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[ CAPÍTULO 7 ]

El colegio estuvo horrible y la primera semana peor.

El primer día mi mamá se despidió y nos mandó solos. No sabía si discutir o enojarme. Sí, fuimos a conocerlo y a las maestras también. La maestra que estaba encargada de mí fue demasiado amable, sonreía mucho y me explicaba todo muy despacio haciendo pausas y abriendo la boca como si con eso lograra que las palabras fueran más claras. Una cosa es no hablar el idioma, otra que piense que soy tonta.

Las niñas se acercaban solo para preguntarme cosas, tenían curiosidad de todo. Where are you from? I´m from Guatemala. Gua-te-ma-la? Where is it? Les expliqué que es en Centroamérica. ¡Ah! América. Ni para qué aclararles que América es todo el continente, de por sí era difícil hablarles sin que se voltearan a ver entre ellas, me sentía como una mosca dentro de un hormiguero, no encajaba. Todas estaban encima de mí interrogándome. Me preguntaron si usábamos sombrero, como los mariachis, les dije que sí. Otro tarado, que si vivíamos en árboles y también le dije que sí. Me le quedé viendo con la cara que hace mi papá cuando se le acaba la paciencia, feliz de poder imitarlo.

Después de un montón de preguntas cada quien se fue con sus amigos. En los recreos ponían música, algunas canciones me las sabía. Las niñas se juntaban en círculo a cantar y a bailar. Los hombres jugaban básquet. Quería que alguien me incluyera. No sabía si acercarme o quedarme sentada en donde estaba. Se acercó la niña más fea de la clase y me dieron ganas de levantarme e ir al baño. A ella tampoco la incluían. Estaba de verdad bien fea. Aunque tenía frenos, los dientes los tenía muy salidos. Tenía la parte de arriba del cuerpo corto y las piernas largas, su pelo agarrado en una trenza, se le salía la mitad del pelo.

Una maestra se acercó para ver cómo estaba. Le dije que todo bien. Si me conociera se hubiera dado cuenta que estaba a punto de llorar.

La niña fea era sudafricana, su familia llegó seis meses atrás.

—Y, ¿ya sabes hebreo? —preguntó.

—No.

—Es lo mejor porque te dejarán en paz. Podrás leer y dibujar en tus cuadernos si quieres. A nadie le importa lo que haces. Podrías escribir cuánto odias este lugar y nadie se daría cuenta.

—¿Y eso haces? —pregunté.

—Sí —dijo sonriendo. En sus frenos tenía trabado algo, mejor volteé a otro lado.

En las clases, como no entendía nada, pinté los cuadritos del cuaderno de mate, copiándole a la niña fea. En un día llené dos páginas completas. Noté como me veían los demás, seguro pensando en lo bien que pintaba. Era lo único que hacía. Eso y ver el reloj que estaba en la pared. Todos me decían que poco a poco entendería, me costaba creerlo. Nadie me hablaba, no querían hacer el esfuerzo por comunicarse, cada quien tenía sus amigas y no querían una más.

—Odio ir, mami —le dije rogando por dentro que me dijera: “No te preocupés, si estás infeliz no tenés que ir, quedáte viendo tele, no pasa nada”.

—A ver, ¿qué te pasa? Sé que es un cambio grande, pero con los días te irás acostumbrando. Para nosotros tampoco es fácil. ¿Tu creés que se me queda algo del hebreo que aprendemos? No se me queda nada, pero no por eso voy a chillar y pensar que es el fin del mundo. Hay que tratar— dijo abrazándome. Lloré lágrimas gordas de las que resbalan rápido y no se secan fácil con la manga de la blusa.

—Sí, pero las niñas no me hacen caso, solo una niña me habla.

—Bueno, ahí está, hablá con ella. Creéme, tener una buena amiga es más que suficiente.

Estuve a punto de contarle que no era nada bonita y que tenía los frenos sucios, pero me aguanté. Como se veían las cosas, era posible que ella fuera mi única amiga; la única suficiente.

A diferencia de mi otro colegio, la puerta de la entrada se mantiene abierta, uno se puede salir, no hay policía cuidando. Los salones de clase están frente a las canchas de fut y de básquet. Hay al fondo del jardín un huerto donde se ven, entre la tierra, zanahorias y cebollas. Las bancas de cemento que están por todos lados tienen pintado con marcador negro corazones, nombres y caras enojadas. En las columnas hay pósters blancos con letras azules, algunos pegados con chicle.

Cuando sonó el timbre anunciando el final del recreo en lugar de ir a mi clase, salí del colegio. El camino a casa ya lo había aprendido, pero no quería regresar al apartamento tamaño hormiga. No sabía a dónde ir, no conocía lo suficiente, mi recorrido era casa-colegio, colegio-casa.

Un niño que también caminaba me preguntó a dónde iba. Le hice señas para que supiera que no entendía lo que preguntaba.

—¡Ah!, no eres de aquí —comentó.

—No.

—¿De dónde entonces? —Y otra vez tuve que explicar.

—Ah, ¡Guatemala! —dijo emocionado. O sabía dónde quedaba o fingió muy bien.

—¿Por qué estas aquí afuera?

—Porque odio el colegio.

—Yo también. —No me contestó cuando le pregunté qué hacía en la calle, nada más caminó a mi lado.

—Mira, por ese camino hay un campo de naranjas. Cuando voy al colegio en las mañanas, cruzo siempre por ahí, arranco algunas y las guardo en mi mochila. Trato que no me vean, el dueño grita horrible. ¿Quieres ir? —preguntó y aunque parecía que aprendió inglés ayer, entendí todo.

Campos de naranjas, salirme del colegio y hablar con extraños, ¡wow! Caminamos unas cuadras y nos metimos a una especia de pequeño bosque con árboles repletos de naranjas. Cortamos unas y salimos corriendo. El corazón lo sentí en la garganta, por correr y por el miedo. Cuando llegamos a la calle otra vez tuve que detenerme para poder tragar y despegar mis labios pegados en las encías.

—¿Haces esto seguido?

—Sí, diario. Es mi desayuno.

—¿Cómo así? ¿No desayunas en tu casa? —pregunté.

—No, prefiero las naranjas ¿Cómo te llamas?

—Karen. ¿Y tú?

—Dabir.

—Dabir, que nombre más raro., nunca lo había escuchado.

—Significa maestro.

—¿Y el tuyo qué quiere decir?

—Karen quiere decir… eh, valiente —mentí sin saber de dónde se me ocurrió. Me acompañó hasta mi calle.

—¿Vamos mañana a recoger naranjas? —preguntó.

—No sé, no sé siquiera si me dejen salir de mi casa. Al rato van a matarme de todos modos.

—¿Entonces, nos vemos?

—Sí.

En la noche preguntó mi mamá si las cosas ya iban mejor. “Es que te veo más animada”. Le dije que tenía razón, que tal vez una buena amiga era lo que me faltaba.

Eso de que cuando uno miente se nota en la cara es puro cuento porque inventé toda una historia de lo que hice en el colegio que hasta yo la terminé creyendo.

Gorilas en el techo

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