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Primera parte:

Prometeo encadenado

«FUERZA: Hemos alcanzado la región extrema de la tierra, el rincón escítico, en un desierto nunca hollado. Hefesto, a ti te concierne cumplir las órdenes que te dio tu padre, en estas abruptas rocas sujetar a este malhechor con grilletes irrompibles y vínculos de acero. Porque robando tu flor, el resplandor del fuego, origen de todas las artes, se la entregó a los hombres. Ha de pagar la pena a los dioses por una falta como ésta, para que aprenda a soportar la tiranía de Zeus y renunciar a sus sentimientos humanitarios.»

Prometeo encadenado, ESQUILO

Javier Alcázar apenas se tenía en pie. Cualquier intento por caminar en línea recta quedaba descartado. Había salido de su casa engalanado aquella noche con un traje semejante al de John Travolta en la película de Grease, pantalones y chaqueta americana negros con una camisa rosa. Incluso se había peinado con el mismo tupé que el personaje. Para la década de los ochenta, aquella forma de vestir era hortera, pasada de moda. No obstante, a Javier Alcázar le gustaba llamar la atención de los demás, sobre todo si la fiesta de fin de año se celebraba en una discoteca con luces de neón que hacían que la ropa de colores chillones, como su camisa, brillaran entre la oscuridad y los destellos. Aunque eso poco importaba ya, pues se había largado de aquella fiesta enfadado y borracho. La parte baja de la camisa ya no se encontraba dentro de sus pantalones, sino que caía arrugada como una cascada de batido de fresa, y su peinado se había abultado y desencajado, como si él fuera un payaso con el pelo engominado.

Caminaba por el barrio de Argüelles a las cuatro de la mañana desorientado. Ni siquiera sabía hacia dónde iba. Simplemente sabía que debía llegar al final de la calle y entonces ya tomaría la decisión de ir hacia la derecha, hacia la izquierda o directamente esperar en un banco muerto de frío hasta que se le pasara la borrachera.

No caminaba en silencio. Tarareaba el Thriller de Michael Jackson, la última canción que habían pinchado en la discoteca antes de que él se marchara, pero lo hacía con rabia, como si de verdad se sintiera como un muerto viviente con ganas de bailar. Bailar no podía, pero el aspecto de muerto viviente sí que lo había conseguido.

Cuando había llegado a la mitad de la calle, los faros de un coche le deslumbraron. El auto frenó a escasos metros de él. Javier se cubrió la cara con la mano para poder ver al conductor del coche, pero los faros eran muy potentes y su visión se había emborronado a causa del alcohol.

Escuchó cómo una puerta se abría, cómo alguien salía del coche. Nadie sabe qué ocurrió después. Tan sólo se puede intuir un hecho a partir de los acontecimientos que deparaba el futuro: el conductor de aquel coche fue el último en ver a Javier Alcázar con vida.

Heracles

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