Читать книгу Ningún hueso roto - Kathy Reichs - Страница 5
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ОглавлениеNunca falla. Estás a punto de acabar un trabajo cuando alguien tropieza con el gran descubrimiento de la temporada.
Vale. Puede que exagere. Pero está rematadamente cerca de lo que ocurrió. El resultado final fue mucho más inquietante que cualquier descubrimiento de última hora de un trozo de cerámica o los restos de una hoguera.
Ocurrió el 18 de mayo, el penúltimo día del trabajo de campo de la escuela de arqueología. Tenía a veinte estudiantes cavando en un yacimiento en Dewees, una isla barrera al norte de Charleston, Carolina del Sur.
También tenía a un periodista. Con el coeficiente intelectual del plancton.
—¿Dieciséis cuerpos? —Plancton abrió una libreta de espiral mientras su cerebro elaboraba visiones de los dos famosos asesinos en serie Dahmer y Bundy—. ¿Identificación de las víctimas?
—Las tumbas son prehistóricas.
Puso los ojos en blanco y entrecerró los párpados hinchados.
—¿Antiguos indios?
—Nativos americanos.
—¿Me han mandado a cubrir indios muertos? —Seguro que no iba a recibir ningún premio a la corrección política.
—¿Le han mandado? —Cortante.
—El Moultrie News. El periódico de la comunidad de East Cooper.
Charleston, como Rhett Butler le dijo a Scarlett, es una ciudad marcada por la gracia genial del pasado. Su corazón es la Península, un distrito de casas anteriores a la guerra de Secesión, con calles adoquinadas y mercados al aire libre, limitado por los ríos Ashley y Cooper. Los charlestonianos definen su territorio con estos dos cursos de agua como referencia. Los barrios se denominan West Ashley y East Cooper; este último incluye Mount Pleasant y tres islas: Sullivan’s, Palms y Dewees. Supuse que el periódico de Plancton correspondía a este barrio.
—¿Y usted es? —pregunté.
—Homer Winborne.
Muy acertado. La sombra de la barba y la barriga trabajada a base de comida basura recordaban bastante a Homer Simpson.
—Estamos muy ocupados, señor Winborne.
Winborne no hizo el menor caso.
—¿No es ilegal lo que hacen?
—Tenemos un permiso. Van a construir una urbanización en la isla, y en este pequeño trozo van a edificar casas.
—Pero ¿por qué preocuparse? —El sudor empapaba la frente de Winborne. Cuando sacó un pañuelo, vi una garrapata que caminaba por el cuello de la camisa.
—Soy antropóloga de la Universidad de Carolina del Norte de Charlotte. Mis estudiantes y yo estamos aquí a petición del estado.
Aunque la primera parte correspondía bastante a la realidad, el resto quizás era exagerar un poco. En realidad lo que pasaba era lo siguiente.
La sección de Arqueología del Nuevo Mundo de la UCCN organizaba una excavación estudiantil cada mes de mayo. A finales de marzo de este año, la profesora había comunicado que había aceptado un cargo en Purdue. Ocupada en el envío de currículos durante el invierno, se había olvidado de la escuela de campo. Sayonara. Adiós profesora, adiós yacimiento.
Aunque mi especialidad es la forense, y de hecho ahora trabajo con cadáveres enviados a jueces de instrucción y médicos forenses, mi formación y los principios de mi carrera profesional estuvieron dedicados a difuntos no tan recientes. Para mi tesis doctoral había examinado miles de esqueletos prehistóricos recuperados de los montículos funerarios de toda América del Norte.
La escuela de campo es uno de los cursos más populares del Departamento de Antropología y, como siempre, el cupo estaba lleno. La inesperada marcha de mi colega hizo que el director del departamento entrase en un estado de pánico absoluto. Me suplicó que me hiciese cargo. ¡Los estudiantes no querían perdérselo! ¡El regreso a mis raíces! ¡Dos semanas en la playa! ¡Una paga extraordinaria! Creí que acabaría por incluir un Buick.
Le había sugerido que llamase a Dan Jaffer, un bioarqueólogo y colega mío del Departamento Forense de Palmeto State, en el sur. Alegué posibles casos en el Departamento Forense de Charlotte, o en el Laboratorio de Ciencias Jurídicas y Medicina Legal de Montreal, los dos organismos de los que soy consultora habitual.
El director dijo que lo consultaría. Buena idea, pero mal momento. Dan Jaffer estaba de camino a Irak.
Me había puesto en contacto con Jaffer y él me sugirió Dewees como lugar para una posible excavación. Iban a destruir un montículo funerario, y él había intentado detener a las excavadoras hasta que se pudiese valorar la importancia del yacimiento. Como era de esperar, el promotor inmobiliario hizo caso omiso de sus peticiones.
Me había puesto en contacto con la Oficina de Arqueología del Estado de Columbia, y por recomendación de Dan habían aceptado mi ofrecimiento de excavar unas cuantas catas, con el consiguiente disgusto del promotor.
Así que aquí estaba yo. Con veinte estudiantes. Y, en nuestro décimo tercer y penúltimo día, con Cerebro de Plancton.
Mi paciencia se agotaba por momentos.
—¿Nombre? —preguntó Winborne como quien pregunta por el nombre de una semilla.
Contuve el impulso de marcharme. Dale lo que quiere, me dije a mí misma. Se marchará. O, con suerte, morirá de un golpe de calor.
—Temperance Brennan.
—¿Temperance? —Divertido.
—Sí, Homer.
Winborne se encogió de hombros.
—No es un nombre que se oiga mucho.
—Me llaman Tempe.
—Como la ciudad de Utah.
—Arizona.
—Correcto. ¿Qué tribu de indios?
—Lo más probable es que sean sewee.
—¿Cómo sabe que estaban aquí?
—A través de un colega de la UCS-Columbia.
—¿Cómo lo supo él?
—Encontró un grupo de pequeños montículos mientras exploraba el lugar tras el anuncio de la construcción de una urbanización.
Winborne se tomó un momento para escribir unas notas en su libreta. O quizás estaba ganando tiempo para que se le ocurriese alguna pregunta inteligente. A lo lejos oía la charla de los estudiantes y el ruido de los cubos. Una gaviota lanzó un graznido y otra le respondió.
—¿Montículos? —A nadie se le ocurriría poner a este tipo entre los finalistas para el Pulitzer.
—Después de cerrar las tumbas, las tapaban con conchas y arena.
—¿Qué sentido tiene desenterrarlos?
Ya lo tenía. Le soltaría al muy cretino el remedio infalible para acabar con cualquier entrevista. La jerga técnica.
—Las costumbres funerarias de las poblaciones aborígenes de la costa sudeste son poco conocidas, y este yacimiento podría consolidar o refutar relatos etnohistóricos. Muchos antropólogos creen que los sewee eran parte del grupo cusabo. Según algunas fuentes, las prácticas funerarias cusabo incluían el descarnamiento de los cadáveres y luego colocaban los huesos en haces o cajas. Otros describen la colocación de los cadáveres en plataformas al aire libre para permitir la descomposición antes de enterrarlos en fosas comunes.
—Caray. Es muy fuerte.
—¿No lo es mucho más vaciar la sangre de un cadáver y reemplazarla con conservantes químicos, inyectar ceras y perfumes y aplicar maquillaje para simular la vida, y después enterrarlo en un ataúd hermético y en criptas para impedir la descomposición?
Winborne me miró como si le hubiese hablado en sánscrito.
—¿Quién hace eso?
—Nosotros.
—¿Qué han encontrado?
—Huesos.
—¿Solo huesos? —La garrapata avanzaba ahora por el cuello de Winborne. ¿Avisarle? Qué va. El tipo era un plasta.
Comencé con el típico rollo de poli y forense.
—El esqueleto nos da la historia de un individuo. Sexo. Edad. Antepasados. En algunos casos, la historia clínica o cómo murió. —Con mucha intención eché una ojeada a mi reloj, y continué con el rollo arqueológico—. Los huesos antiguos son una fuente de información de las poblaciones extinguidas. Cómo vivían, cómo morían, qué comían, las enfermedades que padecían...
La mirada de Winborne pasó por encima de mi hombro. Me volví.
Topher Burgess venía hacia mí, con diversos restos de materias orgánicas e inorgánicas pegadas a su torso bronceado. Bajo y rechoncho, con una gorra de punto, gafas con montura metálica y unas patillas enormes, el chico me recordó al pirata Smee, la mano derecha del capitán Garfio, en su época de estudiante.
—Hay un extraño intruso en el tres-este.
Esperé, pero Topher no dio más detalles. No tenía nada de particular. Los exámenes de Topher a menudo consistían en respuestas de una sola frase.
—¿Extraño? —lo animé.
—Es articulado.
Una frase completa. Gratificante, aunque no esclarecedora. Le hice un gesto con las manos en señal de «dime más».
—Creemos que es un intruso. —Topher pasó su peso de un pie descalzo a otro. Fue un gran esfuerzo.
—Lo comprobaré en un minuto.
Topher asintió, dio media vuelta y caminó de nuevo hacia la excavación.
—¿Qué significa «articulado»? —La garrapata había llegado a la oreja de Winborne y al parecer estaba considerando rutas alternativas.
—En una alineación anatómica correcta. Es poco frecuente en los enterramientos secundarios, los cadáveres sepultados después de perder la carne. Los huesos suelen estar mezclados, algunas veces en gavillas. De vez en cuando en estas fosas comunes aparecen uno o dos esqueletos articulados.
—¿Por qué?
—Por muchas razones. Quizás alguien murió momentos antes de que cerrasen una fosa común. Quizás el grupo se trasladaba, y no tenían tiempo para esperar a la descomposición.
Pasaron diez segundos dedicados a escribir, durante los cuales la garrapata desapareció de la vista.
—Intruso. ¿A qué se refiere?
—A que el cuerpo pudo ser colocado en la tumba en algún momento posterior. ¿Quiere echar una mirada?
—Me muero de ganas. —Winborne se llevó el pañuelo a la frente y suspiró como si estuviese en un escenario.
Me compadecí.
—Tiene una garrapata en el cuello.
Winborne se movió a una velocidad que parecía imposible en un hombre con semejante corpachón. Tiró del cuello de la camisa, se dobló y se palmeó el cuello, todo en un mismo movimiento. La garrapata cayó en la arena y se rehízo, al parecer acostumbrada al rechazo.
Me puse en marcha evitando los agrupamientos de avena de mar, con sus borlas inmóviles en el aire húmedo. Estábamos en mayo, y el termómetro ya marcaba treinta y tres grados. Aunque me encantaba la región del Lowcountry, me sentía muy afortunada de no tener que estar cavando aquí en verano.
Caminé deprisa, a sabiendas de que Winborne no podría seguir el paso. ¿Mala? Pues claro. Pero de todas formas, había poco tiempo. No podía desperdiciarlo con un reportero idiota.
Además mi conciencia estaba tranquila gracias a la garrapata.
En el radiocasete de alguno de los estudiantes sonaba una canción que no reconocí, interpretada por un grupo cuyo nombre no conocía y que no hubiese recordado de haberlo sabido. Prefería los gritos de las aves marinas y el ruido de las olas, aunque lo que escuchaban era mejor que el heavy metal que solían poner los chicos.
Mientras esperaba a Winborne, observé la excavación. Habían excavado y vuelto a llenar dos catas. En la primera no había nada más que tierra. En la segunda habían encontrado huesos humanos, una prueba inicial de las sospechas de Jaffer.
Otras tres zanjas continuaban abiertas. En cada una, los estudiantes trabajaban con paletas, acarreaban cubos y cribaban la tierra con unas mallas metálicas colocadas sobre caballetes.
Topher tomaba fotos de la cata más al este. El resto de su equipo permanecía sentado en la posición del loto, con la mirada fija en el foco de interés.
Winborne apareció a mi lado, junto al borde. Jadeaba y resoplaba a más no poder. Se enjugó el sudor de la frente al mismo tiempo que intentaba recuperar el aliento.
—Un día caluroso —comenté.
Winborne asintió, su rostro tenía el color del sorbete de moras.
—¿Está bien?
—De maravilla.
Me encaminé hacia Topher cuando la voz del periodista me detuvo.
—Tenemos compañía.
Al volverme, vi a un hombre con un polo rosa y pantalón caqui que caminaba a paso rápido a través, no alrededor, de las dunas. Era pequeño, casi del tamaño de un niño, con el pelo canoso cortado casi al rape. Lo reconocí en el acto. Ricard L. Dickie Dupree, empresario, promotor inmobiliario y un sinvergüenza de tomo y lomo.
Dupree venía acompañado por un basset cuya lengua y cuya barriga casi tocaban el suelo.
Primero el periodista, ahora Dupree. No había duda de que el día iba cada vez mejor.
Sin hacer caso de Winborne, Dupree se encaró conmigo con la decisión de un mulá talibán. El perro se quedó atrás para regar unas cuantas avenas de mar.
Todos sabemos lo que es el espacio personal, aquella zona vacía que necesitamos tener entre nosotros y los demás. Para mí dicha zona tiene una anchura de cuarenta y cinco centímetros. Si la traspasas, me pongo nerviosa.
Vale, algunos desconocidos se acercan por razones de oído o visión, otros, porque provienen de culturas diferentes. Pero este no era el caso de Dickie. Dupree creía que la proximidad le daba una mayor fuerza de expresión.
Se detuvo a treinta centímetros de mi rostro, cruzó los brazos y me miró a los ojos.
—Espero que todo esto esté acabado para mañana. —Más que una pregunta era una afirmación.
—Así es. —Di un paso atrás.
—¿Y después? —El rostro de Dupree era como el de un pájaro, los huesos afilados debajo de la rosada piel translúcida.
—Presentaré un informe preliminar a la Oficina de Arqueología del Estado la semana que viene.
El basset se acercó para olisquearme la pierna. Parecía tener unos ocho años como mínimo.
—Coronel, no seas descortés con la damita —le dijo Dupree. Después añadió—: Solo quiere conocerla. Disculpe sus modales.
La damita rascó a Coronel detrás de una de sus orejas sarnosas.
—Es una vergüenza desilusionar a las personas por un puñado de viejos indios. —Dupree sonrió con lo que sin duda consideraba una sonrisa de «caballero sureño». Lo más probable era que la ensayase delante del espejo mientras se cortaba los pelos de la nariz.
—Muchos consideran la herencia de este país como algo valioso —señalé.
—Así y todo, no podemos permitir que estas cosas detengan el progreso, ¿verdad?
No respondí.
—¿Comprende mi posición, señora?
—Sí, señor. La comprendo.
Aborrecía la posición de Dupree. Su meta era el dinero, ganado de cualquier manera que no le llevase a chirona. Al diablo con el bosque, los humedales, la costa, las dunas, y toda la cultura que estaba aquí antes de que llegaran los ingleses. Dickie Dupree habría volado el templo de Artemisa si hubiera interferido en sus planes.
Detrás de nosotros, Winborne permanecía inmóvil. Sabía que estaba escuchando.
—¿Y qué dirá ese erudito documento? —Otra sonrisa estilo «Sheriff de Mayberry».
—Que debajo de esta zona existe un cementerio precolombino.
La sonrisa de Dupree vaciló, se sostuvo. Al notar la tensión, o quizás aburrido, Coronel me abandonó por Winborne. Me sequé las manos en el pantalón corto.
—Usted sabe tan bien como yo lo que harán esos tipos de Columbia. Un informe de esa naturaleza me retrasará durante un tiempo. La demora me costará dinero.
—Un yacimiento arqueológico es un bien cultural no renovable. Una vez desaparecido, lo hace para siempre. Por la tranquilidad de mi conciencia no puedo permitir que sus necesidades influyan en mis hallazgos, señor Dupree.
Desapareció la sonrisa, y Dupree me miró con frialdad.
—Eso ya lo veremos. —La velada amenaza se suavizó un poco con el amable deje lugareño.
—Sí, señor, ya lo veremos.
Dupree sacó un paquete de Kools del bolsillo, encendió un cigarrillo. Arrojó la cerilla, dio una larga calada, asintió y se alejó hacia las dunas. Coronel le siguió.
—Señor Dupree —lo llamé.
Dupree se detuvo, pero no se volvió para mirarme.
—Es una irresponsabilidad ecológica caminar por las dunas.
Dupree levantó una mano y continuó su camino.
La furia y el desprecio crecieron en mi pecho.
—Parece que Dickie no es su favorito para el Hombre del Año.
Me volví. Winborne estaba desenvolviendo un chicle. Lo miré mientras se lo ponía en la boca. Le reté con la mirada a que se atreviese a arrojar el envoltorio de la misma manera que Dupree había arrojado la cerilla.
Captó el mensaje.
Sin decir palabra, hice un giro de ciento ochenta grados y caminé hacia el tres-este. Oí las pisadas de Winborne a mi lado.
Los estudiantes guardaron silencio cuando me reuní con ellos. Ocho ojos me siguieron cuando salté al interior de la fosa. Topher me pasó una paleta. Me agaché y me vi envuelta por el olor de la tierra removida.
También algo más. Dulce. Fétido. Débil, pero inconfundible.
Un olor que no debería estar ahí.
Se me hizo un nudo en el estómago.
Me puse a gatas y examiné la rareza de Topher, un segmento de columna vertebral que se curvaba hacia afuera por la mitad de la pared occidental.
Por encima de mi cabeza, los estudiantes ofrecían explicaciones.
—Estábamos limpiando los costados para poder tomar fotos de la estratografía.
—Vimos la tierra manchada.
Topher añadió unos pocos detalles.
No les oía. Estaba ocupada con la paleta para crear una vista de perfil del enterramiento en el lado oeste de la fosa. Con cada paletada mi aprensión iba en aumento.
Media hora de trabajo dejó a la vista la columna vertebral y el borde superior de la pelvis.
Me senté, con un cosquilleo en el cuero cabelludo.
Los huesos estaban unidos por los músculos y los ligamentos.
Mientras miraba, el sol se reflejó en el cuerpo esmeralda de la primera mosca que acudió.
Jesús bendito.
Me levanté. Me quité la tierra de las rodillas. Necesitaba un teléfono.
Dickie Dupree tendría que preocuparse de algo más que los antiguos sewee.