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VII EN EL QUE SE VERÁ QUE WILLIAM W. K OLDERUP NO HA HECHO MAL TAL VEZ EN HACER ASEGURAR SU BUQUE

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Durante los días que siguieron, 13, 14 y 15 de junio, el barómetro descendió lentamente, pero de manera continua, lo que indicaba la tendencia a mantenerse por debajo del variable entre lluvias o vientos y tormentas. La brisa refrescaba sensiblemente al pasar al sudoeste, y esto acusaba vientos de proa para el Dream. Se recogieron las velas y se limitó andar a hélice, pero sólo con mediana presión, a fin de evitar los malos golpes de mar.

Godfrey soportó muy bien estas pruebas de balanceo y cabeceo, sin perder un solo instante su buen humor. Evidentemente, al bravo chico le gustaba el mar.

Pero a Tartelett no le gustaba en absoluto. Era cosa de ver cómo aquel desventurado maestro de baile bailaba día y noche sin ajustarse a las reglas del arte. Permanecer en su camarote con las sacudidas que daba el vapor le era completamente imposible.

—¡Aire! ¡Aire! —salía gritando.

Así es que no abandonaba la cubierta. Un golpe de costado le hacía rodar de babor a estribor, y el cabeceo de popa a proa le hacía botar adelante y atrás como una pelota. Unas veces se apoyaba en la obra muerta, otras veces se agarraba al cordaje, y siempre tomaba actitudes totalmente condenadas por los buenos principios de la coreografía moderna. ¡Ah! ¿Por qué no había él de poder huir, aun cuando fuera en globo, de los desniveles de aquel suelo movedizo? Lo que él deseaba era poder escapar a todo trance de aquellos vaivenes de popa a proa, que parecían querer constantemente precipitarlo en el abismo.

¡Qué idea había tenido el rico William W. Kolderup al enviarlo a viajar de aquel modo!

—¿Es que va a durar siempre este mal tiempo? —preguntaba veinte veces al día al capitán Turcotte.

—¡Hum! El barómetro no es esperanzador —respondía invariablemente el capitán, frunciendo el entrecejo.

—¿Y llegaremos pronto?

—¡Muy pronto, señor Tartelett, muy pronto! No falta más que el tiempo necesario para llegar.

—¿Y a esto se le llama océano Pacífico? —exclamaba el desventurado entre dos tropezones y dos oscilaciones.

Tenemos que añadir que el profesor Tartelett no sólo sufría por el mareo, sino que también le dominaba el miedo que tenía de ser engullido por aquellas formidables olas espumosas, que se levantaban a la altura del puente del Dream. Le causaba pavor, además, oír los chasquidos de las cuerdas y correas, producidos por los violentos choques, y escuchar el ruido que hacía el vapor al escapar por los cañones de las chimeneas, y sentir el buque zarandeado como un tapón de corcho sobre aquellas montañas de agua.

—¡No, no es posible que esto no truene como arpa vieja! —repetía a cada instante, fijando una mirada extraviada sobre su discípulo.

—¡Calma y paciencia, Tartelett! —respondía Godfrey—. Los buques están hechos para flotar, ¡qué diablos! y me parece que no hay motivos para ese asombro ni para ese susto.

—¡Y yo le digo que esto no es natural!

Y para estar prevenido, el profesor se había apoderado de un cinturón salvavidas y lo llevaba noche y día, estrechamente apretado sobre su pecho, sin abandonarlo por ningún pretexto. Siempre que la mar le dejaba un instante de respiro inflaba el artefacto, y siempre manifestaba recelo por que no estuviese bien lleno de aire.

Creemos que debe tenerse indulgencia con los terrores del pobre Tartelett. Aquello era demasiado para la primera prueba de un viajero que hasta entonces no se había atrevido a surcar ni las aguas pacíficas y tranquilas de la bahía de San Francisco.

Por los demás, el tiempo se ponía de mal en peor, amenazando a cada instante al Dream con un golpe de viento de esos que los semáforos anuncian para prevenir catástrofes.

Si durante el día el buque era espantosamente sacudido; si no marchaba más que a media fuerza, a fin de evitar averías en su máquina, acontecía, sin embargo, que en las fuertes desnivelaciones la hélice trabajaba de un modo irregular, dando formidables golpes que podían destrozar la máquina. Se oían también como detonaciones sordas, y los pistones saltaban con fuerza que el maquinista no podía dominar sin gran trabajo.

Algunas veces observó Godfrey, sin podérselo explicar, que durante la noche las sacudidas del vapor eran mucho menos violentas que durante el día.


Era cosa de ver cómo aquel desventurado maestro bailaba día y noche.

—¡Tal vez amaina el viento y se calma después de puesto el sol! —se decía a sí mismo.

Esta variación fue tan marcada en la noche del 21 al 22 de junio, que le llamó mucho la atención. Precisamente el día había sido particularmente malo; el viento había refrescado y no parecía que por la noche pudiera mejorar la mar, tan caprichosamente azotada durante largas horas.

A eso de media noche se levantó Godfrey, se vistió, se abrigó bien y subió al puente. Los hombres que estaban de cuarto vigilaban en proa, y el capitán Turcotte estaba inmóvil apoyado en la borda.

La violencia de la brisa no había disminuido, pero el choque de las olas que debía cortar la quilla del Dream era más suave.

Al levantar los ojos hacia lo alto de la chimenea, empenachada con humo negro y espeso, Godfrey vio que aquel humo, en lugar de dispersarse de proa a popa, lo hacía de popa a proa y seguía la misma dirección del buque.

«Ya veo que el viento ha cambiado» —murmuró para sí el joven.

Y alegre por esta circunstancia, se aproximó al capitán y le dijo:

—¡Capitán!

Éste, encapuchado en su impermeable, no le había visto ni oído sus pasos, y no pudo evitar un movimiento de contrariedad al verlo tan cerca.

—¡Usted, Godfrey! ¿Usted aquí, en el puente?

—¡Yo mismo, capitán! Y vengo a preguntarle...

—¿Qué? —exclamó vivamente el capitán Turcotte.

—Si el viento ha cambiado.

—No, señor Godfrey, no... y, desgraciadamente, temo que está muy próxima la tempestad.

—Sin embargo, observo que ahora tenemos el viento de popa.

—¡De popa, sí, de popa! —replicó el capitán, visiblemente contrariado por esta observación—. Pero le aseguro que lo siento mucho.

—¿Qué quiere decir?

—Quiero decir que, para no comprometer la seguridad del buque, he tenido que mandar virar en redondo, a fin de poder huir del temporal.

—¡Veo ahí algo que nos puede ocasionar retrasos muy sensibles! —dijo Godfrey.

—¡Muy sensibles, en efecto! —replicó el capitán Turcotte—; pero cuando sea de día, si la mar afloja un poco, me aprovecharé de ello para enderezar la ruta. Entre tanto le aconsejo, señor Godfrey, que se vuelva a su camarote y que procure dormir mientras nosotros luchamos con las olas. Así notará menos las sacudidas.


«Ya veo que el viento ha cambiado» —murmuró para sí el joven.

Godfrey hizo un signo afirmativo, dirigió una mirada a las nubes bajas que corrían con extrema velocidad, bajó del puente y se dirigió a su camarote, donde reanudó tranquilamente su interrumpido sueño.

Al día siguiente, 22 de junio, según lo había pronosticado el capitán Turcotte, aun cuando el viento no había cesado, el Dream seguía su rumbo con más tranquilidad.

Esta navegación hacia el oeste durante el día y hacia el este durante la noche, se prolongó todavía cuarenta y ocho horas más; pero el barómetro anunciaba cierta tendencia a subir, y sus oscilaciones eran menos frecuentes. Era presumible que aquel mal tiempo iba a cesar con los vientos que habían empezado a soplar de la parte norte.

Y así sucedió, en efecto.

El 25 de junio, hacia las ocho de la mañana, cuando Godfrey subió a cubierta, una fresca brisa del nordeste había barrido completamente el cielo de nubes, y los rayos del sol, jugueteando entre los aparejos, iluminaban todos los objetos del buque.

La mar, de un verde profundo, resplandecía entonces sobre un largo espacio alumbrado por una luz radiante. El viento rizaba alegremente la superficie de las olas.

Hablando con propiedad, podía asegurarse que no había verdadero oleaje que agitase el mar, sino solamente largas ondulaciones, que mecían dulcemente el vapor.

Lo que sí es verdad es que para el profesor Tartelett lo mismo era un tiempo que otro; lo mismo daba que la mar estuviese dura que blanda. Él estaba siempre del mismo modo; medio tendido sobre la cubierta, con la boca entreabierta, como una carpa que desfallece fuera del agua.

El segundo, en la toldilla, miraba con su anteojo en dirección nordeste. Godfrey se aproximó a él y le dijo:

—¡Y bien, amigo, parece que la cosa se presenta hoy mucho mejor que ayer!

—Sí, señor Godfrey —respondió el segundo—, nos encontramos ahora en aguas más tranquilas.

—¿Y el Dream va ya por buen camino?

—Todavía no.

—¿Y por qué?

—Porque durante la última tormenta ha sido desviado hacia el nordeste, y es necesario que rectifiquemos exactamente su posición; pero, mientras tanto, tenemos ya un sol espléndido y un horizonte perfectamente limpio. Al mediodía tomaremos la altura, y entonces tendremos una observación exacta y el capitán nos señalará la ruta.

—¿Dónde está el capitán? —preguntó Godfrey.

—Ha salido de a bordo.

—¿Que ha salido de a bordo?

—Sí... Los hombres que estaban de cuarto han creído divisar en lontananza algunos islotes o arrecifes que no están señalados en la carta de navegación de a bordo. Se ha armado la chalupa de vapor y, acompañado del contramaestre y de tres marineros, el capitán Turcotte ha ido a hacer un reconocimiento.

—¿Hace mucho tiempo?

—Una hora y media lo más.

—¡Ah! —exclamó Godfrey—. ¡Cuánto siento no haberlo sabido, porque hubiera querido acompañarle!

—Dormía aún, señor Godfrey, y el capitán no ha querido despertarle.

—Lo siento, lo siento; pero, dígame, ¿en qué dirección ha salido la chalupa?

—Por allí —respondió el segundo, señalando por la serviola de estribor, hacia el nordeste.

—¿Se la podría distinguir con el catalejo?

—¡Oh, no! Está demasiado lejos.

—¿No tardará mucho en regresar?

—No debe tardar —respondió el segundo—, porque el capitán tiene que hacer la observación él mismo, y para eso es necesario que esté a bordo antes de mediodía.

Al oír esto, Godfrey se fue a sentar al extremo del castillo de proa, después de haberse hecho llevar su anteojo marino. Quería aguardar la vuelta de la chalupa, a pesar de que no le extrañaba aquel reconocimiento practicado por el capitán Turcotte. Creía muy natural, en efecto, que el buque no se aventurase en una mar en que pudiera haber islotes o arrecifes.

Pasaron dos horas, y a eso de las diez y media una ligera humareda que se extendía velozmente comenzó a destacarse sobre el horizonte.

Era evidentemente la chalupa de vapor que se dirigía a bordo, después de haber hecho su reconocimiento.

Godfrey se puso a seguirla con su anteojo. Vio primero las líneas que trazaba el humo, mezclándose con ellas algunas veces chispas de la chimenea, y todo ello aumentarse gradualmente sobre el fondo del horizonte. La chalupa era una embarcación excelente, y como marchaba a toda presión de su máquina, muy pronto pudo verse perfectamente sin necesidad de anteojo. A las once se percibía perfectamente, seguida de una larga estela espumosa que se extendía como la cola de un cometa.


Marchaba a toda presión.

A las once y cuarto el capitán Turcotte atracaba y saltaba a la cubierta del Dream.

—Y bien, capitán, ¿qué hay de nuevo? —le preguntó Godfrey, que le salió al encuentro, tendiéndole la mano.

—¡Ah! ¡Buenos días, señor Godfrey!

—¿Y esos islotes?

—Pura apariencia —respondió el capitán Turcotte—. Nada sospechoso hemos podido encontrar. Nuestros hombres se habían engañado; y por cierto que me ha extrañado mucho.

—¿Adelante, entonces? —dijo Godfrey.

—Sí, pero antes es necesario que tome el punto.

—¿Se embarca la chalupa? —preguntó el segundo.

—No —respondió el capitán—. Es probable que tengamos que servirnos de ella todavía. Que siga a remolque.

Se dieron estas órdenes y la chalupa de vapor, con las calderas de la máquina encendidas, fue colocada a popa del Dream.

Tres cuartos de hora después el capitán Turcotte, con su sextante en la mano, tomaba la altura del sol y, fijado con certeza el punto, señaló el rumbo que había de seguirse.

Hecho esto, y después de haber dirigido una última mirada al horizonte, llamó a su segundo y lo condujo a su camarote, donde ambos celebraron una larga conferencia.

El día fue magnífico, y el Dream pudo marchar rápidamente sin el auxilio de sus velas, que fue necesario aferrar. El viento era tan débil que ni aun con la celeridad que imprimía la máquina tenía bastante fuerza para inflar las velas.

Godfrey estaba muy contento. Nada creía entonces más agradable y que diese más brillo al pensamiento y más satisfacción al alma, que aquella navegación por una mar bella y bajo un sol esplendoroso. Hasta el mismo Tartelett parecía que tenía intenciones de regocijarse un poco. Sin embargo, aun cuando el estado de la mar no le inspiraba grandes inquietudes por el momento, su naturaleza estaba bastante decaída todavía. Trató de comer, pero sin gusto ni apetito. Godfrey quiso quitarle aquel cinturón salvavidas que le oprimía el pecho, pero él se negó a ello en absoluto. Y era porque no podía abandonar la idea de que aquel conjunto de hierro y de madera pudiera abrirse de un momento a otro.

Llegó la tarde. Espesos vapores flotaban sin descender al nivel del mar; y se temía que la noche fuese más oscura de lo que se hubiera podido prever durante el día.

No había ningún escollo en aquellos parajes, cuya situación el capitán Turcotte acababa de fijar exactamente en sus cartas de navegación; pero siempre era de temer que hubiese colisiones o abordajes en una noche tan brumosa.

Tras ponerse el sol, fueron colocados los faroles en sus puestos: el blanco fue izado en la punta del palo de mesana, y los de posición, verde a la derecha y encarnado a la izquierda, brillaron en los obenques. Si el Dream hubiera de ser abordado, no lo sería ciertamente por su culpa, lo cual es siempre un consuelo, aunque triste e insuficiente. Naufragar, aun cuando sea después de haber hecho todas las cosas en regla, siempre es naufragar. Estamos seguros de que ésta fue la reflexión que se hizo el profesor Tartelett.


Y allí, llamando en vano, en medio de las sombras...

A pesar de eso, el buen hombre, vacilando unas veces y rodando otras, se metió en su camarote, así como Godfrey en el suyo; el uno con la certeza y el otro con la esperanza solamente de pasar una noche tranquila, porque el Dream se balanceaba apenas sobre las largas olas.

El capitán Turcotte, después de haber dejado de guardia al segundo, se entró bajo la toldilla con el objeto de reposar algunas horas. Todo estaba en regla, y el buque podía navegar con perfecta seguridad, puesto que era de presumir que la niebla no se espesaría.

Al cabo de veinte minutos, Godfrey dormía profundamente, y el constante insomnio de Tartelett, que se había acostado vestido como siempre, no se revelaba más que por algunos suspiros que exhalaba de vez en cuando.

De repente, a eso de la una de la madrugada, unos gritos espantosos despertaron al joven viajero, que saltó de su litera y se puso su pantalón, su chaquetón y sus botas de mar.

Mientras tanto, los gritos aumentaron, oyéndose ya claramente estas exclamaciones:

—¡Naufragamos! ¡Nos vamos a pique!

Godfrey salió apresuradamente a cubierta, donde tropezó con una masa informe, que no reconoció, y que debía ser el profesor Tartelett.

Toda la tripulación del buque estaba sobre cubierta, corriendo de aquí para allá y cumpliendo las repetidas órdenes que daban el capitán y el segundo.

—¿Un abordaje? —preguntó Godfrey.

—No sé, no sé... ¡Con esta maldita niebla!... Pero en lo que no hay duda es en que nos hundimos.

—¿Que nos hundimos?... —exclamó Godfrey.

Y en efecto, el Dream, que sin duda había chocado contra algún escollo, se sumergía sensiblemente. El agua llegaba casi a la altura del puente. No había duda de que los fuegos de la máquina estaban ya apagados en las profundidades de las calderas.

—¡A la mar! ¡A la mar! —gritaba el capitán—. ¡A la mar, señor Godfrey, no hay momento que perder! El vapor zozobra, y os arrastrará en su torbellino.

—¿Y Tartelett?

—Yo me encargo de él... Estamos sólo a medio cable de la costa, y...

—¿Pero y usted?

—Mi deber me obliga a quedarme a bordo hasta el último momento, y me quedaré. ¡Pero huya usted! ¡Huya!

Godfrey vacilaba todavía en arrojarse al mar, a pesar de que el agua invadía ya toda la cubierta del Dream.

El capitán Turcotte, sabiendo que Godfrey nadaba como un pez, lo agarró por la espalda y le hizo el favor de precipitarlo al mar.

Ya era tiempo. Sin la profunda oscuridad que reinaba, se hubiera visto un horrible remolino que instantáneamente reemplazó al Dream en el sitio que ocupaba.

Mientras tanto, Godfrey, con algunas brazadas dadas en medio del agua tranquila, se había alejado rápidamente de aquel torbellino que atraía como los remolinos de un maelstrom.

Todo esto había tenido lugar en menos de un minuto.

Algunos instantes después, en medio de furiosos gritos de desesperación, las luces de a bordo fueron extinguiéndose una tras otra.

No cabía ya duda alguna: el Dream acababa de irse a pique.

Godfrey pudo llegar a una alta roca que se hallaba al abrigo de la resaca. Y allí, llamando en vano, en medio de las sombras, sin que ninguna voz contestase a la suya, no sabiendo si se encontraba sobre una roca aislada o en el extremo de un banco de arrecife, y siendo el único sobreviviente quizás de aquella espantosa catástrofe, esperó a que llegase el día.

Escuela de Robinsones

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