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V EN QUE SE PREPARA LA SALIDA Y AL FIN DEL CUAL SE PARTE DE VERAS

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Todo estaba ya convenido y acordado. Antes de realizar ese largo viaje que hacen dos seres a través de la vida, y que se llama matrimonio, Godfrey iba a dar la vuelta al mundo, lo cual es algunas veces menos accidentado y peligroso que el otro. Godfrey contaba con volver hecho un veterano, habiendo salido hecho un recluta. Tenía ansiedad y curiosidad; quería ver, observar y comparar, y volver enseguida para gozar tranquilamente de las delicias del hogar y tener una vida pacífica y sedentaria, que no turbaría ni la más ligera tentación.

¿Tendría o no razón? ¿Recibiría en su proyectada excursión lecciones de las que pudiera sacar provecho? Dejaremos que los acontecimientos contesten a estas preguntas de una manera cierta y positiva.

De todos modos, es necesario convenir en que Godfrey estaba encantado.

Phina ocultaba hábilmente su ansiedad, y aparecía tranquila y resignada.

El profesor Tartelett, cuyas piernas habían sido siempre tan firmes, y que jamás había flaqueado por difíciles que hubieran sido los equilibrios que hiciera con ellas, había perdido su aplomo ordinario, sin poderlo encontrar por más esfuerzos que hacía. Vacilaba andando sobre el suelo de su cuarto, y daba continuos traspiés, como si estuviese sobre la cubierta de un buque zarandeado por furiosos golpes de mar.

En cuanto a William W. Kolderup, después de decidido el viaje, se mostraba muy reservado, sobre todo con su sobrino. Sus labios, fruncidos, y sus ojos, medio ocultos tras sus largas pestañas, indicaban que una idea fija se había apoderado de aquel cerebro, donde comúnmente bullían las altas especulaciones del comercio.

—¡Ah!... ¡Conque quieres viajar! —murmuraba a veces—. ¡Quieres viajar en lugar de casarte, y estar tranquilo en tu casa, y ser dichoso!... ¡Pues bien, pierde cuidado, que se te complacerá!

Se procedió inmediatamente a los preparativos del viaje, y se presentó a examen la cuestión del itinerario, y se habló y se discutió, llegándose por fin a un acuerdo.

Si se había de empezar por el sur, la compañía Panama to Colombia and British Columbia, primero, y la Packet Shouthampton-Rio de Janeiro, después, se podían encargar de conducirlos a Europa.

Si se elegía el este, el gran ferrocarril del Pacífico podría llevarlos en pocos días a Nueva York, y desde allí las líneas Cunard, Inman, White Star, Hamburg-America o Transatlántica francesa se encargarían de depositarlos en el litoral del viejo mundo.

Si querían dirigirse al oeste por la empresa Steam Transoceanic Golden Age les sería fácil alcanzar después Melbourne, y pasar luego el istmo de Suez en los buques de la Peninsular Oriental Steam Co.

Por ninguna parte faltaban medios fáciles de trasportes, y gracias a su coordinación matemática, la vuelta al mundo podía limitarse a un cómodo y sencillo paseo de turista.

Pero no era así como debía viajar el sobrino heredero del nabab de Frisco.

De ningún modo. William W. Kolderup poseía para las necesidades de su comercio, toda una flota de buques de vela y de vapor, y había decidido poner uno de éstos a disposición del joven Godfrey Morgan, ni más ni menos, que como si se tratase de un príncipe de sangre real, que viajase a costa de los súbditos de su padre.

Dio William las órdenes convenientes para que el Dream, sólido vapor de seiscientas toneladas y doscientos caballos de vapor, fuese equipado y abastecido como para un largo viaje. El mando se le confió al capitán Turcotte, un viejo lobo de mar que había corrido ya todos los océanos bajo todas las latitudes. Inteligente y audaz marino, estaba familiarizado con los ciclones, los huracanes y las tormentas, contando, entre sus cincuenta años de edad, lo menos cuarenta de navegación. Ponerse a la capa y luchar de frente con la tempestad era un juego para este hombre de mar, que jamás había padecido más enfermedad que la del «mal de tierra», es decir, cuando se hallaba en puerto. Con esa existencia, incesantemente sacudida por las brisas del mar, había adquirido una naturaleza de hierro, y con la costumbre de balancearse abordo para buscar el equilibrio, se balanceaba también cuando caminaba en tierra.

Un segundo, un maquinista, cuatro fogoneros y doce marineros, en total dieciocho hombres, formaban la dotación del Dream, que, contentándose con no andar más que ocho millas por hora, se podía decir que tenía unas cualidades náuticas inmejorables. No contaba con bastante celeridad cuando tenía que afrontar olas en un mar agitado, pero en cambio las olas no podían pasarle por encima; y esta ventaja compensaba su marcha de mediana velocidad, sobre todo cuando no era necesario apresurarla. Además, el Dream estaba aparejado como goleta, y contaba con quinientas varas cuadradas de tela, que, con viento favorable, podían servir para ayudar poderosamente a su máquina.

No podía pensarse que el viaje del Dream se limitara a un viaje de puro recreo, porque William W. Kolderup era un hombre demasiado práctico para dejar sin provecho de la casa una expedición de mil quinientas o mil seiscientas millas a través de todos los mares del globo.

El buque debía zarpar sin carga, pero le sería fácil conservarse en buenas condiciones de flotabilidad, llenando de agua sus Water-ballast1, para poder sumergirlo hasta el nivel del puente en caso necesario. De este modo el Dream estaba en disposición de cargar y descargar en el camino, visitando al mismo tiempo las oficinas de consignaciones del rico negociante, y pasando de uno a otro por todos los mercados del mundo. No había de temerse que el capitán Turcotte se viera en apuros para cubrir los gastos del viaje. El capricho de Godfrey Morgan no costaría a la caja de la casa ni un solo dólar, porque estas cosas las entienden perfectamente, y suelen hacerlas siempre bien las buenas casas de comercio.

Todo esto fue decidido después de largas conferencias, muy secretas, entre William W. Kolderup y el capitán Turcotte. Pero se advirtió que la discusión de un asunto tan sencillo, al parecer, fue algo penosa, puesto que las conferencias menudearon y se multiplicaron más de lo regular. Siempre que terminaba alguna de ellas, cualquier observador hubiera advertido que el negociante salía con un sello extraño impreso en su rostro, y que sus cabellos estaban erizados como si una mano febril los hubiera alborotado, y que todo él presentaba un aspecto anormal.

Mientras las conferencias tenían lugar, se oían también, de vez en cuando, ciertas frases destempladas; lo que probaba que la sesión tenía algunos periodos tempestuosos. Y era que el capitán Turcotte, con su franqueza habitual y ruda, sabía algunas veces enfrentarse a William W. Kolderup, que lo quería y estimaba lo bastante para tolerar que le contradijese.

Por último, parece ser que todo se arregló. ¿Quién había cedido, William W. Kolderup o el capitán Turcotte? No era fácil adivinarlo, no conociendo el objeto de sus discusiones. No obstante, podía apostarse que no había sido el capitán.

El hecho es que después de ocho días de conferencias, ambos se pusieron de acuerdo, a pesar de que Turcotte no cesaba de murmurar entre dientes: «Que los quinientos mil demonios del suroeste me lleven al fondo del averno, si jamás hubiera podido pensar que yo, Turcotte, sería capaz de hacer semejante cosa».

Mientras tanto, el aparejamiento del Dream avanzaba rápidamente, y nada omitía su capitán para que estuviese en disposición de hacerse a la mar en la primera quincena del mes de junio. Se le había baldeado y carenado, y se había pintado todo él convenientemente.

Al puerto de San Francisco llegan infinidad de buques de todas clases y de todas las nacionalidades. Así es que desde hacía muchos años los muelles de la ciudad, regularmente construidos en el litoral, no hubieran podido bastar para el embarque y desembarque de las mercancías, si los ingenieros no hubieran construido otros muelles artificiales. En el fondo del agua se clavaron grandes estacas de madera, y sobre ellas formaron un suelo artificial que aparecía como una inmensa plataforma. Para esto se había mermado una gran parte de la bahía, pero ésta era suficientemente capaz. Se construyeron así verdaderas calas de descarga cubiertas de grúas y aparejos cerca de los cuales los vapores de ambos océanos, vapores fluviales de los ríos californianos, clippers de todos los países, cabotajes de las costas americanas, etc., pudieron alinearse en perfecto orden sin tropezarse unos con otros.

En uno de estos muelles artificiales, al extremo de la Warf Mission Street, estaba sólidamente amarrado el Dream.

Nada se omitió para que el barco escogido para el viaje de Godfrey pudiese navegar en las mejores condiciones. Todo se había previsto y todo se había preparado convenientemente. Los aparejos estaban en perfecto estado, las calderas probadas y la máquina de hélice en excelentes condiciones. Se había colocado abordo, para toda clase de eventualidades y para facilitar las comunicaciones con tierra, una chalupa de vapor rápida e insumergible, que debía hacer grandes servicios durante el viaje.

Todo estuvo dispuesto para el 10 de junio. No faltaba más que hacerse a la mar. Los hombres elegidos por el capitán Turcotte para las maniobras de las velas y para el cuidado de la máquina componían una dotación tan escogida que era imposible encontrarla mejor en la plaza. Una numerosa colección de animales vivos, entre los que se contaban agutís, corderos, cabras, pollos, gallinas y otros, estaban colocados en el entrepuente; y para cubrir las necesidades y los caprichos de la vida material, se habían embarcado innumerables cajas de conservas de las marcas más afamadas.

Nada se sabía de fijo sobre el itinerario que debía seguir el Dream; y esto había sido, sin duda, el objeto de las largas conferencias que William W. Kolderup y su capitán habían celebrado durante muchos días. Sólo se sabía que el primer punto de escala señalado había de ser Auckland, capital de Nueva Zelanda, salvo en el caso de necesitar carbón; necesidad que podía ocasionar la persistencia de vientos contrarios, porque entonces, para aprovisionarse, podrían arribar a uno de los archipiélagos del Pacífico o a uno de los puertos de China.

Como el único propósito de Godfrey era viajar, los detalles mencionados le importaban poco, y mucho menos a Tartelett, cuyo perturbado espíritu estaba ocupado exclusivamente en exagerar las eventualidades desgraciadas de la navegación.

No faltaba más que una cosa que cumplir: la formalidad de las fotografías.

Un novio no puede decentemente partir para un largo viaje alrededor del mundo sin llevar consigo la imagen de su amada y sin dejar a ésta, a cambio, la suya.

Godfrey, en traje de turista, se entregó en manos de Stephenson y Ca., fotógrafos de la calle Montgomery; y miss Phina, en traje de paseo, confió igualmente al sol de cuidado de fijar sus facciones encantadoras, un poco entristecidas, sobre la placa de los hábiles artistas. Así era una manera de viajar juntos. El retrato de Phina tenía su sitio perfectamente indicado en el camarote de Godfrey, y el de éste en la habitación de la joven.


En uno de estos muelles artificiales estaba amarrado el Dream.

En cuanto a Tartelett, que no estaba prometido, ni tenía esperanzas de estarlo, se juzgó conveniente, sin embargo, confiar su imagen al papel sensible, pero no pudo obtenerse una prueba satisfactoria, a pesar del talento y habilidad de los fotógrafos. El cliché, oscilante, nunca presentaba más que un borrón confuso, en el cual era imposible reconocer al célebre maestro de baile y de cortesías ceremoniosas.

Y es que no pudo conseguirse que el paciente estuviese quieto un segundo, a pesar de las recomendaciones que se le hacían y que están en uso en los talleres consagrados a esta clase de operaciones. Se ensayaron medios más rápidos, pruebas instantáneas, y siempre el mismo resultado, porque Tartelett se balanceaba ya antes de colocarse, mucho más que hubiera podido hacerlo el mismo capitán del Dream.

Al fin se renunció a conservar las facciones de este hombre célebre. ¡Irreparable desdicha para la posteridad, si, al pensar partir para el viejo mundo, Tartelett partía para otro mundo, del cual no se vuelve jamás!

Todo se encontraba ya dispuesto el día 9 de junio. El Dream no tenía sino que levar anclas. Sus papeles, conocimiento, carta y póliza de seguros estaban en regla, porque dos días antes había recogido el corredor de la casa Kolderup las últimas firmas.

Llegó el día fijado y se dio un gran almuerzo de despedida en el hotel de la calle Montgomery. Se brindó repetidas veces por el feliz viaje de Godfrey y por su pronto regreso.

Godfrey estaba bastante conmovido, y no hizo esfuerzos por ocultarlo; Phina se mostró más firme que él; y el bueno de Tartelett trató de ahogar sus disgustos y aprensiones en algunos vasos de champaña, cuya influencia se prolongó hasta el momento de la partida. Esto hizo que dejase olvidada su bolsa de viaje, que fue necesario llevarle a bordo en el momento en que el Dream soltaba las amarras.

La última despedida se hizo a bordo; los últimos apretones de manos se intercambiaron en la toldilla de popa. Luego la máquina empezó a hacer mover la hélice, y el buque se apartó del muelle.

—¡Adiós, Phina!

—¡Adiós, Godfrey!

—¡Qué el cielo os guíe! —dijo el tío.

—¡Y sobre todo, que nos vuelva pronto aquí! —murmuró por lo bajo el maestro Tartelett.

—Y no olvides nunca, Godfrey —añadió William W. Kolderup— el lema que el Dream ostenta en su tablilla de popa—: Confide, recte agens.

—¡Nunca, tío Will! ¡Adiós, Phina!

—¡Adiós, Godfrey!


El buque se alejó.

El buque se alejó y los pañuelos estuvieron agitándose mientras estuvo a la vista del muelle, y algún tiempo después.

El Dream atravesó rápidamente toda aquella bahía de San Francisco, que es la más extensa del mundo; franqueó enseguida el estrecho del Golden Gate, y cortó con su quilla las aguas del Pacífico: era como si aquella «puerta de oro» acabase de cerrarse tras él.

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