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Emma había golpeado el suelo con la coronilla. Tenía la espalda encorvada y el cuello y los miembros estaban contraídos como las patas de una araña asada por el sol.

Corrí hacia ella y apoyé dos dedos en su garganta. El pulso era regular, pero débil.

—¡Emma!

No respondió.

La acomodé de lado con una mejilla apoyada en el mosaico. Luego salí a la carrera al pasillo.

—¡Socorro! ¡Necesito un médico!

Se abrió una puerta y asomó una cabeza.

—¡Emma Rousseau ha sufrido un colapso! ¡Llame a emergencias!

Se enarcaron las cejas y la boca formó un círculo.

—¡Ahora!

La cabeza desapareció. Corrí de nuevo junto a Emma. Segundos más tarde dos ATS entraron en la sala como una tromba. Comenzaron a hacerme preguntas mientras cargaban a Emma en una camilla.

—¿Qué pasó?

—Se desplomó.

—¿La movió?

—La puse de lado para despejar la tráquea.

—¿Enfermedades?

Lo miré sin saber qué decir.

—¿Tomaba alguna medicación?

Me sentí impotente. No tenía idea.

—Apártese, por favor.

Oí el ruido de las ruedas de goma en el mosaico. Un chirrido suave.

Después la puerta de la sala de autopsias se cerró con un chasquido.


Emma tenía los ojos cerrados. Un tubo iba de su brazo izquierdo a una bolsa de suero colgada por encima de su cabeza. El tubo estaba sujeto con cinta adhesiva. El color difería muy poco del color de la piel de mi amiga.

Ella siempre había sido pura energía, una fuerza de la naturaleza. Ahora no. En la cama del hospital se la veía pequeña y frágil.

Me acerqué de puntillas al cubículo y le sujeté la mano.

Emma abrió los ojos.

—Lo siento, Tempe.

Sus palabras me sorprendieron. ¿No era yo quien tenía que disculparse? ¿No era yo quien no había hecho caso de las señales de angustia?

—Descansa, Emma. Hablaremos más tarde.

—Linfoma no-Hodgkin.

—¿Qué? —Un acto reflejo. Negación. Sabía lo que Emma me estaba diciendo.

—Tengo el linfoma no-Hodgkin. LNH. Y no hablo de hockey. —Una sonrisa débil.

—¿Desde cuándo? —Algo helado comenzó a formarse en mi pecho.

—Desde hace un tiempo.

—¿Cuánto tiempo?

—Un par de años.

—¿De qué tipo? —Una estupidez. No sabía nada de linfomas.

—Nada exótico. Es el linfoma B difuso de célula grande. —De corrido, como si hubiese escuchado o leído las palabras mil veces. Dios bendito, era lo más probable.

Tragué saliva.

—¿Estás en tratamiento?

Emma asintió.

—Estaba en remisión, pero he recaído. Estoy recibiendo quimioterapia en régimen externo. Vincristina, prednisolone, doxorubicina y ciclofosfamida. Lo que más me preocupa es la infección. Las drogas citotóxicas se cargan el sistema inmunológico. Una buena ofensiva de estafilococos podría matarme.

Quería cerrar los ojos, hacer que todo esto desapareciera. Los mantuve abiertos.

—Eres una fiera. —Una sonrisa forzada—. Te pondrás bien.

—El sábado me enteré de que no respondo al tratamiento todo lo bien que esperaba el médico.

La llamada telefónica con la mala noticia. ¿Era esto lo que Emma había comenzado a compartir fuera del hospital? ¿Había estado yo demasiado ocupada con el esqueleto para escucharla? ¿Había hecho algo para desalentar su confianza?

—¿Se lo has dicho a alguien?

Emma negó con la cabeza.

—Lo del sábado no era migraña.

—No.

—Tendrías que habérmelo dicho, Emma. Podrías haber confiado en mí.

Mi amiga se encogió de hombros.

—No puedes ayudarme. ¿Para qué preocuparte?

—¿Tu personal lo sabe?

Los ojos de Emma se encendieron por un momento.

—He perdido algo de peso y pelo, pero aún puedo hacer mi trabajo.

—Por supuesto que sí.

Acaricié la mano de Emma. Comprendía a mi amiga. Aunque no del todo.

Emma estaba muy comprometida con su trabajo, y no permitiría que nada se interpusiese en su realización. En ese sentido éramos clones.

Sin embargo, había algo más que impulsaba a Emma Rousseau. Algo que nunca había comprendido del todo. ¿Un anhelo de poder? ¿De reconocimiento? ¿Algún deseo maníaco de destacar? Emma marchaba al ritmo de un tambor que yo no oía.

—En la actualidad tienen mucho éxito en el tratamiento del linfoma. —Fatal como consoladora, apelé a las frases manidas.

—Ya lo puedes decir.

Emma levantó una mano. Chocamos las palmas. Su mano cayó de nuevo sobre la sábana.

Linfoma B difuso de célula grande. Un linfoma de primera categoría. El cáncer era destructivo y se extendía deprisa.

Noté un escozor en los ojos. Una vez más, conseguí mantenerlos abiertos. Que mis labios mantuviesen la sonrisa.

El sonido apagado de Bad Boys llegó desde el armario de la mesa de noche.

—Es mi móvil —dijo Emma.

—¿No es el tema de COPS?

Emma hizo un gesto de impaciencia.

—Está en la bolsa de plástico junto con mi ropa.

Cuando saqué el móvil la música había cesado. Emma miró la pantalla y apretó la tecla de llamada.

Tenía claro que debía protestar, que debía recomendar el descanso y evitar el estrés, pero sería inútil. Emma haría lo que debía hacer. En ese aspecto, también éramos clones.

—Emma Rousseau.

Oí una voz débil en el altavoz del móvil.

—He estado retenida —explicó Emma.

—¿Retenida? —susurré.

Emma me hizo callar con un gesto.

Puse los ojos en blanco. Emma me señaló con un dedo admonitorio.

—¿Quién llamó?

La voz respondió sin que yo consiguiese entender las palabras.

—¿Dónde?

Emma me indicó que debía escribir. Saqué un boli y papel de mi bolso. El tubo del suero resonó mientras Emma escribía.

—¿Quién está al cargo?

La voz se explayó.

—Deme los detalles.

Emma cambió el móvil de posición y dejé de oír la voz. Siempre atenta a su interlocutor, su mirada buscó el reloj de pulsera. No estaba allí. Señaló el mío. Se lo mostré.

—No toquen el cuerpo. Estaré allí dentro de una hora.

Emma cortó la comunicación, apartó la sábana y pasó las piernas por encima del borde de la cama.

—Ni lo sueñes —protesté, y apoyé las manos en sus rodillas—. Si no me equivoco, acabas de perder el conocimiento hace unas horas.

—El médico de urgencias dice que es consecuencia de la fatiga producida por la medicación. Todas mis constantes vitales son correctas.

—¿Fatiga? —Incluso para Emma era exagerar demasiado.

—Te desplomaste y estuviste a punto de dejar los sesos en el suelo.

—Ahora estoy bien. —Emma se levantó, dio un paso y le fallaron las rodillas. Se sujetó a la cabecera de la cama y cerró los ojos. Intentaba obligar a su cuerpo a que funcionase—. Estoy bien —insistió.

No me molesté en discutir. Le solté los dedos, la acomodé de nuevo en la cama y la tapé con la sábana hasta la cintura.

—Tengo tanto que hacer —afirmó con voz débil.

—No irás a ninguna parte hasta que un médico te dé el alta —señalé.

Emma puso los ojos en blanco de una manera que me llegó al alma.

Miré a mi amiga. No tenía marido ni hijos. Ningún amante que yo supiese. Había hablado una vez de una hermana distanciada, pero de eso hacía años. Hasta donde sabía, Emma no tenía a nadie cercano en su vida.

—¿Tienes amigos que puedan cuidar de ti?

—Una legión. —Emma apartó una mota inexistente de la sábana—. No soy la loca solitaria que crees que soy.

—No lo he pensado ni por un instante —mentí.

En aquel mismo momento, entró en el cubículo un médico residente de urgencias. Tenía el pelo negro grasiento y el aspecto de llevar levantado desde que Reagan había ocupado la Casa Blanca. Una tarjeta de plástico blanca en la bata decía que su nombre era Bliss.[3]

¿Podía ser que la tarjeta fuese algo así como un mensaje subliminal? «Te deseo toda la dicha del mundo.»

Bliss comenzó a buscar entre las páginas del historial de Emma.

—Dígale que no me está viendo como la donante de órganos del día —le pidió Emma.

Bliss la miró.

—Está bien.

—Se desmayó hace dos horas —señalé.

—El tratamiento que recibe puede debilitarla. —Bliss se volvió hacia Emma—. No podrá correr la maratón, pero por lo demás ya puede marcharse. Siempre y cuando no olvide consultar con su médico.

Emma levantó el pulgar.

—Tiene la intención de volver al trabajo ahora mismo —comenté.

—No es una gran idea —dijo Bliss—. Váyase a su casa. Tómese su tiempo para recuperar fuerzas.

—No juego con los Carolina Panthers —protestó Emma.

—¿A qué se dedica? —Cansado, mientras tomaba notas en la planilla.

—Es la forense —respondí.

Bliss dejó de escribir y miró a Emma.

—Ahora sé por qué el nombre me resultaba conocido.

Apareció una enfermera. Bliss le dijo que retirase la vía del suero.

—Su amiga tiene razón. —Bliss volvió a pasar las páginas del historial—. Tómese el día libre. Si no reposa puede repetirse el episodio.

No había acabado de marcharse Bliss que Emma ya estaba llamando a Gullet. El sheriff había salido. Emma dijo que ella en persona se encargaría de dejar el formulario del CNIC.

Cortó la llamada, se vistió y salió del cubículo. La seguí, dispuesta a convencerla de que se fuese a su casa. Si no lo conseguía, me mantendría cerca por si acaso volvía a desplomarse.

Juntas, metimos a CCC-2006020277 en la bolsa de cadáveres y le pedimos a un técnico que lo devolviese al frigorífico. Después guardamos las placas radiográficas y recogimos las planillas. Mientras tanto, aproveché para seguir con mi campaña para que Emma se fuese a la cama.

—Estoy bien —fue la respuesta de Emma todas las veces.

Salir del hospital fue como meterse en una piscina de miel caliente. Emma se apresuró a bajar la rampa como si quisiera poner distancia entre nosotras.

Le di alcance y lo intenté por última vez.

—Emma —dije en un tono más brusco de lo que pretendía. Me sentía irritada y me había quedado sin argumentos—. Estamos a treinta y seis grados centígrados. Estás agotada. Ningún caso es tan importante que no pueda esperar hasta mañana.

Emma soltó un bufido, furiosa.

—La llamada que acabo de recibir era de uno de mis investigadores. Una pareja de chicos encontró esta tarde un cadáver en el bosque.

—Deja que se ocupe el investigador.

—El caso puede ser delicado.

—Todas las muertes son delicadas.

—Maldita sea, Tempe. Supongo que en los primeros dos mil o tres mil casos en los que he trabajado no me había dado cuenta.

Me limité a mirarla.

—Lo siento. —Emma se apartó el pelo de la frente—. Hará cosa de unos tres meses desapareció un chico de dieciocho años. Un historial de depresión, sin dinero ni pasaporte y sin que llevase ninguna pertenencia personal.

—¿La poli sospechó un suicidio?

Emma asintió.

—Nunca se encontró una nota o un cadáver. Mi investigador cree que podría ser él.

—Deja que el investigador se ocupe del traslado del cadáver.

—Aquí no hay margen de error posible. Su padre es un político de la región. El tipo está furioso, protesta a voz en cuello y tiene amigos entre los poderosos. Es una combinación peligrosa.

Me pregunté de nuevo si el revés sufrido en el incidente del crucero no estaba afectando más a Emma de lo que había creído.

—¿Qué alertó a tu investigador?

—Los restos cuelgan de un árbol. El árbol está a poco más de un kilómetro de la última dirección conocida del chico.

Me imaginé la escena. Era demasiado conocida.

—¿Se lo han comunicado al padre?

Emma sacudió la cabeza.

El plan B.

—A ver qué te parece esto —propuse—. Le dices a papá que la policía considera la desaparición de su hijo como un caso de máxima prioridad. Se ha encontrado un cadáver, pero los tres meses de exposición a los elementos complican los análisis. Se necesita la colaboración de un experto independiente para hacer la identificación.

Como siempre, Emma lo pilló de inmediato.

—La Oficina del Forense quiere lo mejor, y el coste no es un obstáculo.

—Me gusta como piensas.

Emma me obsequió con una sonrisa débil.

—¿Lo harías de verdad?

—¿Tienes autoridad para meterme en el caso?

—Sí.

—Lo haré si me prometes que te irás a casa y te acostarás.

—¿Qué te parece esto? —replicó Emma—. Yo le entrego los formularios del CNIC al sheriff, lo pongo a trabajar en el esqueleto de Dewees. Tú supervisas la recuperación de mi víctima ahorcada. Y nos mantenemos en contacto por teléfono.

—Después de que duermas.

—Sí, sí.

—Parece un plan.

Ningún hueso roto

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