Читать книгу Heracles - Julio San Román - Страница 7

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Prólogo:

Hannibal ante portas

El humo del cigarro ascendía en surcos a través de la penumbra, que luchaba contra la luz escasa de la lámpara del salón. En el cenicero transparente se amontonaban los restos en blanco y negro de lo que antes había sido un perfecto cilindro de tabaco. El papel en el que estaba envuelto se consumía a cada segundo por una línea naranja luminosa que, al igual que Atila, por donde pasaba, arrasaba con todo.

Una mano amarillenta, en la que las venas se dibujaban como ríos en un mapa, agarró con el dedo índice y el pulgar a modo de pinza la colilla del cigarro y la llevó hasta unos labios secos envueltos por una barba de una semana, poco espesa y sin cuidar, desaliñada. El hombre bajó la mano; pasó por delante de una ventana en la que las gotas de lluvia, brillantes por los rayos de una luna parcialmente oculta por las nubes, se escurrían como si estuvieran intentando escalar por el hielo; y llegó hasta la puerta del piso, encajada en el fondo de la caja de cartón que era el recibidor, totalmente oscuro. Al abrir la puerta de madera, pesada y con bisagras chirriantes de oro, vio a través de sus gafas a un hombre de tez oscura y rostro semejante al de un mono con hocico de bulldog. Pese a que su edad rondaría los cincuenta años, la carne de su cara se arrugaba con grandes pliegues que sumían sus ojos en dos cuencas mullidas. Su frente era un edredón revuelto, un mar agitado de piel. El maxilar inferior, por su parte, estaba cubierto por una capa de pelusa negra que se hacía más abundante a medida que ascendía por el cráneo. Los ojos, dos pozos negros en una esfera de nieve, escondían la personalidad de aquel hombre tras dos cristales graduados y bajo unas cejas pobladas.

El inquilino del piso dio una calada a su cigarro, miró de arriba a abajo al extraño de la puerta, que vestía un holgado traje barato y llevaba doblada sobre el antebrazo una gabardina verde. Soltó el humo en un soplido que murió como si fuera su último aliento.

—¿Puedo ayudarle en algo? —preguntó con un ritmo de voz pausado.

—¿Arturo Aguilar? —No contestó. El interés por conocer su identidad hizo que inmediatamente Aguilar desconfiara del extraño.

—Así es. ¿Quién lo pregunta? —Volvió a darle una calada al cigarro y unas pocas cenizas cayeron al suelo, junto al felpudo.

—Wilson Mooney, periodista. Trabajo para una revista de sucesos, Le chat noir. —Extendió la mano y Aguilar la miró como si en realidad no tuviera cinco dedos sino un cuchillo apuntándole al abdomen. Aguilar se la estrechó tras cambiar el cigarrillo de mano.

—Como he dicho antes, ¿en qué puedo ayudarle? —Mooney apretaba con fuerza la mano y Aguilar no hizo menos que cerrar sus dedos con intensidad también, como si el gesto supusiera en sí mismo un desafío. Él no lo sabía aún: aquel saludo no era una batalla, sino el pacto previo a la lucha.

—Con motivo de la reciente entrega del premio Tierra, en el que ha ganado su cómic…

—Novela gráfica —le cortó Aguilar para aclarar este matiz, lo que consideraba necesario ante el uso del término ofensivo del reportero—. ¿Piensa tenerme aquí toda la noche? Vaya al grano.

—Mi revista está interesada en hacer un reportaje sobre su vida y los aspectos de la misma en los que se basó para crear Títeres rotos. —Aguilar dio otra calada para evitar que se reflejara en su rostro mueca alguna de disgusto por la petición del periodista. Absorbió el humo, a la espera de que Wilson Mooney acabara su explicación—. He estado todo el día esperando a que apareciera para pedirle esta entrevista. Por favor, concédamela.

—He pasado el día en casa de unos amigos a los que hacía tiempo que no veía… —aclaró Aguilar de forma inconsciente. Su nariz expulsaba humo, como si de un dragón se tratara. Dichas estas palabras, Arturo reflexionó sobre las del periodista— ¿Cómo ha sabido dónde vivo?

Mooney se golpeó con el dedo varias veces la punta de la nariz.

—Olfato de sabueso —se limitó a explicar.

Aquel periodista le daba malas sensaciones. Jugaba desde un punto aventajado pues Wilson Mooney conocía a Arturo Aguilar, situación que no se daba a la inversa. Aguilar se encontraba en una encrucijada vestido tan sólo con unos pantalones arrugados de pijama y una camiseta de tirantes ya amarillenta. Totalmente expuesto no sabía si debería aceptar la patética súplica del reportero o cerrarle la puerta delante de sus narices y terminarse el cigarrillo en soledad.

No podía evitar que su afán por los misterios, lo que le había llevado a dibujar Títeres rotos, le instara a aceptar la propuesta de Mooney: un reportero se presenta por la noche en casa de un dibujante con el fin de hacerle una entrevista para un boletín de la que nunca había oído hablar. Podría ser el inicio perfecto para una novela de suspense. Un joven menos concienzudo habría aceptado sin pensarlo dos veces. El ahora premio Tierra, uno de los galardones literarios más reconocidos a nivel nacional, no solo pensaba las cosas dos veces, sino que les daba una tercera vuelta también, por si acaso se cumplía aquello de que el hombre es el único animal que repite una y otra vez el mismo error.

—Oiga, es muy tarde. Le agradezco su interés por mi vida privada pero yo no tengo ninguno en aparecer en su revista. Así que buenas noches.

Aguilar se retiró e intentó cerrar la puerta, pero el periodista fue más rápido e introdujo el pie en el umbral e impidió así que se cerrara. El golpe fue monumental y Mooney no pudo contener un quejido. Echó la cabeza hacia atrás, contrajo la cara y las arrugas de su frente se multiplicaron. Después se acercó al hueco de la puerta.

—En realidad, no me interesa mucho su vida privada. Más bien busco la verdad acerca de unos hechos ocurridos en 1987 en los que usted estuvo involucrado… Seguro que sabe a lo que me refiero.

Escondido tras la puerta, Aguilar perdió la vista en un punto no concreto entre el suelo y la pared del vestíbulo, ambos sumidos en la sombra. Se ausentó de la realidad durante unos segundos ante la llegada de recuerdos ya sepultados en el cementerio de su memoria. La curiosidad que antes sentía por aquel hombre se había transformado en un recelo poco sensato, casi suicida, que le tentó a actuar de manera imprudente. Los recuerdos y los sentimientos se liberaron dentro de él como los males al abrir la caja de Pandora. Se saltó la regla de pensar las cosas tres veces: ¿qué importaba reflexionar si la amenaza era inminente? ¿Qué sabía ese hombre acerca de su pasado?; ¿cómo lo había averiguado?; y, lo más importante, ¿sería Wilson Mooney quien decía ser en realidad? Unos granos de ceniza cayeron sobre su pie, descalzo, y reaccionó. Sacudió el miembro, lo apoyó de nuevo en el suelo y abrió la puerta. Cruzó una mirada poco amistosa con el reportero, que sonrió lo más educadamente posible, sin sentir ninguna clase de incomodidad, y después de esta marca de territorio, se echó a un lado y con una mano cedió el paso a Mooney.

—Pase. Haré café. Me parece que esta va a ser una noche larga.

Wilson Mooney se encontraba en el salón de un chalé adosado bastante grande, situado en un barrio residencial de Pozuelo, una localidad de la Comunidad de Madrid. Sus manos estaban vacías. Sin embargo, su bolsillo encerraba una libreta de anillas con las tapas descoloridas y sobre su oreja descansaba un bolígrafo sin más pretensión que la de ser útil, ligero y con un cartucho de tinta que dure más que una buena historia. El sillón sobre el que se había sentado en una postura que denotaba su incomodidad al encontrarse en un ambiente nuevo para él, tenía fundas de cuero que formaban alrededor de sus posaderas arrugas similares a las de su cara.

Wilson observaba la estancia que le rodeaba. Apenas había un rincón que no estuviera cubierto por algún mueble, todos ellos de madera oscura y de apariencia nada barata. Ningún centímetro estaba desaprovechado; tanto era así que en una de las paredes se había empleado la estructura de las escalera que ascendían tras ella para establecer una estantería improvisada con madera y ladrillo. La sala estaba iluminada por un acceso al jardín con puertas de vidrio.

A través de los cristales de las puertas del salón, translúcidos con algunas decoraciones florales, pudo ver una figura acercarse por el pasillo hasta el rellano. Entró en la sala un hombre rubio bien vestido con un polo, vaqueros de marca y pantuflas. Se sentó en el sofá que había frente al sillón, junto a la chimenea, protegida por un cristal con restos de hollín, aunque en ese momento estaba apagada.

—¡Cuánto tiempo! Hacía años que no te veía. —Tenía un rostro redondo y bien afeitado, aunque las entradas de la vejez comenzaban a hacerse notar sobre su frente. Sus ojos verdes enfocaban al periodista y transmitían cierto aire de melancolía por los viejos tiempos.

—Desde que dejé la carrera y me cambié a otra —contestó Wilson—. Cruz, he venido aquí porque necesito tu ayuda.

—No podía ser una visita de cortesía… Ya me parecía raro que después de treinta años te presentaras en mi casa. —Cruz Rivera, que se encontraba inclinado hacia delante apoyado en las piernas con los codos, se recostó sobre el sofá. Claramente el comentario de Wilson había hecho que se desanimara.

—Se ha reabierto un caso…

—Espera, —le interrumpió Cruz— ¿eres poli? No me lo puedo creer. ¿Cambiaste la filología inglesa por la policía?

Wilson asintió sin decir palabra. Después retomó su frase:

—Necesito tu ayuda porque se ha reabierto un caso, un caso ocurrido en 1987 en el que tú y tus amigos estuvisteis involucrados.

—¿Cómo? —exclamó Cruz— No entiendo nada. Se supone que descubrieron quién mató a esas personas.

—Y eso creíamos, pero ha aparecido algo que nos ha hecho pensar que tal vez la policía de aquellos años se equivocara…

Cruz estaba perplejo. Se había quedado sin habla. Momentos oscuros, sentimientos de miedo y terror y preocupaciones del pasado inundaron su mente y nublaron sus pensamientos. Quería echar a aquel hombre de su casa inmediatamente, no quería tener nada que ver con aquello, pero no podía moverse. Miró el reloj con preocupación. No quería que su familia llegara y los encontraran hablando de aquel tema. Esto encendió una chispa de determinación: acabaría con ello cuanto antes. Le contaría a aquel hombre todo lo que sabía y después le echaría de su casa para no volver a verlo nunca.

—Así que tiene curiosidad por los asesinatos de la Ciudad Universitaria…

Aguilar expulsó el humo de sus pulmones. El cigarrillo apenas resistiría un par de caladas más, pero Arturo lo aguantaría hasta el límite. No le gustaba desperdiciar ni una sola calada de sus pitillos.

—Tengo entendido que fue lo que le marcó para dibujar su cómic…

—Novela gráfica. Vuelva a referirse a mi obra como un cómic y le echo de mi casa —le amenazó con el dedo en alto, pero nada firme. De alguna forma Aguilar le intimidaba de una forma relajada, a sabiendas de que él tenía el control ya que se encontraban en su casa. Sin embargo, uno nunca está del todo seguro allá donde cree estarlo.

—Perdón. Los asesinatos de la Universidad Complutense de Madrid, ¿los utilizó para crear Títeres rotos? —Wilson sacó del bolsillo interior de su chaqueta su libreta desgastada y su bolígrafo. Lo destapó y comenzó a escribir en ella después de apartar sin cuidado alguno la tapa de la cubierta y un par de hojas ya garabateadas.

—Así es. —Aguilar se hartaba ya de la situación. Necesitaba saber qué sabía ese hombre acerca de lo ocurrido en 1987 y por qué se había presentado allí. Ni por un solo segundo Aguilar se había creído la patraña de que trabajaba para Le chat noir— ¿Sabe? He decidido ponerle las cosas fáciles. Me va a decir qué quiere saber y yo se lo cuento. Usted tiene toda la información que quiera y yo me voy pronto a la cama. Los dos ganamos y acabamos con esta tontería. Pongo una condición: antes de que acepte el trato, deje de tomarme por estúpido y vaya al grano.

Wilson sonrió. Dejó la libreta encima de la mesa entorno a la que se habían sentado y dio un sorbo a su café. Se relamió los labios con una gran lengua rosada y los frunció como si quedara algún resto de café por saborear. Levantó las palmas de las manos perpendiculares a su pecho, aunque con las muñecas apoyadas en la mesa, y meneó la cabeza.

—Como diga usted. Si le parece, me gustaría que me contara la historia en orden cronológico.

—¿Desde qué punto partimos? —preguntó Aguilar, con la colilla del cigarro en los labios.

—¿Qué le parece desde el principio de la historia? Desde aquella noche de fin de año.

Arturo le dio la última calada a su cigarro y resopló hacia lo alto. El humo y el cigarro murieron a la vez. Vertió la colilla en su taza de café, ya vacía, y los restos de ceniza se mezclaron con los granos que no se habían disuelto bien en la leche. La imagen era asquerosa, y Arturo lo sabía, pero no podía dejar de mirar el contraste entre la humedad de la porcelana y el papel seco del cigarro. Golpeó la superficie de madera con las uñas como si tocara un piano imaginario mientras escogía las palabras que iba a utilizar.

—Muy bien. Le advierto que lo que voy a contarle no es agradable y que lo que está a punto de descubrir es como la caja de Pandora: voy a desvelarle todos los males de la humanidad y lo único que le quedará al final del relato es la esperanza de que el mundo haya mejorado una pizca. Normalmente se oye que la movida madrileña fue el despertar de España, que trajo la modernidad a un país sumido en un régimen antiguo y austero. Voy a serle claro: los ochenta le vinieron a Madrid tan bien como un cigarro a un enfermo de cáncer de pulmón.

Heracles

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