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VI EN EL CUAL EL LECTOR ES INVITADO A TRABAR CONOCIMIENTO CON UN NUEVO PERSONAJE

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El viaje había comenzado, lo cual había que convenir que no era difícil.

Así lo repetía con frecuencia el profesor Tartelett, diciendo con incontestable lógica:

—Siempre se sabe cuándo empieza un viaje; pero ¿cuándo y cómo acaba? Ésa es la cuestión.

El camarote ocupado por Godfrey estaba situado al fondo de la toldilla de popa que servía de comedor. Nuestro joven viajero se había instalado allí, lo más cómodamente posible, cediendo al retrato de Phina el mejor sitio, sobre el más alumbrado de los mamparos. Una litera para dormir, un lavabo para su aseo, algunos armarios para los trajes y la ropa blanca, una mesa para trabajar, y un sillón para sentarse amueblaban el camarote, y era más de lo que necesitaba un pasajero de veintidós años. Es la edad en que se tiene esa filosofía práctica que constituyen la buena salud y la alegría del alma. ¡Ah! ¡Jóvenes, viajad, si podéis hacerlo; y si no podéis hacerlo, viajad también!

A Tartelett le faltaban ya por completo la alegría y el buen humor. Su camarote, próximo al de su discípulo, le parecía muy reducido; su litera, muy dura, y en ninguna parte encontraba espacio para ensayar sus batidos y sus trenzados. Su condición de viajero no le había quitado su carácter de bailarín, que lo tenía tan firme y arraigado que de seguro, cuando le llegase la hora de acostarse para dormir su último sueño, lo habían de encontrar colocado en línea horizontal, pero con los talones unidos y completamente en primera posición.

Las comidas debían hacerse en común, y así se hacían. Godfrey y Tartelett se colocaban cada uno en una de las cabeceras y el capitán y el segundo, uno en cada lado. La mesa se llamaba «mesa de balanceo», y este solo nombre hace suponer que el profesor de baile la ocuparía pocas veces.

El día de la salida era un hermoso día del mes de junio y soplaba una fresca brisa del nordeste. El capitán había ordenado que se colocase el velamen de modo que se aumentara la velocidad de la marcha, y el Dream, perfectamente erguido y bien apoyado, marchaba majestuoso sin balancear hacia ninguna banda. Además, como las olas impulsaban por popa, el cabeceo de popa a proa tenía tal compás, que no fatigaba en absoluto. Esta marcha no es, seguramente, la que imprime en la cara de los viajeros una palidez cadavérica, ni la que afila las narices, hunde los ojos, estira las frentes y roba el color de las mejillas. Era una marcha bastante soportable. Se apuntaba derecho hacia el sudoeste sobre una mar bella y apenas rizada, y así se caminó hasta que el litoral americano despareció bajo el horizonte.

Durante los dos primeros días no ocurrió en la navegación incidente alguno digno de ser relatado. Todo marchaba perfectamente, y podía asegurarse que no era posible tener un principio más favorable. Y sin embargo, en la cara del capitán Turcotte se observaba con frecuencia pintada cierta inquietud, que en vano procuraba disimular. Todos los días, cuando el sol pasaba por el meridiano, fijaba exactamente la situación del buque; pero se advertía que enseguida se encerraba secretamente en su camarote con el segundo, y allí estaban los dos en conferencia reservada, como si tuviesen que discutir sobre graves eventualidades. Como Godfrey no entendía nada en cuestión de navegación, para él pasaban desapercibidos éste y otros detalles; pero en cambio el contramaestre y algunos de los marineros estaban sorprendidos y asombrados, y hasta inquietos muchas veces.

Estas sorpresas y estos asombros subieron de punto al observar que dos o tres veces, en la primera semana, durante la noche y sin que ni el más pequeño indicio justificase la maniobra, se modificó sensiblemente la dirección del Dream, variando la que se había tenido durante el día. Esto, que podía explicarse sencillamente si se tratara de un barco de vela sometido a las variaciones de las corrientes atmosféricas, no se explicaba tratándose de un vapor que sigue la línea de grandes círculos, y abate su velamen, según si el viento es o no favorable.

El 12 de junio se produjo a bordo un incidente inesperado.

El capitán, su segundo y Godfrey iban a sentarse a la mesa para desayunar, cuando oyeron ruidos y voces en el puente. Casi enseguida apareció en la puerta del comedor el contramaestre exclamando:

—¡Capitán!

—¿Qué ocurre? —preguntó vivamente Turcotte.

—Que hemos encontrado a bordo... un chino —contestó el contramaestre.

—¿Un chino?

—Sí, señor. Un verdadero chino, que hemos descubierto por casualidad en el fondo de la bodega.

—¡En el fondo de la bodega! —gritó el capitán Turcotte—. ¡Pues por todos los diablos de Sacramento, que se le arroje al fondo del mar!

—¡All right! —respondió el mayordomo.

Y el excelente hombre, con el desprecio que debe sentir todo californiano por un hijo del Celeste Imperio, y encontrando la orden más que natural, se dispuso a cumplirla sin escrúpulos de ninguna especie.

El capitán Turcotte se levantó de la mesa y subió, seguido de Godfrey y del segundo, dirigiéndose hacia la toldilla de proa del Dream.

Allí, en efecto, un chino, sujeto fuertemente, se agitaba entre las manos de dos o tres marineros, que le regalaban con generosidad empellones y bofetones de todos tamaños.

Era un hombre de treinta y cinco a cuarenta años, de fisonomía inteligente, de constitución fuerte y aspecto robusto; pero estaba pálido y macilento a causa, sin duda, de una permanencia de sesenta horas seguidas en el fondo de una bodega mal ventilada. Sólo la casualidad hizo que se descubriera su escondite.

El capitán hizo una señal a sus hombres para que dejasen en libertad al desdichado intruso, y dirigiéndose entonces a él, le preguntó:

—¿Quién eres?

—Un hijo del Sol.

—¿Cómo te llamas?

—Seng-Vou —contestó el chino, cuyo nombre en lengua celestial, significa «uno que no vive».

—¿Y qué haces a bordo?

—Navegar —respondió tranquilamente Seng-Vou—; procurando molestar lo menos posible.


—¿Quién eres?

—Efectivamente, y por eso, sin duda, te ocultaste en la bodega en el momento de la salida.

—Así es, capitán.

—¿Con el objeto de que te condujeran gratis a China, atravesando de uno a otro lado el Pacífico?

—Lo ha acertado.

—¿Y si yo no me conformase con eso, perro de piel amarilla, y te obligase a que volvieras a China a nado, qué harías?

—Trataría de hacerlo —dijo el chino, sonriendo—; pero es probable que me ahogaría antes de llegar.

—Pues bien, maldito John1 —exclamó el capitán Turcotte—, ahora mismo voy a enseñarte un nuevo método para ahorrar los gastos de pasaje.

Y mucho más colérico e irritado que lo que las circunstancias podían determinar, el capitán Turcotte se disponía a poner en ejecución su amenaza, cuando intervino Godfrey diciendo:

—Capitán, un chino de más a bordo del Dream, es un chino de menos en California, donde hay tantos.

—¡Demasiados! —contestó el capitán Turcotte.

—Demasiados, en efecto —replicó Godfrey—. Pues bien, puesto que este pobre diablo ha resuelto espontáneamente librar a la ciudad de San Francisco de su presencia, me parece que esto merece que le tengamos alguna compasión ... ¡Bah! Ya lo dejaremos en la costa de Shangai, y no pensemos más en ello.

Al decir que había muchos chinos en el estado de California, Godfrey hablaba como un verdadero californiano. Es cierto que la inmigración de los hijos del Celeste Imperio ha llegado a ser un peligro para aquellas provincias, y por este motivo los legisladores de aquellos estados, California, Baja California, Oregón, Nevada y Utah, y el mismo Congreso se han preocupado mucho con la invasión de esta nueva clase de epidemia, a la cual los yankees han dado el significativo nombre de «peste amarilla».

En aquella época se contaban más de cincuenta mil celestiales sólo en el estado de California. Estos chinos, muy inteligentes en la industria del lavado del oro, y muy sufridos y sobrios al mismo tiempo, que vivían con un puñado de arroz, un sorbo de té y una bocanada de opio, tendían siempre a bajar el precio de la mano de obra, en perjuicio de los obreros indígenas. Así es que hubo necesidad de someterlos a leyes especiales, infringiendo la Constitución americana; leyes que regulaban su inmigración, y no les daban derecho a naturalizarse, por temor de que acabasen por tener mayoría en el Congreso. Generalmente se les trataba mal, equiparándolos a los antiguos indios y a los negros, y para justificar la calificación de «apestados» que se les atribuía, estaban separados en una especie de guetos, donde conservaban las costumbres del Celeste Imperio.

En la capital de California las gentes de otra raza los han ido concentrando en el barrio de la calle Sacramento, y allí se encuentran a millares con sus túnicas de largas mangas, sus gorros cónicos y sus zapatos puntiagudos. Los más de ellos se hacen tenderos, jardineros o lavanderos; otros se dedican a ser cocineros, y algunos forman compañías dramáticas, que representan obras chinas en el teatro francés de San Francisco.

Como creemos que no hay razón alguna para ocultarlo, diremos que Seng-Vou formaba parte de una de esas compañías heterogéneas, en la cual desempeñaba el papel de primer actor cómico, si es que esta calificación del teatro europeo puede aplicarse a no sabemos qué clase de artista chino.

En efecto, ellos son todos tan serios, hasta cuando bromean, que el novelista californiano Har-Bret, al referirse a su carácter, no ha podido menos de decir que jamás ha visto reír ni sonreír a un actor chino, y que por mucha atención que ha puesto al asistir a sus representaciones teatrales, nunca ha podido conocer si lo que veía representar era una tragedia o una farsa.

En resumen, Seng-Vou era un cómico. Había terminado la temporada, habiendo recogido más aplausos que dinero, y había deseado volverse a su país en otro estado que en el de cadáver2, y por este motivo, a todo riesgo se había deslizado en la bodega del Dream.

Abastecido con las provisiones necesarias, esperaba hacer de incógnito aquella travesía de algunas semanas y después desembarcar en cualquier punto de la costa china sin ser visto.

Después de todo, aquello era posible.

Así es que Godfrey había tenido razón al intervenir en favor del intruso, y el capitán Turcotte, que aparentaba ser mucho más severo de lo que era en efecto, renunció, sin gran esfuerzo, a enviar a Seng-Vou a estrellarse contra las aguas del Pacífico.

Seng-Vou no volvió, pues, a su escondite, pero no debía ser molesto a bordo. Flemático, metódico y poco comunicativo, evitaba cuidadosamente todo trato con los marineros, que siempre tenían alguna pulla para zaherirle. No se alimentaba más que con sus provisiones de reserva, y haciendo bien la cuenta, se veía que estaba demasiado flaco para que su peso, considerado como sobrecarga, aumentase sensiblemente los gastos de navegación del Dream. Seng-Vou podía viajar gratis, pero era seguro que su pasaje no costaba un céntimo a la caja de William W. Kolderup.

Sin embargo, su presencia a bordo provocó en el capitán Turcotte una reflexión, de la que su segundo fue sin duda el único que comprendió su sentido particular.

—Mucho nos va a estorbar ese condenado chino cuando llegue el caso... Pero, en fin, después de todo, peor para él.

—¿Quién le manda escoger el Dream para embarcarse fraudulentamente? —exclamó el segundo.

—¡Y sobre todo para ir a Shangai! —replicó el capitán Turcotte—. ¡Que se vayan a los diablos John y todos los hijos de John!

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