que llegó la policía enunció una frase.

—Había… —se trabó y recomenzó la oración. Señaló al otro lado del campo embarrado de rugby— había alguien allí, cerca de la portería. Creo que tenía una cámara porque vi un destello, como si fuera un flash.

Sus palabras me sorprendieron más a mí que a Teresa Ros. Yo había estado con Arturo en todo ese tiempo y no había visto a nadie pero se sembró una duda en mí al pensar que tal vez lo podía haber visto cuando yo me había apresurado hacia la cabina de teléfono y lo había dejado a solas.

—Eso es muy interesante. —La inspectora se sacó un cuaderno de hojas de cuadros de su bolso y anotó todo lo que le habíamos dicho. Después llamó a su compañero— ¡Dionisio! ¡Este chico tiene algo interesante! ¿Cómo te llamas? —le preguntó a Arturo. Éste respondió y ella escribió su nombre en el cuaderno.

Dionisio se acercó tambaleante, no porque estuviera borracho o mareado, sino por las grandes dimensiones de su cuerpo, que le impedían moverse con naturalidad. Preguntó qué era lo que ocurría al llegar y Teresa Ros le enseñó el cuaderno para que leyera sus anotaciones.

—La «contable» ha llegado a la escena del crimen otra vez por lo que veo —comentó sarcásticamente. Arturo y yo nos miramos extrañados y la inspectora Ros respondió nuestra duda sin que nosotros tuviéramos necesidad de formular una pregunta.

—Me conocen como la «contable» por llevar el cuaderno a todas partes. Es una broma del cuerpo. Son peores que mis niños. —Teresa, la Contable, nos aclaró el porqué de su mote y le restó importancia al asunto. En aquellos tiempos, que una mujer fuera inspectora era muy inusual, así que supusimos que para sobrevivir en ese puesto dentro de una comisaría se deberían hacer oídos sordos ante las bromas de los compañeros y mucho más ante las de los superiores que seguro que no contenían sus lenguas ante la oportunidad de mofarse de una mujer policía.

—Debía de tener una cámara muy moderna para hacer la foto desde allí.

—¿Estamos cerca de la Facultad de Periodismo? —preguntó Teresa a Dionisio. Le dio unos golpecitos con el dorso de los dedos en la solapa del abrigo a su compañero y él meditó su respuesta.

—Está detrás del campo de rugby —dijo Arturo.

—Podría haber sido un estudiante de periodismo el que hizo la foto.

—Vamos a hacer un par de preguntas por allí. ¡A ver qué nos dicen! —La inspectora parecía entusiasmada con la idea de empezar a investigar un crimen. De hecho, no parecía nada afectada por la brusquedad de la escena— Y vosotros tendréis que ir a comisaría a dar parte de lo ocurrido. Ya sabéis, papeleo, tomaros declaración y todas esas cosas aburridas.

—Pero tenemos clase… —dije. Los exámenes se acercaban y no podía permitirme perder ninguna clase. Arturo sin embargo había asumido con mucha normalidad que tendríamos que ir a la comisaría, lo que me sorprendió porque pensé que intentaría escaquearse.

—Nosotros tenemos un cadáver, chaval. ¿Qué crees que es más importante? —respondió Dionisio brusco.

Me sentí estúpido cuando escuché al inspector. Nos dejaron bajo la supervisión de un agente de policía, que vestía el uniforme bajo una gabardina verde, para que nos llevara hasta la comisaría. Miré a mi alrededor mientras el agente me invitaba a caminar con su mano en mi espalda. La tranquilidad del escenario se había perdido y había comenzado el reinado del caos. Agentes de la policía forense buscaban pruebas en los lugares más recónditos del cuerpo, como bajo las uñas de los dedos, sin importar si eran de los pies o de las manos, o en los dientes. Otros miembros de la policía cercaban la escena del crimen e intentaban contener a la multitud de estudiantes y caminantes con perros que se acercaban para curiosear. Según nos aproximábamos a la cinta policial, muchos de esos curiosos sacaron cámaras y comenzaron a fotografiarnos, ejerciendo su oficio de periodistas. El policía que se nos había asignado me tapó la cara interponiéndose entre los destellos de las cámaras y yo. Arturo levantó el brazo flexionado y se tapó la cara como pudo, sin ayuda de nadie. Comenzamos a correr hacia el coche de policía y nos metimos lo más rápido que pudimos. Los periodistas comenzaron a perseguirnos mientras que el coche arrancaba. El policía tardó poco en darles esquinazo.

El viaje se hizo eterno, como si desconociera las calles por las que circulaba el coche policial. Miraba por la ventana y veía los edificios difuminados por la velocidad. De vez en cuando me fijaba en Arturo, que se mantenía en silencio, con el ceño fruncido y la mirada al frente, clavada en la nuca del conductor. Tal vez estuviera conmocionado por lo que había visto sobre aquel capó. Tal vez estuviera pensando en cómo sacarnos de aquel apuro de la forma más apropiada. Tal vez no pensara. Sus ojos parecían muertos: su pupila no se dilataba con los cambios de luz, o a mí no me parecía que lo hiciera. Odiaba no saber lo que pensaba. A Arturo un solo vistazo le hubiera valido para adivinar mis pensamientos. Sin embargo, su rostro era para mí el de una estatua de mármol, frío e indescifrable. Si Arturo no quería mostrar lo que sentía o pensaba, nadie podría averiguarlo. No sabría decir si era discreto o un buen mentiroso.

Cuando por fin llegamos a la comisaría, el agente aparcó y nos abrió la puerta para que saliéramos por el lado derecho uno detrás de otro. Nos guió hasta el interior del edificio, a la sala principal de la comisaría, que había sucumbido al caos: en el techo casi se podían ver las ondas de los tonos telefónicos chocarse entre sí; al bajar la mirada, un montón de cabezas, tanto de hombres como de mujeres de todas las edades, iban de aquí para allá con una ventana de fondo y una pared de color beige que ayudaba a iluminar la sala; ya con los ojos en el suelo, los zapatos, las botas y los tacones bailaban un vals descompasado sobre un suelo de mármol con granos plateados.

El agente Francisco Abad, así se había presentado, me separó de Arturo —al que sentaron al lado de un escritorio—, colgó su gabardina verde en un perchero cerca de la entrada y me metió en una sala oscura semejante al cuarto de un demente en un manicomio. Lo único que ofrecía un poco de luz amarilla era una bombilla colgando de unos cables con la goma reseca. En el centro de la sala, había una mesa de madera y en lados opuestos de la misma, dos sillas de madera sin reposabrazos. El agente Abad me hizo sentarme en una de ellas y me pidió con tono severo y autoritario que esperara allí.

—¿Por qué no entra Arturo también? —pregunté, aunque mis palabras cayeron al vacío sin respuesta.

Francisco Abad dio un portazo. Me encontré solo en un ambiente siniestro y sin saber qué estaba ocurriendo. Si tan sólo querían tomarnos declaración, ¿por qué me habían metido en una sala de interrogatorios? Me sudaban las manos y movía la pierna como reflejo del nerviosismo que me atormentaba. Busqué a mi alrededor dónde protegerme, un amigo o un familiar, hasta que me di cuenta de que sólo Arturo sabía dónde me habían metido. Lo único que me acompañaba eran unas gotas redondas de sangre sobre la mesa, lo que no ayudó a tranquilizarme, y mi reflejo en un espejo que había frente a mí. Había perdido el color y me habían salido ojeras. Notaba un sudor frío en la sien. Puse más empeño en tranquilizarme. No quería parecer culpable. En mi cabeza todo eran paranoias: ¿me consideraban sospechoso del asesinato de Javier Alcázar? No podían hacerme eso. No tenía ningún sentido. ¿Qué motivos tendría yo para haberle matado? Entonces recordé que la noche de Año Nuevo, cuando supuestamente había tenido lugar la desaparición, me peleé con Javier Alcázar hasta el punto de que tuvo que intervenir uno de mis amigos para separarme de él y evitar que llegara a hacerle más daño.

La ráfaga de pensamientos se interrumpió con el carraspeo de Francisco Abad rígido, sacando pecho, con la soberbia retratada en su rostro. Venía con una carpeta con folios en la mano. La tiró sobre la mesa, se sentó frente a mí y me miró con su rostro de acero. Tragué saliva cuando empezó a toquetear la carpeta sin decir nada. Trataba de intimidarme, pero se me ocurrió que apenas hacía una hora que habían encontrado el cuerpo, por lo que aquello no podía ser el expediente del caso. Me preocupó más el hecho de que pudiera ser un expediente sobre mí, ya que a los quince años había tenido problemas con la justicia a causa de unas pintadas callejeras. Respiré hondo y procuré templar mi inquietud. La sala se mantuvo en silencio a excepción del roce de la carpeta con la superficie de madera y las ráfagas de aire que soltaba el agente por su nariz, fina, respingada y puntiaguda. Tras unos instantes en los que recibí toda la tensión que el agente propagaba hacia mí con sus ojos verdes, abrió la carpeta y me preguntó mi nombre y mis datos. Respiré aliviado al comprobar que no era una ficha policial del caso y que efectivamente venía a tomarme declaración. Sacó una grabadora analógica de su cinturón y la puso sobre la mesa. Pulsó un botón rojo y con un chasquido la cinta comenzó a girar dentro del aparato. Acabada la fase en la que me identificaba, procedió con las preguntas y a escuchar el relato de los acontecimientos según mi punto de vista:

—Estábamos de camino a la universidad, como todas las mañanas. Entonces nos hemos topado con el cadáver. Arturo se acercó para cerciorarse de que era un fiambre y me dijo que fuera a llamar a la policía a la cabina de teléfono más cercana, que él se quedaba para asegurarse de que nadie se acercara. Cuando volví me lo encontré donde le había dejado. Apenas tardé cinco minutos —escupí la historia como si hubiera estado practicando lo que iba a decir aunque, de haberlo hecho, seguro que habría llevado un orden mejor al dar la información—. El cadáver estaba muy mutilado y prometo que no hemos tocado nada. Bueno, yo no he tocado nada. Arturo se cayó al suelo cuando el cuervo se abalanzó sobre él. Y… no sé que más contarle. Le he dicho todo lo que ocurrió.

—Así que Arturo… ¿Cuál es su apellido? —se interrumpió el agente Abad.

—Aguilar —le aclaré.

Abad recomenzó la suposición.

—Aguilar —murmuró mientras lo anotaba—. Así que Arturo Aguilar tuvo tiempo de destruir todas las pruebas que nos pudieran conducir hasta él.

No daba crédito a mis oídos. ¿Acaso estaba el agente acusando a mi amigo de ser el asesino?

—Oiga, yo no he dicho eso…

—Sé muy bien lo que ha dicho —me interrumpió Abad—. Aguilar tuvo tiempo para eliminar las pruebas que le incriminaran mientras que usted se fue a llamarnos. Dejó el cadáver en un sitio por donde sabía que iban a pasar y así parecería inocente de cometer el asesinato.

—¿De qué está hablando? —tartamudeaba al hablar puesto que no comprendía por qué el agente hacía tantas suposiciones infundadas.

—Hablo de que todo apunta a su amigo y de que si me oculta algo, puedo acusarle de obstrucción a la justicia y condenarle por complicidad —Abad elevó el tono de voz.

—¡Está loco! —Golpeé la mesa con la mano— Arturo es incapaz de hacer daño a nadie, y mucho menos de matar a una persona. Está acusándole sin fundamento. Nos han traído aquí a tomarnos declaración. ¿Qué culpa tenemos nosotros de habernos encontrado un muerto? ¡Váyase a la mierda!

Francisco Abad, colorado y con una vena en la sien que parecía que iba a explotar de un momento a otro, se levantó, golpeó con ambas manos la mesa y alzó la voz por encima de la mía.

—Escúchame, maricona: como me entere de que estáis involucrados de alguna manera en este caso, os voy a meter un paquete que se os va a caer el pelo. Ni se te ocurra mentirme…

La puerta de la sala se abrió de golpe y entró un hombre gordo con barba y pelo largo peinado hacia atrás canosos. Parecía un Santa Claus trajeado y con cara de pocos amigos. Dos cejas negras pobladas hacían sombra a sus ojos.

—¡Abad! ¿Qué coño haces? —le reprimió desde el sitio. Francisco cambió el rojo de su cara por el más claro de los blancos. Apretó la mandíbula. Se estiró y se mantuvo firme mientras le regañaba el inspector— No son sospechosos. Están aquí para que les tomemos declaración, para que nos ayuden, no para ser interrogados. ¡Lárgate antes de que te abra un expediente!

—Señor comisario, simplemente intentaba someterle a un poco de presión para que hablara y me contara todo lo que sabe…

—¿Qué va a saber este chaval? —gritó el comisario cada vez más enfadado— ¡Tiene pinta de que hasta hace dos días no se afeitaba! Es casi un adolescente, no una mente criminal. Por favor, mírale. Le falta mearse en los pantalones.

—Señor, él encontró el cadáver del chico que lleva desaparecido desde Año Nuevo…

—Sé muy bien lo que han hecho él y su amigo —volvió a cortarle el comisario, cuya fachada no se derrumbaba pese a los intentos por excusarse de Francisco Abad, que se mantenía con poca firmeza pero con tesón ante su jefe—. Ros me lo ha contado todo. Así que te lo voy a repetir una vez más: no me toques los cojones y lárgate de aquí o te vas a arrepentir. ¿He sido claro?

—Sí, señor. Como el agua.

Abad abandonó la sala de interrogatorios rápido y con la cabeza gacha. El comisario se quedó en la puerta para cerciorarse de que el agente no fuera a atacar a Arturo ahora que otro perro más grande le había quitado su primera presa. Después entró en la sala y se sentó frente a mí.

—Siento el numerito del agente Abad —se disculpó. Se me ocurrió que tal vez estaban llevando a cabo la táctica del «poli bueno y poli malo», un tira y afloja para hacerme hablar tras un momento de tensión. Sin embargo, la mirada severa del comisario me hizo pensar en que la idea de esa táctica se trataba de un delirio y que en realidad podía confiar en aquel hombre—. Lleva tiempo en el cuerpo pero no aprende. Quiere ascender a toda costa y se piensa que por cerrar un caso antes que nadie, antes que los inspectores que lo llevan, va a lograrlo. La verdad es que no sabe hacer la «o» con un canuto. Mano firme, eso es lo que se necesita para tratar a la gente como Abad. —Golpeó con el puño la palma de la otra mano.

—Ha acusado a Arturo de tener algo que ver con lo ocurrido con Javier Alcázar —le espeté.

—Tranquilo, muchacho. A ese, ni caso. Ya tomo yo nota de todo lo que digas, a falta de alguien mejor. Desde luego, cualquier conspiración que haya salido de la mollera de ese agente será borrada de tu testimonio. —Sacó un bolígrafo de un bolsillo interior de su chaqueta, pulsó el botón para que saliera la punta, y comenzó a escribir. La grabadora seguía girando.

—Gracias.

—De nada. Por cierto, soy el comisario Mauricio Montoro. —Extendió una mano rechoncha hacia mí y yo se la estreché.

—Cruz Rivera.

—Muy bien, señor Rivera, ¿podría narrarme cómo ocurrieron los hechos de forma ordenada y sin omitir ninguna clase de detalles?

Repetí lo que le había contado a Francisco Abad, esta vez mucho más sereno y siguiendo un orden cronológico de los hechos. Montoro anotaba cada palabra que salía de mi boca. De vez en cuando alzaba la vista, como si hubiera percibido algún detalle que le obligara a reflexionar sobre él. Paraba unas milésimas de segundo y, al darse cuenta de que yo seguía hablando, volvía a centrarse en la escritura. Si yo cesaba mis palabras cuando se paraba a pensar, reaccionaba al instante y movía la mano en círculos, como si fuera un agente de tráfico que me daba pie a que siguiera con mi declaración. Pasada media hora en la que el comisario escuchó todo lo que tenía que contarle y enlazó mis frases con preguntas de su propia cosecha, me hizo firmar la declaración, cerró la carpeta, guardó silencio durante dos segundos reflexivos y me concedió la libertad. Con la palma de la mano extendida hacia la puerta me indicó que podía levantarme y marcharme. Acompañó mis movimientos levantándose él también. Me abrió la puerta y salí al núcleo de la comisaría, que seguía tan abarrotado como antes de mi entrada en la sala de interrogatorios. Me fijé que en uno de los múltiples escritorios que amueblaban la sala se encontraba Arturo, prestando declaración a otro agente, de avanzada edad y con sonrisa de abuelo. Montoro me puso una mano en la espalda para que avanzara hasta el vestíbulo. Allí, con un pie fuera de la comisaría y otro dentro, me abandonó a mi suerte.

***

—Arturo Aguilar, ¿tardó mucho en salir? —quiso saber Wilson. Cruz meneó la cabeza mientras se preguntaba por la fijación extraña que tenía el inspector hacia su antiguo compañero de piso y amigo. Sin embargo, no preguntó nada.

Cruz agarró el reposabrazos más próximo a él con la palma de la mano para que la tela absorbiera el sudor. Aquella situación con Wilson Mooney le había parecido muy similar a aquel interrogatorio que sufrió tras encontrarse cara a cara con el cadáver de Javier Alcázar.

—¿Cómo volvisteis a la universidad?

Cruz continuó con su relato.

***

Me encontraba apoyado en la pared con la espalda y la planta del pie. Las manos estaban resguardadas del frío en el interior de mis bolsillos, aunque se movían sin cesar por el tembleque producido por los nervios y el frío, una mala combinación. Había estado esperando quince minutos cuando Arturo, seguido del comisario Montoro, que parecía más un portero de discoteca ya que se encargaba de acompañar él mismo a todos los detenidos a la puerta, salió. Se puso los mitones y guardó las manos en los bolsillos de su abrigo. Pese a ser ya media mañana, nuestro aliento seguía produciendo vaho que se elevaba desde nuestras bocas hasta que se hacía invisible.

Le llamé en cuanto le vi y él se giró hacia mí. Parecía ido: su cuerpo estaba presente en aquella vía; su mente, muy lejos de este mundo. Le pregunté varias veces por el interrogatorio pero él se limitaba a contestar con monosílabos como «bien» o sonidos guturales sin significado propio. Tardé poco en hablar de mí mismo y contarle todo lo ocurrido con Francisco Abad, con el comisario Montoro y lo asustado que estaba. Ante todos estos sentimientos y temores, él se encogió de hombros y no le dio importancia.

—Hemos tenido mala suerte. Tratemos de relajarnos, a ver si se nos pasa el susto y podemos llegar antes de que empiece la clase de Mitología —dijo como si aquellos consuelos fueran suficientes para apaciguar el estrés producido por aquella experiencia. Se había vuelto loco o intentaba parecer fuerte, pues en mi cabeza no cabía la posibilidad de asistir a clase habiendo sufrido una experiencia traumática hacía escasas horas. Arturo estaba raro y no era complicado notar que algo, nunca llegué a saber el qué, perturbaba su interior.

—Arturo, ¿tú te estás escuchando? ¡Hemos encontrado un cadáver!

—Baja la voz —me espetó—. No hace falta que se entere todo el barrio.

—¿Quieres que me calme? —exclamé. Después, añadí en un tono de voz menos elevado, casi en un susurro— Hemos encontrado a Javier Alcázar, un chico que ha estado secuestrado y al que han matado. ¿Y si los siguientes somos nosotros?

—¿Y si cae un meteorito y el mundo se acaba hoy? —se burló él. El Arturo al que yo estaba acostumbrado volvió con esa broma socarrona.

Iba a replicar cuando, sin esperarlo, me golpeó con el envés de la mano en la solapa del abrigo para llamar mi atención. Seguí su mirada hacia el fondo de la calle y vi que venían a paso ligero pero fúnebre dos mujeres que trataban de no llorar pero cuyos ojos vidriosos reflejaban destellos de lágrimas. Venían agarradas de las dos manos, posadas entre sendos hombros. A una la conocía de clase, Rosa Alcázar, con la que nunca había mantenido buena relación y, consecuentemente, la que había sido objeto de chistes burlescos e imitaciones por parte de Arturo y mía cuando ella se comportaba con prepotencia, rasgo de su carácter que no solía ausentarse en ningún momento. La otra, mucho más mayor, era su madre, a la que sólo había visto en las noticias, al pedir ayuda entre lágrimas a todo el mundo para encontrar a su hijo. Jamás logré aprenderme su nombre ya que nunca había prestado mucha atención a aquella clase de reportajes y, en general, al telediario en sí. En aquella época, lo único que atraía mi interés en la televisión eran las películas de cine americano y los deportes, en concreto, el rendimiento del Atlético de Madrid en la Liga. La desaparición de Javier Alcázar no formaba parte de ninguna de las dos.

Pasaron a nuestro lado y Arturo y Rosa cruzaron una mirada de desafío. Recordé que Arturo había visto a la hermana de Javier la mañana en que éste había desaparecido y me pregunté qué habría pasado entre ellos durante aquella conversación. Tal vez Rosa odiara que hubiéramos sido quienes habíamos encontrado a su hermano muerto, razón de más para aumentar su descontento hacia nosotros.

—No me lo puedo creer… —murmuró mientras entraba en la comisaría.

Cuando aparté la mirada de la puerta por la que había desaparecido la pareja, me pareció ver que una lágrima se resbalaba por el párpado inferior de Arturo y que se desvanecía al chocarse contra la pasta de alambre de sus gafas.

—¿Estás bien? —Posé mi mano en su espalda.

—Me voy a clase. —Se sorbió la nariz— ¿Vienes?

—Prefiero quedarme en casa hoy —respondí.

Asintió y alzó una mano a la carretera para llamar a un taxi.

***

—El taxi nos llevó a la Ciudad Universitaria, donde dejamos a Arturo, que pagó el trayecto hasta ahí, y después me llevó a mi casa. Me eché a dormir y no recuerdo nada más de ese día. Creo que por la tarde vinieron nuestros amigos a casa, pero sin Arturo. Él desapareció hasta la noche.

Mooney apuntó ese último dato con gran interés.

—Así que tenemos de nuevo un vacío en la historia —comentó.

—Oye, siento no serte de más ayuda, pero no puedo contarte algo que no sé —Cruz se encogió de hombros.

—No te preocupes. ¿Crees que Aguilar mintió? —Wilson entendió que debía explicar a qué se refería cuando Cruz ladeó la cabeza como gesto de incomprensión— Me refiero a aquella persona que él vio en el campo de rugby. ¿Crees que es mentira?

—No sabría decirte. En aquellos tiempos habría apostado lo que fuera a que Arturo no mentía, pero después de ver lo que vi, me creería que pudo haber mentido. Arturo no es alguien de quien uno se pueda fiar. Cambió mucho a partir de ese momento. Cuando cruzó la mirada con Rosa Alcázar, Arturo Aguilar murió y surgió otra persona.

—¿Otra persona? ¿Tan radical fue el cambio de personalidad? —Wilson parecía sorprendido.

—Podría decirse así. ¿Crees en el diablo? —el rostro de Cruz se ensombreció.

—¿No crees que estás exagerando un poco?

—Tal vez. Sólo sé que todo aquel que se acercó a Arturo Aguilar a partir de entonces acabó mal. Muy mal.

—¿A qué te refieres?

—A que Arturo Aguilar fue la causa de la muerte de ciertas personas. No sé si el diablo existe pero, si es así, Arturo Aguilar jugó con él y perdió.

Heracles

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