Читать книгу Fragmentos de un viaje por el sur de Francia, España y Portugal en 1802 - Karl Friedrich Von Jariges - Страница 13

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VIAJE DE MONTPELLIER A BAYONA POR TOULOUSE

Y BAGNÈRES EN EL VALLE DE CAMPAN


Béziers ~ Embrutecimiento de las costumbres como consecuencia de la Revolución ~

Toulouse ~ Vista de la ciudad ~ Musée provisoire ~

Camino a Tarbes ~ Vista de los Pirineos ~ Bagnères ~ Aguas medicinales ~

Valle de Campan ~ Enrique IV ~ Bayona

El camino de Montpellier a Toulouse, que pasa por fértiles llanuras, no tiene casi nada que merezca destacarse. El primer día fui hasta la pequeña ciudad de Béziers con la diligencia; por la noche, debido a la inseguridad de la carretera, esta fue escoltada por cuatro cazadores. Béziers se distingue por su llamativo emplazamiento en lo alto de una colina muy empinada. Después de haber pasado por monótonas llanuras, es encantador ver cómo el amplio valle del Orbe se extiende de repente ante nuestros asombrados ojos, limitado a lo lejos por suaves colinas azuladas. Aun así, el emplazamiento no es tan extraordinariamente bello como para que no nos parezca hiperbólico el proverbio latino que suele citarse en relación con este lugar. Dice nada menos que si Dios quisiera habitar en la tierra, elegiría Béziers. Un tipo ingenioso añadió que si Dios fuera a Béziers, lo crucificarían otra vez.

Cuando alguien del grupo de viajeros contó con mucho detalle un horrible asesinato ocurrido recientemente en la zona de Carcasona, donde habíamos pernoctado la segunda noche, terminó con la observación general: «La révolution a bien démoralisé les Français». Esta correcta afirmación valía también para las costumbres, en cuyo salvajismo aún se percibía muy claramente la perniciosa influencia de la Revolución. Entre el pueblo llano reinaba una crudeza rayana en la brutalidad y un comportamiento basto y repelente. Se veía que no podían olvidar los tiempos salvajes y desenfrenados de los sans-culotte. El limpiabotas más andrajoso entraba en una casa con el sombrero puesto; como mucho le daba un toque con la mano, ni se le ocurría quitárselo. Y al barbero le parecía totalmente correcto tirar al suelo el agua jabonosa. En los restaurantes y en los palcos de los teatros iban todos con la cabeza cubierta, tanto si había señoras presentes como si no, y todos se preocupaban de darse un aspecto marcial que convertía a los petimetres en las caricaturas más ridículas.

Desde Castelnaudary y pasando por una fértil llanura de trigales, llegamos a Toulouse. No lejos de la ciudad me sorprendió ver unas bonitas casas de campesinos construidas en ladrillo caravista. Desde que salí de Suiza no había visto en aldeas y ciudades nada más que muros grises hechos con piedras rocosas desnudas sin encalar ni pintar; una monotonía sin vida que recuerda a las cárceles y a las murallas en ruinas y tiene, al mismo tiempo, algo repugnante. Toulouse, con sus casas hechas de ladrillos rojos y con las muchas alamedas que la rodean formando como un bosquecillo, resulta más alegre y atractiva que la mayoría de las ciudades francesas, que por regla general tienen un aspecto oscuro y poco amigable. El emplazamiento de esta importante ciudad es encantador: una amplia llanura bien cultivada se extiende en todas direcciones a la redonda y está atravesada por el ancho y rápido Garona; al oeste limita con los Pirineos cubiertos de nieves perpetuas que, a pesar de estar alejados a 20 millas, parecen muy cercanos. Sin embargo, el clima se diferencia sensiblemente del de Aviñón y Montpellier; me aseguraron que aquí crece el olivo, pero que no da frutos.

El Garona tiene un puente magnífico que descansa sobre enormes bóvedas. Es destacable allí un molino público para el grano, de construcción sólida y costosa, que está provisto de muchas galerías. Se accede allí desde un bonito muelle y se admira la presa extraordinariamente grande que corta el río todo a lo ancho y forma una potente y estruendosa cascada, que incluso recuerda a las cataratas del Rin en Escafusa. Los tolosanos tienen que agradecer esta magnífica obra, así como el puente y los maravillosos paseos en torno a la ciudad, al último arzobispo difunto, un príncipe real de Brienne que se ha hecho inolvidable por eso.

Una institución loable es el Musée provisoire, que se encuentra en la antigua iglesia de los agustinos. Se han resguardado aquí todos los monumentos y cuadros que pudieron salvarse de la furia destructora, y están expuestos al público. Entre otros vi varios cuadros de Vien, Roux, Champagne y una buena cantidad de copias de maestros italianos; por ejemplo, del famoso San Jerónimo de Domenichino, que por su ejecución tan perfecta no es apenas inferior al original. Las copias remozadas de la Transfiguración de Rafael, del Atila, de la Escuela de Atenas, del Parnaso, etc., merecen una mención especial. Pero lo que más llama la atención de los visitantes es un gran cuadro nuevo pintado por un artista desconocido. Su tema es Guillermo Tell, concretamente en el momento en que, en medio de la violenta tempestad en el lago de los Cuatro Cantones, salta a la escarpada orilla empujando con el pie la barca que amenaza con hundirse y con ello abandona a su destino al gobernador. Los movimientos me parecieron demasiado violentos y el colorido poco fuerte como para quedarme demasiado tiempo contemplando el cuadro con agrado. Mucho más me atrajo un nocturno de Volaire, discípulo de Vernet, que representaba el Vesubio en llamas.

La zona situada entre Toulouse y Tarbes, adonde conduce el camino por Auch, Miélan y Rabastens, es extraordinariamente rica en las más variadas bellezas. Se va subiendo y bajando colinas ininterrumpidamente, los paisajes más bellos se suceden unos a otros y desaparecen luego poco a poco; incluso los ojos más avezados tienen que esforzarse para captar por completo los incontables atractivos de los cuadros naturales más espléndidos. ¡Qué variadas son las formas de las bellas colinas y de los amables valles! ¡Cómo confluyen las unas en los otros de la manera más pintoresca! ¡Qué exuberante cambio de escenas se extiende sobre los risueños campos! Cultivos de hortalizas, praderas, árboles frutales, arbustos, grupos de árboles aislados, viñedos semejantes a arcadas bajas; de cepa en cepa trepan las vides enredándose fuertemente unas con otras; en medio de todo eso: arroyos claros y centelleantes, viviendas aisladas y aldeas enteras. La mirada al final se cansa de tanta variedad inagotable y se ve obligada a centrarse en un solo objeto.

Estas encantadoras colinas se pierden después de Rabastens en una amplia llanura, igualmente cultivada con gran variedad, y entonces surgen con todo su esplendor los Pirineos (que antes estaban a la izquierda) como un imponente anfiteatro, en cuyo centro reina orgulloso el pico de Mediodía (le Pic du Midi). Una calzada muy llana conduce directamente hacia allí, a la pequeña ciudad de Tarbes, junto al fragoroso torrente Adour. No pude dejar de hacer una pequeña escapada a los Pirineos, a Bagnères, situado a unas cuantas leguas, que es famoso por sus aguas medicinales y por su bello emplazamiento. Las zonas que se atraviesan para llegar allí son sorprendentemente llanas, y tan variadas que pueden compararse a un parque. No menos de ocho aldeas que parecen tocarse la una a la otra se encuentran en ese recorrido de cuatro horas. La vid alta está atada a cerezos, y los sarmientos se retuercen de un árbol a otro de manera que las roscas de las cepas forman un emparrado; abajo el suelo está cultivado con cereales y hortalizas, lo cual produce una cosecha múltiple en un solo campo. Es peculiar el aspecto de las casas construidas con grandes cantos rodados aportados por el Adour desde las montañas. Con cada paso se acerca uno más a los Pirineos, a cuyos pies yace la bonita villa de Bagnères en el valle de Campan. Como todavía era primavera temprana, aún no había visitantes en los balnearios; según dicen, luego llegan a ser unos 2.000. La estancia aquí debe tener sin duda muchos alicientes; todo tiene el carácter de un lugar de montaña, de manera que uno se cree transportado a algunos de los amables valles suizos, y sin embargo está todo tan bien cultivado, tan bien preparado para una vida confortable –incluso las caminatas por el valle son muy cómodas porque los caminos, a pesar de las altas paredes rocosas, transcurren por lo llano–, que se disfruta al mismo tiempo de las ventajas de las tierras llanas y de las montañas. Será difícil encontrar en otra zona de alta montaña un acceso más agradable y menos fatigoso que en los Pirineos. Esta peculiaridad es tan destacable como atractiva.

Debido a unas fuertes lluvias que duraron varios días, pude ver muy poco del valle de Campan y tuve que renunciar a la caminata a la gran cascada, que es la más alta de Europa: se precipita desde una altura de 1.200 pies y supera en 300 pies la del Staubbach, en Suiza. Tuve que contentarme con un paseo a la aldea de Campan y St. Marie, pero ese poco ya me proporcionó suficiente placer. Es especialmente bello el contraste de los picos cubiertos de nieve con el risueño valle bañado por el Adour y con las praderas de montaña que los contemplan desde abajo. Llama mucho la atención el tocado de las campesinas, que consiste en un largo velo de paño rojo púrpura que se eleva en la cabeza en forma de pico y cae sobre la espalda.

A una hora después de Tarbes, la capital de la espléndida comarca de Bigorra, la carretera sube a una altura muy empinada, desde la cual lancé una mirada de despedida a estos maravillosos paisajes. El amplio valle parecía un gran altar colmado de las primicias de la venturosa campiña, alrededor del cual se erguían los montes nevados como sacerdotes venerables. Llegamos a Pau al caer la noche y, muy a pesar mío, la oscuridad cubría ya los agradables alrededores de esa pequeña ciudad y el viejo castillo donde nació Enrique IV de Navarra. Celebré la memoria del excelente rey recordando las principales escenas de su admirable vida, y no pude por menos de extrañarme de que su historia todavía no haya inspirado a un gran creador para hacer de ella una representación dramática. En mi opinión, este tema debería ser tratado en la monumental forma épica en que Shakespeare dramatizó una parte de la historia de Inglaterra. Y precisamente lo grande de su vida es cómo un insignificante rey de Navarra se encumbró a la Corona de Francia, contra toda probabilidad y prácticamente solo gracias a su genio, por haber comprendido y aprovechado de manera inteligente las circunstancias del momento; cómo consiguió liquidar poco a poco las muchas facciones del reino, que no pocas veces se destruyeron a sí mismas peleando unas contra otras; cómo mantuvo discretamente a raya a los poderosos rebeldes; con qué sensatez supo conciliar las rencillas religiosas, ocupándose al mismo tiempo tan paternalmente del pueblo; y solo al final, cuando quiso llevar a cabo su gran y original plan de destruir la hegemonía española y fundar una república de estados europeos mediante un areópago de naciones, cayó por la mano asesina de un fanático y todas sus grandes ideas se hundieron con él en la tumba. Mientras estaba asomado a la ventana reflexionando sobre todo esto, vi en la habitación de enfrente a una chica del servicio que parecía dejarse besar en presencia de su amo. Pero por fin se resolvió el enigma: ¡el amante era el huso de la rueca que se llevaba a la boca de cuando en cuando para humedecer el hilo!

En Bayona y alrededores, muy vitalizados por el comercio marítimo, me parecieron destacables las bellas formas de los rostros del otro sexo. Especialmente las frentes abombadas y el arco elevado de las cejas, bajo las cuales nos miran unos ojos traviesos. Sin embargo, la figura y el comportamiento no me parecieron tan bellos; no vi tipos esbeltos ni graciosos. Me complació ver tan bien vestida a la población campesina. Las mujeres gustan de los chales blancos, los velos finos y los colores vivos en general, que concuerdan muy bien con su carácter alegre, divertido y casi revoltoso. Las chicas campesinas están casi siempre saltando y brincando; sus bromas y cánticos nunca tienen fin, de manera que uno siempre tiene a la vista el buen humor de los gascones.

Mi interés más próximo era ahora encontrar a un transportista español con el que poder viajar a Bilbao. Pero solo encontré uno para Vitoria y lo aproveché, ya que la distancia entre estos dos lugares equivale a un solo día de camino.

Fragmentos de un viaje por el sur de Francia, España y Portugal en 1802

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