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ОглавлениеCapítulo IV:
La joven de cabellos dorados
Aguilar miraba por la ventana al exterior, una calle desierta que parecía un mar negro de petróleo en el que flotaban coches de colores oscuros. La luz naranja de la farola se filtraba a través del cristal y le iluminaba, creando luces y sombras en su piel. En el cristal, gotas de lluvia colisionaban con aterrizajes forzosos, formaban venas y arterias de agua en el cristal, y dejaban rastros que se ramificaban hasta chocar con el alféizar. Aguilar se encendió uno de sus cigarros y se quedó en la ventana de pie.
Un sonido absorbente y líquido se escuchó desde el fondo del pasillo y de él salió Wilson Mooney, secándose una de las manos en la tela del pantalón. En la otra traía el marco de una foto que examinaba con atención. Cuando entró al salón, Aguilar se fijó en lo que sostenía y lo fulminó con la mirada a través de sus gafas. La rabia dentro de él aumentó como si se tratara de un niño pequeño al que le habían quitado los juguetes. Sin embargo, se abstuvo de hacer o decir cualquier brutalidad y dejó que el periodista satisficiera su curiosidad.
—¿Quién es? —preguntó. Levantó la mano y dirigió la foto hacia su dueño. La imagen mostraba una niña rubia de ojos azules, con una sonrisa incompleta y gafas de pasta verdes.
—Es mi hija —contestó con sequedad Aguilar— pero hace mucho tiempo. Ahora tendrá unos veinte años, tal vez, no lo sé muy bien.
—¿Hace mucho que no la ve? ¿No sabe nada de ella? —La insistencia de Wilson aumentaba los nervios de Aguilar.
—Llevo diez años sin verla. Lo único que sé es lo que aparece en las redes sociales y no es muy alentador. Podrías acostarte con ella si te apeteciera. Al parecer, todo el mundo lo hace —Aguilar dio una calada larga al cigarro y aguantó el humo en sus pulmones, sintiendo cómo quemaba sus alveolos. Lo soltó por la nariz y por la boca. El sabor del tabaco en la boca le devolvió a la realidad y le evitó pensar en recuerdos dolorosos.
Wilson se volvió a sentar y abrió la libreta. Cogió el bolígrafo de su oreja y se dispuso a seguir apuntando. Aguilar le miró por la espalda desde la ventana y se quedó quieto. Mooney no pareció molestarse por esto. En cambio formuló una pregunta que llevaba reservándose toda la noche:
—¿Hubo alguna chica especial durante el periodo de los asesinatos?
Aguilar apretó el puño y volvió a dar una calada al cigarro.
—Creo que sabe la respuesta a eso, así que no juegue conmigo. —Entonces comprendió que coger la foto no había sido una casualidad, sino una artimaña para que afloraran sentimientos en él y se volviera más sensible ante preguntas íntimas— Prefiero no hablar del tema.
Wilson se encogió de hombros y le miró por encima del respaldo de su asiento.
—Tarde o temprano tendrá que hablarme de ellas.
Aguilar resopló. A ser posible, prefería más tarde que pronto. Tal vez nunca. Le hizo un gesto con la mano para pasar a la siguiente pregunta y Wilson se volvió hacia su libreta.
—Como vea. —Pasó una hoja y formuló la siguiente pregunta— Lo último que me ha contado ha sido su encuentro con Rosa Alcázar delante de la comisaría. ¿Qué hicieron cuando volvieron a la universidad?
Arturo se extrañó por esta pregunta. ¿Cómo sabía el periodista que Arturo volvió a la facultad después de estar en la comisaría? ¿Serían suposiciones o Wilson Mooney sabía más de lo que decía? La opción de las suposiciones era bastante lógica, ya que había dado por hecho que Cruz Rivera había vuelto con él a las clases pero el hecho de que se permitiera suponer hasta el punto de adelantarse en la historia le extrañó demasiado. No obstante prefirió guardarse estos recelos para más adelante, cuando pudiera utilizarlos para volver el interrogatorio en contra del periodista.
—Llegué cuando el profesor de Mitología ya había entrado en la clase…
***
La clase estaba repleta de alumnos pese a que la mayoría de ellos no prestaban atención. Se limitaban a pasarse notas con dibujos obscenos del profesor o mensajes acerca de cotilleos. Otros se consideraban lo bastante descarados como para murmurar en vez de pasar notas de forma discreta. Los alumnos de las primeras filas, sin embargo, tomaban apuntes de lo que decía un hombre regordete por la edad y canoso por naturaleza, que estaba de pie sobre un estrado y delante de una pizarra. Tanto su cabellera como su barba parecían sucios, como redes marinas enredadas. Sus ojos azules, bajo dos cejas pobladas, irradiaban sabiduría y calma. Tal vez fuera esa calma la que hacía que mantuviera el mismo nivel de voz en vez de intentar alzarla por encima de los murmullos o mandar callar a base de gritos. Los menos acostumbrados a madrugar adoptaban ese tono de voz como una canción de cuna que les incitaba a reposar sus cabezas en las paredes amarillentas del aula o en las mesas descascarilladas con dibujos antifascistas o mensajes amorosos de poca originalidad.
Yo intenté adentrarme en esa confrontación de charlas leves con la voz sibilante y suave del profesor Cifuentes sin captar la poca atención que los estudiantes dedicaban a la clase, mucho me temo que en vano, pues en cuanto el pomo de la puerta chirrió, todas las cabezas enfocaron sus ojos somnolientos en aquella dirección para averiguar quién se disponía a adentrarse en la sala. Mi presencia allí sólo aumentó el número de estudiantes que rumoreaban. Imaginé que la noticia del hallazgo del cadáver de Javier Alcázar había corrido como el diablo por toda la universidad y que los rumores se habrían propagado como la más infecciosa de las epidemias. Me senté en la silla más próxima a la puerta, casi en la última fila, donde se solían sentar los alumnos más adinerados y chismosos de toda la facultad. Intenté concentrarme, sin éxito, en el temario. Apenas anoté los mitos de los que hablaba el profesor.
—Hércules, como sabréis, era hijo de Zeus pero no de Hera, sino de Alcmena, esposa de Anfitrión. Aprovechando que su marido estaba fuera de su hogar, en la guerra, Zeus adoptó la forma de Anfitrión y se unió con Alcmena. Para disfrutar aún más, Zeus unió dos noches en una… —explicaba el profesor. El aula se llenó de risas picaronas. Resultaba curioso ver en qué detalles se fijaban los alumnos.
Una nota cayó ante mis manos desde la fila de asientos precedente a la mía. Desdoblé la nota y vi que, escrito con letra de chica, redonda y clara, había un mensaje: «¿Es verdad lo del fiambre? B». Levanté la mirada y fui buscando entre todas las cabezas a la de mi amiga Belén, sentada al lado de Carmen, y que de vez en cuando echaba un vistazo atrás para ver si miraba yo también. Poco podía disimularlo con sus grandes ojos castaños y su nariz, que de perfil se veía más redonda y grande que de frente. Cuando se dio cuenta de que la miraba, se recolocó el pelo y el gorro verde que llevaba puesto. Asentí y volví a prestar atención al mito de Hércules. Belén recibió mi mensaje.
—Hércules es el nombre romano que se le dio al héroe. Deriva del griego, formado por el término «Hera», nombre de la diosa esposa de Zeus, y el término «clés», que en griego significa «maldición» o «regalo», términos, como podéis apreciar, prácticamente opuestos. Mi traducción favorita es la de «la maldición de Hera». Le da un aspecto más tétrico a la historia y además concuerda más con el papel de la diosa en la historia.
Me fijé en una chica rubia que había tres filas delante de mí, tomando apuntes con un bolígrafo Bic a toda prisa. Me embobé con su imagen y las palabras del profesor se tornaron en un murmullo distorsionado que quedó de sonido de fondo. Los pensamientos, acompañados de recuerdos, invadieron mi mente y, por una vez, el poderoso Hércules perdió una batalla y fue expulsado de su territorio. Sin darme cuenta, ella comenzó a mirarme por el rabillo del ojo, como si hubiera gritado su nombre desde el interior de mi cráneo.
—El origen de los famosos trabajos de Hércules, que ahora trataremos uno a uno, está en el asesinato de su familia: Hércules estaba casado con Mégara, una princesa que le había sido otorgada como recompensa por todas las hazañas cometidas durante su juventud. Con Mégara tuvo varios hijos y Hera, como venganza hacia Hércules, le causó un ataque de locura que hizo que el héroe matara a toda su familia con sus propias manos. ¿El problema? Que después de los asesinatos, Hércules recuperó la cordura. Si no lo hubiera hecho, nada importaría, pues los locos no tienen percepción de sus actos, pero al recuperar la cordura, se dio cuenta de que había matado a su propia familia. Imaginaos la escena… Así que Hércules fue castigado con doce pruebas que debía cumplir… —Comprobó la hora en su reloj y murmuró una maldición— Pero eso lo vemos en la próxima clase. Pasad un buen día y gracias por venir.
La despedida del profesor Cifuentes apenas se escuchó. Los alumnos empezaron a recoger sus cosas armando un gran alboroto. Los murmullos aumentaron su volumen y yo, que quería evitar cualquier clase de entrevista acerca de lo ocurrido aquella mañana, tanto si provenía de mis amigos como si no, salí de la clase todo lo rápido que pude.
Avanzaba ya por el pasillo a toda velocidad, sin llegar a correr, hasta que me detuvo una voz dulce y suave que atravesó el lugar de extremo a extremo. No me habría parado de no haberla reconocido. Detrás de mí, con el cuaderno aún fuera de la mochila, se encontraba una chica rubia, alta y de ojos azules. Se acercó hasta mí caminando por un suelo que hacía que sus zapatillas chirriaran. Al alcanzarme, no pude evitar fijarme en sus iris. Laura Gaspar, la viva imagen de un ángel en la tierra, me miraba con ternura, tristeza y preocupación. Aquella era una de sus peculiaridades: tenía la cualidad de expresar mil sentimientos con sus ojos del color del cielo y aun así hacer dudar a todo el que se fijara en ella de qué era lo que pensaba.
—¿Estás? —no le permití formular la pregunta. Agarré su brazo, enfundado en la manga de su chaqueta de cuero negra, y la arrastré conmigo hacia una zona del pasillo en la que no pudiera vernos nadie.
***
—Así que conocía a Laura Gaspar —dedujo Wilson como si no conociera la verdad oculta tras esa suposición.
Aguilar rió de forma seca con un sonido carrasposo y aspirado.
—Por supuesto que la conocía. Usted lo sabía también. Empiezo a pensar que me trata con condescendencia porque en el fondo tiene claro que en algún momento llegaremos adonde usted quiera —comentó Arturo de espaldas al periodista.
—Puede ser.
Aguilar sonrió sin que el otro pudiera llegar a percibir este gesto. Wilson Mooney creía que tenía el control. Se encontraban justo donde Arturo Aguilar quería estar. Volvía a sentirse cómodo en su terreno.
—Hábleme de su relación con Laura Gaspar.
—Quiere entrar usted en materia delicada… ¿Recuerda que he dicho que Laura Gaspar era un ángel en la tierra? —Wilson emitió un sonido de confirmación con la boca cerrada— Yo lo creo firmemente pero también le digo que los ángeles no son una imagen perfecta y que ni mucho menos su condición de seres divinos les exime de hacer daño.
***
El día que Laura Gaspar me vio por primera vez, no fui consciente de su presencia hasta que ya fue demasiado tarde y nuestro primer encontronazo pasaría a ser una casualidad del destino.
Me encontraba en la secretaría de la Facultad de Letras y Filosofía de la Universidad Complutense, una sala bastante grande con una mesa cuadrada de madera con la superficie superior inclinada a dos aguas y con una mampara que separaba la zona de espera con la propia secretaría, gobernada por una señora de pelo rizado y colorido con gafas de pasta puntiagudas. A mi lado se encontraba mi padre, un hombre de mi altura, pelo canoso, ojos verdes y de aspecto semejante a Bertín Osborne mezclado con John Travolta aunque más mayor, todo un modelo de belleza teniendo en cuenta los tiempos que corrían por aquel entonces, y mi hermano pequeño, que derrochaba ilusión por estar por primera vez en la universidad, como si la matrícula que llevaba en mis manos fuera la suya. Estábamos situados en medio de una fila humana compuesta por varias familias como nosotros o jóvenes adultos individuales que se disponían a entregar la matrícula para entrar en la carrera que uno deseaba.
—¿Cuánto falta? —preguntó mi hermano, que comenzaba a impacientarse, pues ya se sabe que durante la infancia, la emoción es un buen combustible para la falta de paciencia.
—Ya menos, chato. —Así le llamaba desde que él tenía cuatro años.
—Me aburro. —Se colgó de mi hombro y mi padre le quitó el sobre con todos los documentos necesarios para la matrícula ante el temor de que los documentos se arrugaran o, peor, se rompieran.
Mi hermano, que seguía colgado de mi hombro, me hizo desequilibrarme y, a pesar de mis intentos por estabilizarme y no golpear a nadie con el bulto humano que colgaba de mi brazo, no pude evitar caerme al suelo. Curiosamente, mi hermano fue lo suficiente hábil como para no acabar derribado sino de pie junto a mí, mirándome como si se avergonzara de mí por haberme caído. En ocasiones como aquella, la gente se preguntaba cuál de los dos era más maduro y todo ello se debía que mi hermano tenía tendencia —yo lo consideraría más bien un arte— a dejarme en ridículo. Que un chico, al que se tiene por adulto, acabe por los suelos por hacer el tonto es algo que llama la atención, por lo que me convertí por unos momentos en el centro de atención de todos los miembros de la cola. Yo no lo sabía, pero entre todas esas personas se encontraba Laura Gaspar, que no se reía, aunque le hubiera parecido gracioso, porque en el fondo la primera impresión que tuvo de mí fue la de un completo idiota.
***
Wilson Mooney se giró hacia Aguilar, que jugueteaba con el cigarrillo en sus manos mientras pensaba cómo continuar la historia. El reportero, que comenzaba a impacientarse por seguir con aquel hilo de toda la red que estaba tejiendo, presionó a su huésped para que continuara. Aguilar no se tomó bien aquella actitud, como cualquier otra procedente del periodista. Sin embargo, no formuló ninguna réplica. Se limitó a ignorar al insistente reportero, pues había decidido que aquella sería la mejor forma para no perder la compostura aquella noche.
—¿Así fue como se conocieron? —volvió a insistir Mooney.
—Es usted un romántico. En el fondo desea saber qué ocurrió con ella. —Una sonrisa socarrona se formó en los labios de Aguilar.
—Laura Gaspar es una de las involucradas en los casos de asesinato de la Ciudad Universitaria, una persona importante en la historia. Quiero llevar un orden cronológico y no dejar cabos sueltos —se excusó.
—Miente muy mal —le confesó Aguilar—. Va a tener que empezar a decirme la verdad o voy a optar por callarme.
La tensión entre los dos hombres los mantuvo en silencio. Aguilar esperaba una defensa por parte de Mooney y este deseaba que su huésped pasara por alto este rifirrafe y continuara con la historia. Por suerte para el reportero, así sucedió: Aguilar soltó una risa seca y breve con la boca cerrada y golpeó el cristal con las articulaciones interfalángicas de la mano que no sostenía el cigarrillo.
—Lo que le acabo de contar es solo el desencadenante de la historia, el aleteo de la mariposa que causa el huracán en la otra punta del mundo. Es circunstancial pero necesario para entender la historia desde el principio —continuó Arturo Aguilar. Miró las cenizas del cigarrillo y vio como se volvían grises y la luz roja de su interior se apagaba.
***
Pasados unos meses, en los que el verano había ocupado la mayor parte de mi vida junto con encontrar un piso en la ciudad en el que instalarme, y comenzadas ya las clases, el destino decidió que debía conocer a Laura Gaspar. El acontecimiento tuvo lugar durante la clase de «Literatura Modernista», cuando una profesora, que perfectamente podría tener la edad de mi abuela, nos hablaba de Virginia Woolf y su apasionante Mrs Dalloway, una novela que no atraía para nada mi atención y que, desde mi punto de vista, estaba mal escrita con una estructura que en teoría era buena pero que la autora no había sabido llevar a la práctica. Aún así, sería narcisista criticarla, pues Virginia Woolf es una de las autoras más destacadas y reconocidas de la literatura inglesa y yo, un simple aspirante a filólogo (¿quién era yo para juzgarla?). Me resultaba complicado concentrarme debido a este conflicto interno que causaba en mí el peor de los aburrimientos mezclado con un resquemor por la responsabilidad que me obligaba a atender en clase. Así que, en una decisión alocada de satisfacer a las dos caras de la moneda, me dispuse a prestar atención a la vez que me entretenía dibujando en uno de mis cuadernos desaliñados de hojas inservibles. Trazado a trazado comencé a dibujar una historia épica en la que una mosca, que había estado molestando a la profesora durante toda la clase al volar a su alrededor sin un recorrido fijo como si estuviera borracha, se volvía gigante y luchaba con la profesora en una batalla cuerpo a cuerpo. El objetivo de la mosca, saciar su hambre; el de la profesora, sobrevivir.
—Dibujas muy bien —dijo una voz a mi lado.
Me recliné para ver a quién pertenecía esa voz y me encontré con Laura Gaspar, que había estado sentada a mi lado durante toda la clase y yo tan sólo me había fijado en su belleza, pero en ningún momento había pensado en hablar con ella. Ni siquiera recuerdo su rostro antes de que me hablara.
—Gracias —dije con timidez. Tenía por costumbre tener un comportamiento egocéntrico, aunque siempre lo hacía de broma. Cuando de verdad me dedicaban un cumplido, la modestia afloraba en mí y agradecía las palabras de reconocimiento mientras me mordía la lengua para no decir que había gente que lo hacía mucho mejor que yo y resultar repelente—. ¿Cómo te llamas?
—Laura —respondió ella.
Aquel momento se enrarecía a cada segundo que pasaba. No acostumbraba a hablar con chicas tan guapas, y lo que era más extraño aún, había sido ella la que me dirigió la palabra primero. Desde un punto de vista adulto, aquella podía haber sido una conversación más y Laura se habría convertido en una conocida a la que ni siquiera añadiría a la agenda telefónica. Pero yo era joven y aquella chica, extremadamente bella. En esas edades hay dos clases de personas: las que buscan divertirse explorando su sexualidad con muchas personas y las románticas que creen en encontrar un compañero con el que descubrir nuevos sentimientos, tanto anímicos como físicos. Me identificaba más con la segunda clase, por lo que aquella chica, a medida que la conversación fuera avanzando, me iría interesando más y más hasta plantearme si de verdad iba a pasar a ser otra desconocida o me iba a aventurar a atravesar esa niebla que nos impide ver el interior de las personas a nuestro alrededor.
—Yo soy… —quise presentarme, pero ella me interrumpió.
—Arturo, lo sé. —Me asombró que me conociera— Estamos en varias clases juntos y te he visto participar. De hecho, eres de los que más participa. Si no fuera por ti, las clases serían más silenciosas que un cementerio. Los profesores te adoran.
—Si te digo la verdad, lo hago porque me dan un poco de pena. Imagínate que haces una pregunta y ninguna persona te contesta. —Chasqueé la lengua— No creo que a nadie le guste.
—Así que eres todo un altruista.
—Sí… Tengo un amor altruista por casi todo el mundo. Nací para ser un superhéroe pero me he quedado en esto. —Señalé a la mosca de mis dibujos.
—La mosca está muy bien. Seguro que a tu hermano le gusta. —Me soltó ese comentario sin darse cuenta de que en ningún momento había hablado de mi hermano. Se percató de este detalle por mi extrañamiento— También te vi cuando… Bueno, nada. —Le animé a que hablara—. Cuando estabas entregando la matrícula. No os parecéis mucho, pero diría que era tu hermano el niño que te acompañaba.
—Espera, me viste cuando yo me… —No pude acabar la frase pero con el dedo índice de la mano señalé al suelo. Ella asintió y yo noté como el rubor ascendía por mis mejillas— No puede ser… —Volvió a asentir marcando más el movimiento mientras se mordía el labio inferior. Sin querer alcé la voz— ¡No!
—¿Cómo dices Arturo? —me preguntó la profesora.
Rápidamente me erguí y me dirigí a la profesora:
—Que, al contrario de lo que ha sugerido el compañero, me parece que el hecho de que Septimus Warren se suicide pensando en su amigo muerto podría ser un indicio de homosexualidad. Lo confirma su complicada relación física con Rezia, un intento fallido de superar la guerra y de ocultar sus verdaderos sentimientos.
—Un punto de vista muy interesante, Arturo. Los demás, ¿qué opináis? —La profesora siguió con la clase y yo con mi conversación con Laura.
—¿Estás atendiendo? —Parecía sorprendida.
—Claro, ¿tú no? —Era obvio que no. No me resultaba difícil llevar dos conversaciones a la vez, así que mientras hablaba con ella, escuchaba lo que los compañeros decían, sin prestar mucha atención, por si pasaba algo semejante a lo que acababa de ocurrir— ¿Me viste cuando me caí?
Laura, que durante toda la conversación había mantenido la cabeza hacia el frente, sin girarla directa hacia mí y mirándome con el rabillo del ojo —imagino que para fingir que atendía—, asintió con la boca abierta en una mueca que mostraba sus dentadura impoluta, perfecta. La vergüenza me invadió por dentro. No solía ocurrirme, de hecho tenía por costumbre reírme de todo lo que me pasaba, pero con aquella joven todo era distinto. Por alguna extraña razón, me importó la primera impresión que había tenido, hasta entonces desconocida por mí, y solté maldiciones sin freno en mi cabeza.
La expresión de mi rostro debía ser muy graciosa, porque ella empezó a emitir una risa contenida que sonaba igual que la de una niña que trata de no desternillarse ante una situación embarazosa ajena. Esta risueña enfermedad se me contagió de manera inconsciente y ambos tratamos de simular una normalidad forzada que no quedó nada natural. La profesora se dio cuenta pero hizo caso omiso de nuestras tonterías y continuó con su charla, aunque de vez en cuando nos mandaba un vistazo fugaz con sus ojos negros sobre su tez pálida, botones en la cara de una muñeca de trapo.
La conexión entre nosotros dos surgió en ese instante. Ella era una chica normal, sin manías atípicas, preocupada por seguir las tendencias predominantes del momento e ir a la moda (de forma modesta y sin exagerar, he de decir) y con un perro bastante feo y una hermana idéntica a ella en cuanto a los rasgos físicos, según una foto de su cartera, y un carácter diferente pero complementario al suyo, según sus anécdotas. Se reía de mis gracias como sólo ella sabía reírse, contenida y alegre, encorvando el cuello con levedad y haciendo surgir patas de gallo en el extremo externo de sus ojos. Yo me reía de sus historias, la mayoría con su hermana, y a pesar de una timidez que acallaba ciertos detalles al principio, a medida que la conversación avanzaba ella fue mostrándose más relajada y cercana, no demasiado, lo justo para que yo supiera que le había caído bien.
***
«Le había caído bien». Sus propias palabras empezaron a torturarle. Arturo Aguilar se llevó una mano a los lacrimales. No estaban húmedos como temía pero una angustia que subía desde la tripa por el esófago hasta su boca le presionaba el pecho y su corazón, que creía dormido o muerto, le golpeaba con la fuerza de un martillo con ganas de fugarse del lugar horrendo en el que se encontraba, una cárcel sin ventilación ni posibilidades de ver un ápice de luz que le diera esperanzas.
Una bocanada de humo le relajó, se quitó el cigarro de los labios y unas cenizas cayeron sobre su mano pero no le molestaron. Notó el calor que desprendían pero a su piel le parecían tan frías como el hielo del Polo Norte.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Mooney.
La intervención llegaba en un momento desafortunado otra vez. Aguilar quería estar solo, que le dejaran en paz. ¿Tan complicado era? ¿Por qué el pasado nunca le abandonaba? ¿Por qué seguía ahí después de tantas décadas y tantos años? Notó una mano recorriéndole el surco entre los omoplatos que llega hasta las lumbares y supo que no se trataba de Wilson, que de repente podría haberse puesto cariñoso mostrando así un lado oculto de su personalidad, sino que aquella mano pertenecía a un fantasma, a alguien que ya no se encontraba allí. Los pelos de su nuca se erizaron al recordarla, al recordar el daño que le hizo y cómo no pudo remediarlo. Pero era muy pronto aún como para desmoronarse. Debía reponerse y hacer frente al intruso que se había adentrado en su casa con su permiso pero sin su aceptación.
—Sigamos con la historia de los asesinatos.
—¿Pero qué pasó con Laura Gaspar?
—¿Está sordo? ¿Le saco la cera de los oídos a ostias? —exclamó Aguilar, encarando al reportero, que lo miraba por encima del respaldo de la silla, donde había apoyado un brazo. Este se mantuvo en silencio y Aguilar reaccionó con violencia: se fue hacia su silla, la desarrimó de un tirón y se sentó en ella como si lo hiciera en un caballo salvaje y alocado. Soltó aire por la nariz y cerró los párpados para relajarse— Discúlpeme. Recordar esos tiempos me pone un poco nervioso.
—¿Por qué me ha dejado pasar entonces? —el semblante de Wilson carecía de sentimientos. Aguilar abrió los ojos y a través del cristal de sus gafas vio una pequeña curvatura en el extremo izquierdo de la comisura de los gruesos labios del reportero. No supo sin interpretarla como un gesto involuntario o como una muestra de soberbia.
En respuesta a la duda de Mooney, Aguilar pensó en al menos tres razones por las que se lo había permitido: la primera, que aquel hombre le intrigaba, pues no entendía por qué tenía tanto interés en remover el lodo del fondo del charco cuando en la superficie todo estaba en calma; la segunda, quería descubrir si aquel hombre tenía información que atara los cabos que aquel caso había dejado sueltos; y en tercer y último lugar, necesitaba comprobar que lo había superado, que podía hablar de aquello y sincerarse con alguien, incluso aunque se tratase de un desconocido, ya que en aquellos momentos de su vida en los que su éxito laboral llenaba las páginas de los periódicos, sus sentimientos estaban sepultados bajo una lápida con un epitafio que nadie leería nunca. Pero Arturo Aguilar jamás le diría eso a Wilson Mooney, debido a que le consideraba un extraño invasor, un desconocido hostil.
—¿Acaso importa? —le soltó Aguilar con tono borde— Le he dejado entrar. Confórmese con eso.
***
Solté el brazo de Laura y miré el pasillo por el que habíamos huído de las miradas ajenas. No quería que nadie nos siguiera y se añadieran más rumores de los que ya corrían. Laura mientras tanto guardó el cuaderno en la mochila.
—¿Estamos a salvo? —preguntó con ironía para rebajar la tensión del momento.
—Sí —respondí tajante— ¿Qué querías decirme?
Sonaba seco, mi voz no transmitía nada más que desconfianza. Llevaba mucho tiempo sin hablar con ella y la última vez que la vi no había sido capaz ni de saludarla siquiera por el dolor que me habría causado hacerlo. Laura se había dado cuenta de que no confiaba en ella y eso le había dolido. Lo pude ver en su rostro, cuando lo desvió como hacía cada vez que la dañaba. Entonces me sentí terriblemente mal por dentro. Mis entrañas se contraían sobre sí mismas como castigo por haberla molestado pero el orgullo me impidió pedirle disculpas, así como la tristeza que llevaba acumulada ella desde hace tiempo le habría impedido sincerarse conmigo en lo referente a este aspecto.
—Quería preguntarte si estabas bien —respondió con una voz más suave de lo normal, a velocidad pausada—. Me he enterado de lo de Javier… Iba a llamarte luego al volver a casa. No pensaba que fueras a venir hoy, la verdad.
—Estoy bien, tranquila —mentí.
Jamás entenderé por qué los seres humanos somos tan ingenuos al tratar de ser fuertes e independientes, por qué pensamos que pedir ayuda es sinónimo de ser frágil. Necesitaba un abrazo, una mano en la espalda y alguien que me dijera que estaba a mi lado para lo que hiciera falta, la necesitaba a ella en aquellos momentos pero no pude evitar pensar que sólo la molestaría, la incordiaría. Consideré que su preocupación no se debía más que a una mera cortesía, por amabilidad, y no porque de verdad la angustia la hubiera traído hasta mí.
—¿Seguro? —insistió. Apreté la mandíbula. Me estaba poniendo muy difícil aguantar las ganas de estallar y contarle todos los pensamientos que pasaban por mi cabeza a velocidades infinitas.
—Sí —dije con un hilo de voz. Tuve que carraspear y repetirlo en voz más alta, no solo para convencerla a ella sino también a mí mismo—. Ha sido raro en realidad. No me esperaba que los cadáveres tuvieran ese aspecto pero… —Resoplé— ya sabes que a mí siempre me han llamado la atención estas cosas así que me siento un poco… —Me costaba definir con palabras mi estado de ánimo— En fin, raro. Creo que no me he explicado bien.
—No has sentido miedo, sino curiosidad —resumió perpleja.
Asentí. Me daba vergüenza admitirlo, pero era la verdad. En ningún momento me había detenido a pensar si estaba bien acercarme al cadáver y examinarlo, desde la lejanía y sin tocar nada.
—Quería ver qué lo había matado. El modus operandi era muy raro. Tenía la tripa rajada y los órganos fuera del cuerpo pero creo que eso no lo mató… Había indicios de que murió por otro motivo —le expliqué sin que ella me lo pidiera. Laura parecía disgustada ante la imagen que estaba describiendo, así que paré. Me rasqué la cabellera detrás de la oreja—. Perdóname. No debería hablar de estas cosas.
Laura miró al suelo.
—¿Crees que yo tengo algo que ver con su desaparición? —Entorné los ojos. No sabía a qué hacía referencia con esa pregunta, aunque podía imaginármelo— Quiero decir… Javier intentó ligar conmigo la noche en la que desapareció. Fui la última persona que habló con él. ¿Tiene eso alguna relación con lo que ha ocurrido?
Chasqueé la lengua y lo negué. No sabía cómo interpretar aquella pregunta: ¿un ataque de egocentrismo o una verdadera preocupación por lo que había ocurrido?
—Javier flirteó con muchas chicas esa noche, como todas las demás. Tiene pinta de que le han escogido a él como podían haber elegido a cualquier otro que fuera borracho por la calle. No te preocupes —la tranquilicé.
Ella respiró aliviada.
—Va a empezar la siguiente clase. —Rompió un silencio momentáneo— Debería ir para el aula.
—Vale. Vamos. —Estas palabras salieron de mi boca como suspiros.
—Tal vez sería mejor que fueras a casa. —Me detuvo con una mano en mi pecho— La gente te va a agobiar. Además, tienes la parte trasera del pantalón manchada de sangre, creo.
Me miré los gemelos y como Laura había dicho, por las mangas de los pantalones se había extendido una mancha, entonces ya marrón, que había vuelto la tela rígida. Solté una maldición por lo bajo y, al elevar la cabeza, Laura me miraba con ternura y ojos vidriosos. Sólo le había visto con esos ojos una vez. Recordarlo me hizo daño. Ella me posó una mano entre la nuca y la espalda y me acarició. Nunca me había dado un abrazo y no iba a empezar a hacerlo porque estuviera pasando por aquel trago. Laura nunca daba abrazos. Alguna vez le había preguntado por ello y me había respondido que no se sentía cómoda al hacerlo. Sus caricias me enfadaron: mi mente asoció el gesto con un perro. El niño caprichoso que llevaba dentro de mí pedía a viva voz un abrazo y mis labios taponaban sus gritos y evitaban que salieran al exterior. En lugar de poner en su conocimiento mis caprichos sin consideración ni reparo, sonreí con timidez y le di las gracias. Ella me devolvió la sonrisa y se marchó pidiéndome que descansara y que la llamara en caso de necesitarla. Cuando iba a doblar la esquina del pasillo se frenó y me llamó. A un pasillo de distancia, ya que yo me había mantenido inmóvil en el sitio, nos dijimos unas últimas palabras que tomarían una decisión indirecta acerca de nuestro futuro.
—Lo mismo no es el momento adecuado para pedírtelo pero estoy teniendo problemas con la asignatura de Fonética y Fonología. A ti se te da bien. ¿Podrías ayudarme? —Golpeé con la punta del zapato el suelo al escuchar su petición.
—Claro.
—Genial. ¿Quedamos el jueves que viene en la biblioteca?
—Después de comer.
—Comemos juntos, si quieres.
—Por mí perfecto —acordé. Laura me dedicó una de esas sonrisas que deseaba ver a cada segundo, giró la esquina y desapareció de mi vista.
Levanté la muñeca para ver la hora que marcaba el reloj. Pensé en ir a la siguiente clase sin tener en cuenta el consejo de Laura pero mis pantalones manchados de sangre alimentarían los rumores que habían nacido aquella misma mañana, así que desestimé la idea de entrar en esa aula. Sin embargo, tampoco quería ir a casa. Allí encerrado sentiría que las paredes se irían juntando hasta aplastarme poco a poco. Además no me apetecía aguantar el ataque de ansiedad que Cruz estaría sufriendo en aquellos momentos. Sin saber qué hacer, salí de la facultad. Entonces, a consecuencia de un pensamiento acerca de mi cita de estudio con Laura, se me ocurrió que podía ir a la biblioteca a por información acerca de un tema que me inquietaba y suscitaba mi curiosidad: la muerte de Javier Alcázar. Solo me separaba de satisfacer mis preguntas con una respuesta un aparcamiento entre la Facultad de Filosofía y Letras y la Facultad de Derecho. Así que, en un impulso poco meditado, no tomé el camino de vuelta a casa, sino que avancé hacia el frente en busca de información que me ayudara a desvelar el misterio.
***
—Laura Gaspar, ¿ha dicho que ella fue la última en hablar con Javier Alcázar? —preguntó Wilson— ¿Usted lo sabía?
—Sí.
—¿Por qué no me ha contado nada? ¿No lo ha creído importante? —me espetó el reportero.
—Relájese. Ni se le ocurra regañarme o le hecho de mi casa ipso facto. —Me impuse ante él, que se dio cuenta del tono de voz que había empleado en mi contra y se calló para después continuar con más amabilidad.
—Podría contarme la verdad acerca de lo que ocurrió en la fiesta de Año Nuevo.
—Podría, pero eso requeriría que le contara el resto de la historia con Laura Gaspar y no estoy por la labor —añadí con sorna—. La vida es dura: a veces no se consigue lo que uno quiere.
Wilson Mooney pareció asumir que no iba a obtener ninguna información acerca de aquel asunto por el momento. Por lo tanto, prefirió dejarlo de lado hasta que se le presentara otra oportunidad de sacar el tema a la luz.
—¿Descubrió cómo había muerto Javier Alcázar? —Cambió el curso de la entrevista.
Arturo Aguilar dio una calada al cigarro, que ya casi se había extinguido, consumido por sus propias cenizas.
—Por supuesto, aunque no fue aquella tarde. —Expulsó el humo— Me costó otras dos descubrir a ciencia cierta qué le había pasado. Debía informarme de muchos aspectos relacionados con la medicina forense y con la tanatología y familiarizarme con ellos a medida que avanzaba en mi investigación. A día de hoy, es difícil de comprender. Estamos a dos clics de obtener cualquier dato que busquemos en la red. Incluso un niño con un móvil y dos dedos de frente puede obtener información acerca de cualquier tema. Por aquel entonces Internet era un sueño en España y una computadora, lo que el fuego para los cavernícolas.
—Es lo que tiene el avance tecnológico. Nos ayuda a mejorar en los campos de investigación.
—Pero también se puede usar como arma. Créame, prefiero el método anterior. Es mucho más sigiloso.
Wilson dejó de escribir. Estaba dándole vueltas a una idea que se había ido formando en su cabeza a lo largo de toda la noche.
—¿Por qué es usted tan desconfiado?
—¿Quiere las razones expuestas según su relevancia o por cronología? —Arturo se rio de su propia gracia, aunque no fue una carcajada sonora, sino un suspiro cargado de ironía— Siempre he pensado que el momento en el que entré en la biblioteca se podía asemejar a cuando Orfeo entró en el inframundo. Iba a descubrir que no siempre se gana en esta vida.