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EXCURSIÓN DE AVIÑÓN A VAUCLUSE


Villa de L’Isle ~ Caminata a la gruta de Petrarca ~

Descripción de esta

Este pequeño viaje resulta muy atractivo para cualquiera, incluso para quien es insensible a la memoria y a los recuerdos de Petrarca. Ello se debe al aspecto extremadamente peregrino y casi maravilloso de este valle angosto y cerrado, cuyo nombre, vallis clausa, es realmente muy adecuado. Después de algunas horas de viaje llegamos a la villa de L’Isle, donde comenzamos nuestra caminata a pie de no más de media hora.

Fue un paseo magnífico el que hicimos. A nuestra derecha murmuraban las ondas plateadas del riachuelo Sorgue entre praderas exuberantes, olientes a aromas; a la izquierda se elevaba el monte Ventoux, todavía cubierto de nieve. Avenidas de plátanos nos ofrecían una fresca sombra, las vides ya tenían hojas y los cereales estaban en flor, las moreras ya habían perdido su follaje, el cielo azul etéreo nos cubría con un silencio sublime, como nunca lo vemos en el norte, ni siquiera en los días más hermosos. Entonces me acordé del mágico azul etéreo de los sensuales cuadros de bañistas de Annibale Carracci en Viena, que siempre me parecieron algo sobrenatural porque nunca había visto nada parecido en la naturaleza. El angosto valle se estrechaba y se asilvestraba cada vez más. Paredes rocosas muy altas, de forma fantástica, aparecían a ambos lados y formaban un semicírculo. Era el final del valle.

Entonces trepamos por la ladera de las rocas evitando el riachuelo, aunque bajo nuestros pies brotaban de la arena y de los cantos rodados incontables manantiales del agua más pura y cristalina, resplandeciendo como plata fina. Estos pequeños manantiales que fluyen rápidamente hacia abajo llenaban el cauce del riachuelo casi seco. Uno no se cansa de mirar estas aguas, cuya pureza no se puede comparar con nada, ni siquiera con la plata; seguro que Petrarca estaba pensando en ellas cuando hablaba de «chiare, fresche e dolci acque». Más arriba, el cauce del riachuelo estaba totalmente seco y lleno de trozos de roca recubiertos de musgo; a pocos pasos de allí llegamos a un pozal lleno de agua en la cual se reflejaba una higuera apoyada en las paredes rocosas que cierran el valle en semicírculo y forman la gruta de Petrarca. La soledad de este extraño y maravilloso valle es inquietante, y al mismo tiempo atrayente. Las paredes desnudas y medio horadadas de las imponentes moles rocosas son frías y estériles, mientras que el olor especiado del tomillo y el rumor de los pequeños manantiales y del riachuelo propagan vida y frescor. Casi podría uno extrañarse de que Petrarca, sobre cuya estancia en esta región solo existen vagas leyendas, en ninguna parte de sus poemas haga referencia a esta rareza de la naturaleza. Solo menciona el Sorgue, el Ventoux y el valle en general.

En enero volví a visitar la gruta y la encontré totalmente cambiada. El riachuelo de antes se había transformado en un poderoso torrente, la rápida corriente se precipitaba con ímpetu desde los pedazos de roca en pequeñas cascadas hacia abajo, resonando el eco en el desfiladero; el pozal, del cual antes ni siquiera rebosaba el agua, se había convertido en un pequeño lago, y la higuera apenas se veía. Y a todo esto, las aguas eran de una claridad incomparable. ¡Fue una escena soberbia!

Fragmentos de un viaje por el sur de Francia, España y Portugal en 1802

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