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ОглавлениеEmma tiró el móvil sobre el mostrador, cerró los ojos y permaneció inmóvil. La miré, consciente de que intentaba dominar el martilleo en su cabeza.
He padecido migraña. Conozco perfectamente el dolor. Sabía que ni siquiera en el caso de Emma, la fuerza de voluntad vencería. Nada calma la dilatación de las venas craneales excepto el tiempo y el sueño. Y los medicamentos.
Me centré de nuevo en las medidas. Lo mejor era acabar cuanto antes con la estimación de la estatura para que Emma pudiese irse a casa y dormir. Si quería hablar de la llamada telefónica, ya lo haría.
Oí como se abría y cerraba la puerta.
Había pasado de la tabla osteométrica a mi ordenador cuando se abrió de nuevo la puerta. Las pisadas cruzaron el suelo de azulejos mientras yo introducía la última medida y le pedía al programa que hiciese el cálculo.
—Revisé las prendas. —Emma estaba a mi lado—. No hay cinturón, zapatos, joyas o efectos personales. Nada en los bolsillos. La tela está podrida y las etiquetas apenas si se ven, pero creo que los pantalones son de una cuarenta y ocho larga. Si eran los suyos, el tipo no era bajo.
—Entre un metro setenta y cinco y un metro ochenta y dos. —Me aparté un poco para que pudiese ver mejor la pantalla.
Emma leyó la estatura estimada y se acercó a la mesa. Alargó una mano para acariciar el cráneo.
—¿Quién eres, hombre blanco, alto y cuarentón? —La voz de Emma era suave, tan íntima como una caricia—. Necesitamos un nombre, grandullón.
El momento era tan personal que me sentí como una espía.
Así y todo comprendía muy bien el significado de las palabras de Emma.
Gracias a las series policíacas de la televisión, que no están lo que se dice muy bien documentadas, el público tiene ahora al ADN como la brillante Excalibur de la justicia moderna. Hollywood ha propalado el mito de que la doble hélice resuelve todos los enigmas, abre todas las puertas, corrige todos los males. ¿Tiene huesos? Ningún problema. Extraiga el ADN y deje que la pequeña molécula obre su magia.
Por desgracia, no funciona de esa manera en el tema de los cuerpos sin nombre. Un ser anónimo existe en el vacío, despojado de todo lo que lo une a la vida. El anonimato significa no tener familia, un dentista, un hogar donde buscar un cepillo de dientes o un chicle.
Ningún nombre.
Con nuestro perfil, Emma podía ahora enviar al CCC-2006020277 al sistema y buscar las coincidencias entre las personas desaparecidas. Si las coincidencias dan una cantidad de nombres manejable, podía solicitar las historias médicas y dentales y ponerse en contacto con los familiares para comparar las muestras de ADN.
Levanté un poco el borde del guante de la mano izquierda para consultar mi reloj. Las cuatro cuarenta y cinco.
—Llevamos trabajando ocho horas —dije—. Este es el plan. Comenzaremos de nuevo el lunes. Tú pide las radiografías de cuerpo entero. Yo revisaré las radiografías y examinaré los huesos mientras el dentista se encarga de los dientes. Después lo pasas todo por el CNIC.
Emma se volvió. Las luces fluorescentes hacían que su rostro pareciese carne de autopsia.
—Estoy tan animada como Cerbero —comentó, con voz apagada.
—¿Quién es Cerbero? —pregunté.
—No estoy segura.
—Te vas a casa.
No discutió.
En el exterior, la tarde era pesada y húmeda. Era plena hora punta y el humo de los tubos de escape se mezclaba con el aire salado proveniente del mar. Aunque era mayo, la ciudad ya olía a verano.
Emma y yo bajamos la rampa. Antes de separarnos, titubeó, separó los labios como si fuese a hablar. Creí que iba a explicarme la llamada telefónica. En cambio, me deseó un buen fin de semana y se marchó por la acera.
El coche era un horno. Bajé las ventanillas. Puse el CD de Sam Fisher, People Living. Melancólica. Volátil. La música ideal para mi humor.
Al cruzar el río Cooper, vi los nubarrones que asomaban por el este. Se avecinaba una tormenta. Decidí pasar por Simmon’s Seafood y después cenar sola en casa.
La pescadería estaba vacía. En las bandejas de acero quedaban los restos de la pesca del día sobre un lecho de hielo picado.
Hasta la última célula de mi hipotálamo se despertó ante la visión del pez espada.
También los muchachitos de la conciencia. ¡Sobrepesca! ¡Especies en declive! ¡Incumplimiento de las leyes pesqueras!
Perfecto. De todas maneras, ¿no se supone que el pez espada está cargado de mercurio?
Eché un vistazo a las lampugas.
Ninguna protesta del púlpito de matones en mis lóbulos frontales.
Como siempre cené en la terraza, con la interpretación por parte de la naturaleza de un espectáculo de luz en tres actos. Me imaginé el libreto.
Escena I, la luz del sol se apaga y la noche va desplazando al día poco a poco. Escena II, los relámpagos danzan un fandango en las nubes de un color verde oscuro. Escena III, todo pasa a gris mientras la lluvia machaca las dunas y el viento fustiga las palmeras.
Dormí como un bebé.
Me desperté con el sol que alumbraba las cortinas. Y los golpes.
Me incorporé en la cama. Intenté ubicar el sonido. ¿La tormenta había soltado una de las persianas contra huracanes? ¿Había alguien en casa?
Miré el reloj. Las ocho cuarenta.
Me puse la bata, fui de puntillas hasta las escaleras, bajé tres escalones y me agaché para mirar la puerta principal. Se veía la silueta de una cabeza y los hombros a través del vidrio oval esmerilado.
Mientras miraba, la cabeza apoyó la nariz en el vidrio y después se apartó. Se reanudaron los golpes.
Sin caer en el melodrama, subí los escalones y, siempre de puntillas, fui hasta uno de los dormitorios del frente, aparté la cortina y miré el camino de entrada. Resuelto el misterio. El último juguete mecánico de Pete estaba aparcado detrás de mi Mazda.
Volví a mi dormitorio, me vestí con las mismas prendas del día anterior y bajé las escaleras a toda prisa.
Al acercarme a la puerta, los golpes dieron paso a los rasguños.
Quité el cerrojo. Los rasguños alcanzaron un nivel frenético.
Giré el pomo.
La puerta se abrió de golpe. Boyd se alzó sobre las patas traseras y apoyó las delanteras en mi pecho. Mientras intentaba recuperar el equilibrio, el chow bajó las patas y comenzó a correr alrededor de mis tobillos hasta que ambos acabamos enredados con su correa.
Sin alterarse por la conmoción, Birdie saltó del pecho de Pete. Las patas estiradas y las orejas planas en una perfecta muestra de aerodinámica, el gato cruzó el vestíbulo y corrió hacia la parte trasera de la casa.
Desconcertado, o quizá solo enormemente feliz por estar fuera del coche, Boyd inició la persecución, con la correa haciendo eses detrás. Patinó a través del vestíbulo y el comedor y pasó por la puerta de la cocina como una flecha.
—¡Bueeeenos días, Charleston! —Pete me estrujó entre sus brazos al tiempo que hacía su imitación de Robin Williams.
Apoyé las palmas en el pecho de Pete y empujé.
—Jesús, Pete, ¿a qué hora has salido de Charlotte?
—El tiempo no espera a nadie, bombón.
—No me llames así.
—Guisantito.
Algo fuera de nuestra visión se quebró.
—Cierra la puerta. —Me dirigí a la cocina.
Pete me siguió.
Boyd estaba investigando el contenido de un paquete de galletas. Birdie miraba desde la seguridad de lo alto de la nevera.
—Es la primera cosa que comprarás para Anne —dije.
—Está en la lista.
Boyd nos miró, con el hocico lleno de migas, y luego continuó lamiendo el paquete de Lorna Doones roto.
—¿No pudiste encontrar una perrera? —pregunté. Llené un cuenco con agua.
—A Boyd le encanta la playa —respondió Pete.
—A Boyd le encantaría un gulag si le dieran de comer.
Dejé el cuenco en el suelo. El perro comenzó a beber. Su lengua se movía como una larga anguila roja.
Mientras preparaba el desayuno, Pete descargó el coche. El cuenco y el cajón de arena del gato, comida canina y felina, once bolsas del supermercado, un maletín grande, una bolsa de trajes, y una maleta pequeña.
Típico de Pete. Un as en la cocina, un salvaje en materia de vestuario.
Con un cuello dos tallas más grande que el torso, mi ex marido nunca encuentra camisas que le vayan bien. Nada de qué preocuparse. Su forma de vestir en tres estilos no ha cambiado desde que lo conocí en los años setenta. Pantalón corto y vaqueros cuando era posible; americana para ocasiones más elegantes; traje y corbata cuando iba a los juzgados.
Hoy traía un polo de rombos Rosasen, pantalón corto y mocasines sin calcetines.
—¿Crees que has comprado víveres suficientes? —pregunté mientras sacaba una caja de una docena de huevos de una de las bolsas.
—Tanta comida. Tan poco tiempo...
—Lo estás haciendo lo mejor posible.
—Así es. —La gran sonrisa de Janis Pete Petersons—. Me dije que quizá no me esperabas para el desayuno.
Había esperado que llegase a última hora de la tarde.
—Estuve a punto de seguir viaje cuando vi el otro coche. —El gran guiño de Janis Pete Petersons.
Dejé de cascar huevos y me volví.
—¿Qué otro coche?
—Aparcado en la entrada. Salió, y pude entrar.
—¿Qué clase de coche?
Pete se encogió de hombros.
—Oscuro. Grande. Cuatro puertas. ¿Dónde dejo el cajón de la arena?
Moví un brazo hacia la despensa. Pete desapareció con el cajón del gato.
Intrigada, comencé a batir los huevos. ¿Quién podría haber venido aquí tan temprano un domingo por la mañana?
—Lo más probable es que fuese un turista que buscaba su casa de la playa. —Pete había vuelto a la cocina y se ocupaba de preparar café—. Hay muchísimas casas que se alquilan de domingo a domingo.
—Sí, pero la entrada nunca es antes del mediodía. —Saqué dos rebanadas de pan de la tostadora y puse otras dos.
—Vale. Alguien que se marchaba. Se detuvo para programar su GPS antes de dirigirse a Toledo.
Le di a Pete los manteles y los cubiertos. Los distribuyó y se sentó a la mesa.
Apareció Boyd, que apoyó el hocico en la rodilla de Pete. Él bajó una mano y comenzó a rascar la oreja del chow.
—O sea, que la escuela de campo ya es historia. ¿Tienes intención de pasar el día en la playa?
Le hablé del esqueleto de Dewees.
—No me jodas.
Serví el café, le pasé un plato a Pete y me senté en la silla opuesta. Boyd pasó de la rodilla de Pete a la mía.
—Un varón blanco de unos cuarenta y tantos. Ninguna señal de muerte violenta.
—Excepto que el tipo estaba en una tumba clandestina.
—Sí, excepto por ese detalle. ¿Te acuerdas de Emma Rousseau?
Pete masticó más lento. Levantó el tenedor.
—Pelo castaño largo. Unas tetas que...
—Ahora es la forense del condado de Charleston. Un dentista se ocupará el lunes de examinar los dientes del desconocido. Después Emma pasará las descripciones por el CNIC.
Boyd resopló, golpeó mi rodilla con el hocico para hacer saber que aún continuaba allí y que estaba interesado en los huevos.
—¿Cuánto tiempo te quedarás aquí? —preguntó Pete.
—Todo el tiempo que sea necesario para ayudar a Emma con esos huesos. El antropólogo forense local está de viaje. Explícame de qué va este asunto de Herron.
—El cliente vino el miércoles. Patrick Bertolds Flynn. Los amigos lo llaman Buck.
Pete se acabó los huevos.
—Un tipejo de lo más puritano. Le ofrecí café. Flynn me respondió que no consumía estimulantes. Se comportó como si le hubiese propuesto esnifar unas cuantas rayas.
Pete apartó el plato. Al oír el ruido, Boyd se dirigió al otro lado de la mesa. Pete le dio al chow un trozo de tostada.
—Con un porte que haría estar orgulloso a un sargento de instrucción. Mirada directa.
—Un análisis impresionante. ¿Flynn es un antiguo cliente?
Pete sacudió la cabeza.
—No lo era hasta ahora. La madre de Flynn es letona. Dagnija Kalnins. Me escogió porque soy de la tribu.
—¿Qué quería?
—Tardó horrores en ir al grano. No acababa nunca con la Biblia, los menos afortunados y la responsabilidad cristiana. Comencé a llevar la cuenta cada vez que escuchaba las palabras «obligación» y «deber». Renuncié cuando llegué al millón.
No parecía haber nada que mereciese un comentario, así que no dije nada. Pete interpretó mi silencio como un reproche.
—Flynn creyó que estaba tomando notas. ¿Más café?
Asentí. Pete llenó las tazas, se sentó y se balanceó en la silla.
—Para resumir. Flynn y un grupo de forofos de la Biblia han estado financiando a Herron y su Iglesia de la Divina Misericordia, la IDM. Los chicos de la pasta no están muy contentos con lo que consideran una falta de información financiera.
Unas patas golpearon el mostrador, después el suelo. Birdie abandonó la cocina a paso rápido. La mirada de Boyd no se apartó ni un segundo del plato de Pete.
—Por otro lado, la hija de Flynn se unió a Herron hará cosa de unos tres años. Helene, así se llama, trabajó en varias de las clínicas gratuitas que financia el reverendo. Según Flynn, al principio ella le llamaba con regularidad para comentarle el trabajo que la IDM estaba haciendo en beneficio de los pobres y lo gratificante que era colaborar en el esfuerzo.
Pete sopló el café antes de beber un sorbo.
—Después las llamadas se fueron espaciando. Cuando Helene llamaba, parecía desilusionada, se quejaba de que la clínica donde estaba nunca tenía todo lo necesario, que el mantenimiento era un desastre y que a los pacientes no se les atendía correctamente. Pensaba que la IDM podía estar trampeando las cuentas, o que el doctor que dirigía la clínica se quedaba con parte de la pasta.
Más café.
—Flynn admitió que se mostró poco comprensivo, creyó que Helene había emprendido otra de sus cruzadas en pro de los pobres. Al parecer, era algo que hacía con frecuencia. Además, Flynn quería que la chica emprendiese una carrera más tradicional. Como resultado, las cosas se volvieron no tan cálidas y cariñosas entre Helene y el viejo. Claro que Buck no es un tipo cálido y cariñoso que digamos.
—Así que ahora Flynn y sus amigos quieren saber cómo gastan su dinero. ¿Por qué el cambio?
—Por las razones que sean, un fallo en la comunicación, una dedicación excesiva a la salvación de almas perdidas, la IDM no se está dando ninguna prisa en responder a la pregunta inicial de Flynn.
—Y Flynn no es de los que tolera bien que no le hagan caso.
—Bingo. Por lo tanto, el dinero es mi objetivo primario. Pero hay algo más. Helene ha desaparecido, y Herron no se muestra muy dispuesto a ofrecer ninguna explicación en ese punto tampoco. Creo que el interés de Flynn en Herron puede surgir en parte de la arrogancia y el orgullo herido, y en parte por un sentimiento de culpa.
—¿Cuánto tiempo hace que Helene ha desaparecido?
—Flynn no ha sabido nada de su hija desde hace seis meses.
—¿Qué pasa con la señora Flynn?
—Falleció hace años. No hay hermanos ni hermanas.
—¿Y ha comenzado a buscar a su hija ahora?
—Su última conversación acabó en una pelea. Helene le dijo que no la llamase nunca más, y él lo hizo. La única razón por la que ha sacado a relucir el tema de Helene es que está decidido a solicitar una auditoría y al parecer cree que yo podría averiguar algo más sobre la desaparición de Helene ya que estoy metido en el asunto. Al menos es lo que dice.
Enarqué las cejas como una muestra de sorpresa.
—Flynn es un tipo muy rígido.
—¿Le preguntó a Herron por Helene?
—Sí. Pero ver al reverendo es como conseguir una audiencia con el Papa. La gente de Herron le dijo a Flynn que antes de marcharse, Helene había comentado a algunos miembros del personal de la IDM que se había interesado por un puesto de trabajo en una clínica gratuita en Los Ángeles. Mencionó que era un lugar importante.
—¿Qué más?
—Flynn consiguió convencer a la poli para que hablasen con la casera de la muchacha. Dijo que Helene le había enviado una nota donde le comunicaba su marcha. En el sobre estaba la llave y el dinero del último mes de alquiler. Helene dejó algunas cosas, pero nada de valor. El apartamento no era más que un estudio pequeño amueblado.
—¿Qué hay de las cuentas bancarias? ¿Las tarjetas de crédito? ¿Los registros de llamadas del móvil?
—Helene no creía en las posesiones mundanas.
—Quizá todo esto no tiene mayor importancia. Puede que se haya largado a la costa Oeste y no se haya molestado en comunicarlo.
—Puede.
Lo pensé por un momento. La historia no parecía muy creíble.
—Si Flynn es un patrocinador tan importante, ¿por qué Herron no se ha entrevistado con él en persona?
—¿Un millón y medio de pavos es mucho? Estoy de acuerdo contigo. Herron tendría que estar haciendo lo imposible para ayudar en la búsqueda de Helene. Aquí está pasando algo raro, y Flynn tendría que haber estado encima mucho antes. Pero en cualquier caso, mi trabajo principal es el dinero.
Pete se acabó el café y dejó la taza en la mesa.
—En palabras de aquel otro gran humanitario, Jerry McGuire: «Muéstrame la pasta».