Читать книгу Gorilas en el techo - Karen Karake - Страница 12

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[ CAPÍTULO 6 ]

Nunca antes tuve que despedirme de nadie. Des-pe-di-da. Seguro des viene de despegarse, desprenderse y eso es lo que hice.

Decir adiós fue más triste de lo que imaginé, mi mamá no quiso despedirse de mis abuelos y yo quería desprenderme de ese momento, desaparecerlo. Ella pudo aguantar el llanto. Con los ojos rojos caminó a la sala de abordar, pero se notaba que lo tenía trabado. Yo me despedí de ellos con un abrazo fuertísimo, no los quería soltar. Volteé a ver por última vez el aeropuerto. Le faltaba luz, en las escaleras había pedazos de piso levantado, olía a pollo frito y los policías que cuidaban no parecían policías sino señores cansados con uniformes cafés. También estaba lleno de inditas sonrientes con su montón de hijos alrededor, gente que venía a dejar a sus familiares, contentos por que sabían que al regresar de su viaje traerían regalos. Ese lugar que antes me parecía horrible, ese día ya lo era no tanto.

No me quería ir. Le pedí a mi abuelo que me comprara del puesto de cosas típicas: Un llavero en forma de quetzal y una cajita amarilla con canillitas de leche adentro. Quería todo, sentí que nunca volvería a ver los collares de hoja de plátano con dulces tiesos adentro, que la verdad no me gustan, pero quería llevar de recuerdo.

Nuevos inmigrantes. Eso es lo que seriamos, igual a esos patos canadienses que vuelan en el otoño desde Alaska hasta Sudamérica, sólo que nosotros vamos al Medio Oriente. En medio del oriente, en medio de la nada.

—¿Ya no seremos guatemaltecos? —pregunté.

—Siempre seremos chapines pero como vamos a otro país seremos nuevos inmigrantes —me dijeron. Y cuando pregunté dónde viviríamos me dijeron y no se me quedó. Pregunté varias veces el nombre y a la octava mi papá me vio feo.

—¿Y la casa ya tiene muebles? ¿En dónde dormiremos? ¿Hay jardín? —Me senté junto a mi mamá y me explicó todo. Creo que ya no estaba nerviosa sino triste. Tenía los ojos hinchados, como cuando le duele la cabeza y me dijo que no sabía en realidad qué esperar. Ella tampoco conocía Israel, todo lo que sabía era lo que gente le contó y cosas que leyó. Yo también leí sobre África y sus animales sueltos por todos lados, de Londres y sus lluvias, pero no por eso me quería vivir ahí. ¿Estaban locos o qué? Eso no se lo dije.

—Viviremos en un lugar donde llega gente de todos lados y vamos a tomar clases de hebreo. Sin el idioma no podemos.

—¿Y nosotros qué? —pregunté mordiéndome un pellejo.

—Ya dejáte las uñas —me reprendió­— y ustedes irán al colegio.

—¿Cómo así? No conocemos a nadie. ¿Y si nadie me habla? ¿Y si no tengo con quién estar en el recreo? ¿Qué voy a hacer si me deja el bus? Le pregunté eso porque lo que más odiaban mis papás era que me dejara el bus. Se enojaban y me repetían lo irresponsable que era y bla, bla, bla. Cuando me regañan puedo desconectar mis oídos y solo escucho un boah, boah, boha, así como cuando habla la maestra de Charlie Brown.

—No te dejará el bus porque el colegio queda a pocas cuadras y se irán caminando.

—¿Caminando? ¿Y si nos perdemos? ¿Y si alguien nos roba?

—Nadie se los va a robar, te lo prometo.

—Uno nunca sabe, eso es lo que me decís siempre.

A Israel me lo imagino como un desierto lleno de gente en shorts y árabes con turbantes de cuadritos rojos. Sé que en el Muro de los Lamentos uno puede meter un papelito escrito con las cosas que desea, yo ya sé lo qué escribiré. También la comida es muy diferente al igual que el horario. Pienso que hay rabinos con barba blanca en cada esquina y que se camina a todos lados. Hay mar y eso sí me emociona. Aquí casi no vamos al mar, la arena es negra como lodo picoso y hay muchos mosquitos.

Mi hermano no dejaba de hablar del avión, le encantan y nos peleamos durante días para ver quién estaría en la ventana. Quería ver nuestra casa desde el aire.

Para mí estar en el avión fue lo peor del mundo. Intenté pararme varias veces, pero mi papá se durmió en mi hombro. Había gente dormida con la boca abierta y atrás, junto a los baños, señores vestidos con abrigos negros rezando. Las aeromozas tenían el pelo recogido en chongos apretados, había un señor gordo con una frazada encima tapándose la cabeza. El pasillo era angosto, pero una señora ya grande caminaba de una punta del avión hacia la otra volteando a ver a los que estábamos sentados en nuestro lugar.

La película estaba en una pantalla demasiado chica y no pude verla bien. Leí varias veces las cartas que me dieron Sally y Beca y traté de calcar en mi cuaderno las calcomanías que estaban pegadas por todos lados en los sobres. Nos trajeron comida cuatro veces y aunque todo sabía horrible, de todos modos me acabé todo. En la revista del avión decía que cuando estamos volando a diez mil metros de altura se pierde el sentido del gusto y del olfato. Traté de resolver un crucigrama, pero adiviné como tres palabras y me harté. Logré dormir hasta que mi papá se despegó de mi hombro y pude recostarme en la ventana.

Todos mis pensamientos se revolvían en mi cabeza, como ropa en la lavadora. Traté de pensar en las cosas que me gustan, pero le daba vuelta a lo mismo; si no hubiese pasado lo de aquel día en el colegio tal vez no estaría acá sentada, si hubiera nacido en Finlandia tendría frío casi todo el año, pero no estaría en este avión. Si mis papás no se preocuparan por todo estaría camino al colegio quejándome de mi clase de mate, pero hasta las ecuaciones eran mejor que esto. Si se hubiera arruinado el motor del avión tal vez se arrepentirían. Pensé en tantas opciones para detener el viaje que creo que por eso me volví a quedar dormida.

Cuando aterrizamos, todos en el avión aplaudieron. Yo también, aunque me sentí algo ridícula, no era show. Mis papás se voltearon a ver emocionados, como cuando uno mira a un bebé por primera vez y su felicidad hizo que disminuyera mi angustia.

Nos bajamos en la mera pista y había unos señores con un letrero que tenía escrito nuestro apellido.

—¿Cómo saben nuestro apellido, mami?

—Porque como es la primera vez que venimos, avisamos a estos señores que vinieran por nosotros.

Quise ponerme contenta, pero estaba cansada.

—¿Qué horas son en Guate? —pregunté.

—Mirá qué alegre, les trajeron dulces —contestó mi mamá.

—¿Cuántas horas menos son en Guate? —pregunté.

Mis papás estaban demasiado ocupados agradeciendo a los señores y diciéndoles no sé qué tantas cosas.

—¿Dónde iremos ahorita? —preguntó Gabriel y a él sí le contestaron. A veces siento que no me escuchan, de ahora en adelante lo que quiera saber se lo diré a él para que respondan.

—Iremoa a un lugar que se llama Mercaz Klitá, ya les había dicho y es como un condominio lleno de gente de otros lados del mundo —dijo mi papá. Mercaz Klitá. Apunté eso también en mi diario para que no se me olvidara. Tantas palabras raras. Nada tan fácil como Cuarta avenida 20-67, zona 10.

Nos llevaron a un apartamento microscópico, más pequeño que la sala de mi casa. En un cuarto del tamaño de un baño público había dos camitas y en otro una cama un poco más grande, como el cuento de los tres ositos. En el baño el lavamanos era tan chico que no sabía cómo cabrían todos nuestros cepillos de dientes y la pasta. La cocina tenía una mini estufa y entrabamos apenas dos personas.

Me recosté contra la pared y enterré las uñas que dejaron una marca como prueba de mi infelicidad. Me puse a llorar, mi hermano también y cuando volteé a ver a mi mamá supe que de no ser porque seguían aquí las personas, también lloraría.

—Gracias por todo, está perfecto, muchísimas gracias —mintió al despedirlos. Creo que ese tipo de mentiras no hacen daño. Si me atreviera les habría gritado: “¿Ustedes creen que aquí cabemos? A ver, ¿su casa tiene solo un bañito? Este piso está asqueroso, ¿al menos lo trapearon? Sus dulces se los pueden llevar, ya sé que son para distraernos del huevo éste en el que nos están metiendo. ¡Yo no quiero dormir aquí!” Pero eso solo lo dije en mi cabeza, tuvimos que dar las gracias con una sonrisa fingida.

Cuando se fueron nos quedamos todos en silencio. Cada uno, desde donde estaba parado, podía ver el apartamento completo, me hubiera gustado leer sus mentes.

—Solo hay dos cuartos

—¿En dónde voy a dormir yo?—pregunté—. ¿Cómo haremos si hay alguien haciendo pipí y alguien más se quiere bañar o si queremos invitar a algún amigo a dormir? Eso no debería importarme, ni tenía amigos aquí. Cuando Gabriel dijo que ahí no le cabrían sus juguetes, mi mamá se puso a llorar y ahí sí nos preocupamos.

Gorilas en el techo

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