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VIAJE POR EL RÓDANO DE LYON A AVIÑÓN


El barco mercantil ~ Los compañeros de viaje ~ Vistas del Ródano ~ Comparación del viaje por el Ródano con los viajes por el Danubio y el Rhin ~ Divertida escena en Condrieux ~ Descripción de una cocina francesa ~ Pont Saint Esprit ~ Vista de Aviñón

A las cinco de la madrugada, el barco mercantil (coche d’eau) estaba listo para la partida, tan lleno de cajas, fardos y barriles que era un problema encontrar un pequeño asiento libre. Y los viajeros, un grupo muy variado, tardaron bastante en acomodarse de alguna manera. Eran unas treinta personas, de las cuales las de mayor alcurnia en seguida se separaron haciendo rancho aparte. Las mercancías gozaban de mayor atención que los pasajeros, lo cual a estos les disgustó no poco al principio. Pero los tripulantes del barco, que son la gente más basta que uno se pueda imaginar, no tienen ningún miramiento; más bien parece que buscan ser descorteses y brutales, queriendo imitar a los rudos marineros. Y así, siguiendo su estilo, se habían tatuado en el brazo caracteres extraños, y la miserable embarcación llevaba el orgulloso nombre de Temístocles. Comida y bebida no les faltaba, ni tampoco gritos y maldiciones en su patois, con los cuales saludaban a los barqueros que pasaban. Con el mismo entusiasmo rehuían el trabajo, y su pereza llegaba tan lejos que, cuando el anillo de un remo se rompió, en vez de arreglarlo, intentaron sujetar el remo con una pértiga hasta que por fin se decidieron a hacer una reparación a fondo.

Sin embargo, al habituarnos a estas molestias casi se nos olvidaron, y además tuve la alegría de descubrir entre los pasajeros a un amable inglés que había conocido hacía unas semanas en Zúrich. Como había sido educado en Alemania hablaba tan bien el alemán que creí ver en él a un paisano, y aunque en seguida sospeché que era un aventurero (y con razón, como luego se demostró), hice amistad con él. Se hacía pasar por un capitán inglés a tiempo parcial que había pasado algunos años en la guarnición de Gibraltar y que ahora viajaba a Italia por placer. Un judío alemán hizo un comentario característico sobre él, diciendo que al principio también lo había tomado por alemán porque tenía un aspecto muy amable. La bondadosa y cándida amabilidad a que se refería el judío parece ser, de hecho, la principal característica de la fisonomía de los alemanes, que solo se encuentra en naciones emparentadas con ellos como los suecos y daneses.

Además de estos había otros dos paisanos en el barco: dos oficiales sastres muy jóvenes de la zona de Württemberg que querían probar fortuna en Marsella. Me llamó la atención con qué estupor miraron mi mapa de viaje, pues todavía no habían visto nunca un mapa.

En el pequeño círculo aparte formado por los muy nobles solo era interesante un aristócrata emigrado que regresaba a su ciudad natal, Nimes, después de varios años. Totalmente en consonancia con su carácter nacional, era risueño y bienhumorado, sin expresar por otro lado mucha alegría por volver a ver su ciudad. Y él mismo bromeaba también sobre la frivolidad de su nación.

No mucho después pasamos del Saona al Ródano y pronto perdimos de vista Lyon, que forma una bella perspectiva con las casas de campo a orillas del río. A ambos lados, a lo largo de todo el viaje, las riberas amarillentas no son muy altas ni rocosas, sino más bien pedregosas; y solo raras veces se muestran ruinas de castillos en lo alto. Si no estuvieran cubiertas de viñedos, sobre todo del lado derecho, tendrían un aspecto muy triste. El río solo tiene una anchura considerable en algunos lugares, es de color amarillo sucio, pero la corriente es bastante rápida. Las aldeas tienen un aspecto poco amable debido al color gris y monótono de la roca con que están construidas sus murallas, que todavía siguen en pie. Solo las pequeñas ciudades ofrecen a veces vistas pintorescas. Allí se buscan en vano perspectivas realmente bellas y partes interesantes de carácter romántico. La forma de las torres es peculiar: una pirámide formada por barras de hierro, en la cual la pequeña campana pende libremente.

Me costó un esfuerzo reprimir todos los recuerdos de los magníficos viajes por el Rhin y el Danubio; me asaltaban a cada momento y querían obligarme a comparar lo que veía ahora con lo ya pasado. Si hubiera cedido a ello se me hubiera amargado el placer del viaje, que en sí ya no era muy grande, pues el Ródano queda muy por detrás de los dos ríos principales de Alemania en todos los aspectos: en lo que respecta a belleza y variedad; exceptuando solo el clima meridional, que al acercarse a Aviñón cautiva los sentidos del viajero. En el Ródano no hay huella de la armonía pintoresca con la cual el bosque y el campo, los prados y las viñas, las rocas y las ruinas de castillos, la aldea y la ciudad, la tierra y el agua se funden en un todo tan perfecto que se podría creer que no solo la casualidad, sino también el arte, han participado en la creación de esos maravillosos cuadros románticos. Igualmente, tampoco se encuentra nada parecido a los lúgubres parajes de St. Goar, donde de repente uno parece transportado a un tenebroso lago, o a los encantadores paisajes de Coblenza, o a la variedad de perspectivas que ofrece el Danubio en Straubing, Passau, Linz, en los remolinos de Ratisbona o en Melk.

A mediodía paramos en la villa de Condrieux, donde tuvo lugar un lance muy divertido. Un tropel de mujeres corrió hacia la orilla, y apenas habíamos puesto el pie en tierra, cuando intentaron, gritando fuertemente, apoderarse de nosotros y llevarnos a una hospedería. Toda resistencia fue vana, y hubo que dejarse llevar como un botín por alguna de aquellas bellezas. Esa escena fue un pendant cómico del recibimiento que tuvieron los paladines de Ariosto perdidos en el mar cuando tuvieron que aterrizar en la isla de las mujeres. Estaba preparada la mesa con muchas y buenas viandas del país, y un vino muy agradable y aromático vivificó los ánimos fatigados por el calor.

Cuando partimos de nuevo volvimos a sufrir mucho por el ardor del sol, ya que no había refugio contra él; tanto más reconfortantes fueron por la noche el fresco y la suavidad del aire. Entre los cantos a porfía de los ruiseñores y los quejumbrosos y suaves tonos de una trompa y un fagot tocados con gran sentimiento por dos compañeros de viaje, la barca se deslizaba tranquila como un cisne por la lisa superficie entre los viñedos. Me sentía en la gloria, no veía ni oía nada más que el cielo vespertino sin nubes y los tonos suaves y melodiosos; era como si el barco fuera arrastrado suavemente por las melodías como por un imán. Hicimos noche en Tain, donde, lamentablemente, solo pudimos conseguir malas muestras del famoso vino de L’Hermitage que crece aquí. Sin embargo, todo era extraordinariamente risueño y alegre, y en silencio me di cuenta de cómo aquella música había influido en los ánimos.

Al día siguiente subimos a bordo muy temprano. Soplaba en contra nuestra un viento bastante fuerte que nos obligó a atracar en una seca orilla arenosa después de una travesía de seis horas y de haber desayunado en Valence. Por suerte, las moreras nos protegían del ardor del sol, y bajo ellas tomamos una frugal comida a base de pan, leche y huevos que habíamos traído de una pobre aldea cercana. Tuvimos que permanecer allí aburridos hasta las seis, pero luego pernoctamos en una próspera aldea donde por lo menos conseguimos un buen alojamiento y un buen servicio. Según costumbre francesa, el grupo de viajeros se acomodó en la espaciosa cocina, que en cierta manera puede considerarse como una sala de estar; por lo menos allí hay camas grandes, y lo que aquí uno no esperaría… ¡retretes! Las muchas cacerolas y el gran fuego del hogar, donde se preparan los asados, y el agua en enormes calderas que cuelgan de un gran gancho de hierro hacen posible preparar rápidamente muchos platos. El asador es puesto en marcha por un perrito con ayuda de una rueda de pedal, que a menudo es movida por un pinche de cocina. Cuando yo una vez le llamé le postillon du chien para abreviar, un francés muy correcto se acaloró mucho y me gritó: «le postillon qui mene le chien!».

A veces se oye a más de un alemán clamar en contra de la cocina francesa y alabar la suya propia y la inglesa como la mejor; dicen que esta es más sencilla, más potente y por consiguiente más sana. Yo no puedo asentir en eso, y creo que los franceses, que aprecian tanto la bonne chère, tienen razón cuando consideran sus comidas, que son más ligeras, más picantes y más variadas, como el mejor de los alimentos. A ellas, como al vino, les deben mayormente su temperamento ligero y despierto, la agilidad y destreza en todos sus movimientos y el alegre modo de vida. En cambio, es lo más natural que el porter, el ale y el pudding, el roastbeef medio hecho y el vino de Oporto mezclado con aguardiente produzcan lentitud, torpeza y un temperamento sombrío e inmóvil. Pero ¡allá países, allá costumbres! El suelo y el clima no son iguales en todas partes; por lo tanto, las gentes, que son producto suyo, ¡no pueden ser iguales, así como los animales y las plantas!

Al día siguiente navegamos hasta Pont Saint Esprit, donde ambas orillas están unidas por un notable puente de 1.200 pies de largo que descansa sobre diecinueve grandes arcos. En estos parajes sentí por primera vez las delicias del clima meridional, y divisé (¡una alegría especial para alguien del norte!) la primera higuera. Las damas que paseaban al frescor del atardecer iban adornadas con abundantes rosas, y apenas había empezado el mes de mayo. Las primicias de la temporada estaban ya disponibles en gran cantidad.

Al cuarto día llegamos por fin a Aviñón a mediodía. ¡Qué contento salté por última vez fuera de la maldita arca de Noé, y qué a gusto pagué mis dos táleros franceses al dueño del barco, por los cuales ciertamente no se puede pedir mucha comodidad! La vieja ciudad se muestra a lo lejos bastante impresionante; sobre todo las altas murallas, extraordinariamente bien conservadas, adornadas con muchas almenas, le dan un aspecto imponente, pero el interior no se corresponde con esto; más bien, todo el lugar tiene algo de ruinoso, abandonado y amorfo, pero frente a esta desolación y oscuridad el florido paisaje destaca todavía más. ¡Qué agradable es el amplio panorama que se divisa desde la escarpada roca, bajo la cual fluye el ancho Ródano y en cuyas alturas se halla el antiguo castillo gótico de los papas medio derruido! Los campos extensos y exuberantes, a la derecha el pintoresco monte Ventoux, detrás del cual está Vaucluse, los prados de la pintoresca isla del Ródano, detrás de los cuales se alzan las torres de Villeneuve, la vista, nueva para mí, de los olivos y de los cipreses esparcidos aisladamente, las magníficas ruinas de un viejo puente de piedra, el ancho río…, todo esto forma un conjunto extraordinariamente rico, en el cual con cada mirada se descubre algo nuevo. ¿Quién podría ir a Aviñón y no visitar la gruta de Petrarca en Vaucluse? Al día siguiente fui allí.

Fragmentos de un viaje por el sur de Francia, España y Portugal en 1802

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