Читать книгу Ningún hueso roto - Kathy Reichs - Страница 6
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ОглавлениеLos isleños de Dewees se sienten muy satisfechos con la pureza ecológica de vivir «al otro lado del camino». El sesenta y cinco por ciento de su pequeño reino está reservado al conservacionismo. El noventa por ciento no está urbanizado. Los residentes prefieren las cosas, como dicen, en estado salvaje. Nada de podas ni cuidados.
No hay puente. El acceso a Dewees se hace mediante un transbordador privado o en una embarcación particular. Las carreteras son de arena, y el transporte con vehículos de combustión interna solo se permite a los servicios de construcción y reparto. Claro que tampoco se pasan. La isla cuenta con una ambulancia, un camión de bomberos y un vehículo todoterreno del servicio forestal. Aunque aman la serenidad, los lugareños tampoco son tontos.
¿Quieren mi opinión? La naturaleza es fantástica cuando estás de vacaciones. Pero es un grano en el culo cuando quieres denunciar una muerte sospechosa.
Dewees tiene una superficie de seiscientas hectáreas, y mi equipo estaba excavando en el extremo sudeste, en un trozo del bosque marítimo entre el lago Timicau y el océano Atlántico. Ni la más mínima posibilidad de tener cobertura para un teléfono móvil.
Dejé a Topher a cargo de la excavación. Crucé la playa hasta una pasarela que utilicé para atravesar las dunas, y me senté en uno de nuestros coches de golf. Giraba la llave cuando una mochila cayó en el asiento junto a mí, seguida por las nalgas enfundadas en poliester de Winborne. Preocupada por encontrar un teléfono que funcionase, no lo había oído seguirme.
De acuerdo, mejor que viniese a dejar que curiosease sin ninguna vigilancia.
Sin decir palabra, arranqué, o lo que sea que se hace con los coches eléctricos. Winborne apoyó una mano en el salpicadero y con la otra se sujetó a uno de los soportes verticales del techo.
Circulé en paralelo al océano por Pelican Flight, giré a la derecha para ir hacia Dewees Inlet, pasé por delante de la zona de recreo, la piscina, las pistas de tenis y el centro de naturaleza y, al final de la laguna, giré a la izquierda en dirección al agua. Frené al llegar al muelle del transbordador y me volví hacia Winborne.
—Final de trayecto.
—¿Qué?
—¿Cómo ha llegado hasta aquí?
—En el transbordador.
—Y en el transbordador regresará.
—Ni hablar.
—Usted mismo.
Winborne no entendió el significado y se arrellanó en el asiento.
—Nade —aclaré.
—Usted no pue...
—Fuera.
—He dejado un vehículo en el yacimiento.
—Un estudiante lo devolverá.
Winborne salió del coche, las facciones distorsionadas por una mueca de disgusto.
—Que pase un buen día, señor Winborne.
Fui al este a toda velocidad por Old House Lane, crucé la verja de hierro forjado decorada con figuras de conchas y entré en la zona de servicios públicos de la isla. El cuartel de bomberos. La planta depuradora de agua. Las oficinas administrativas. La casa del administrador de la isla.
Me sentí como la primera persona que acude en ayuda después del estallido de una bomba de neutrones. Los edificios intactos, pero ni un solo ser vivo a la vista.
Decepcionada, rodeé de nuevo la laguna y me detuve delante de una casa de dos alas con una galería enorme. Con cuatro habitaciones para huéspedes y un pequeño restaurante, Huyler House era la única concesión de Dewees a los forasteros que necesitasen una cama o una cerveza. También era la sede del centro comunitario de la isla. Me bajé del coche de un salto y me apresuré a entrar.
Pese a la preocupación por el macabro hallazgo en el tres-este, no pude dejar de apreciar la construcción mientras me acercaba. Los diseñadores de Huyler House habían querido dar la impresión de décadas de sol y aire salado. Madera envejecida. Tintes naturales. No tenía ni diez años y ya parecía un edificio del patrimonio histórico.
Todo lo contrario de la mujer que salió por una puerta lateral. Althea Hunneycut Honey Youngblood parecía mayor, pero con toda probabilidad era anciana. El folclore local sostenía que Honey había sido testigo de la entrega de Dewees a Thomas Cary por el rey Guillermo III en 1696.
La historia de Honey era un tema que daba pie a muy diversas manifestaciones, pero los isleños estaban de acuerdo en algunos puntos concretos. Honey había visitado Dewees por primera vez como invitada de la familia Coulter Huyler antes de la Segunda Guerra Mundial. Los Huyler llevaban instalados en Dewees desde que habían comprado la isla en 1925. No había electricidad. Tampoco teléfono. Un pozo con molino de viento. No se puede decir que fuesen mis condiciones preferidas para un lugar de playa.
Honey había llegado con un marido, aunque las opiniones variaban en cuanto a la posición del caballero en la lista de esposos. Cuando falleció este marido, Honey continuó visitando la isla y acabó casándose con alguien de la familia R. S. Reynolds, a quienes los Huyler vendieron su propiedad en 1956. Sí. La familia del papel de aluminio. Después de aquello, Honey podía hacer lo que se le antojase. Decidió permanecer en Dewees.
La familia Reynolds vendió sus tierras a una sociedad de inversiones en 1972, y, al cabo de una década, se levantaron las primeras casas particulares. La de Honey tenía el número 1, una casa pequeña con vistas a Dewees Inlet. Con la creación de la Island Preservation Partnership, o IPP, en 1991, Honey fue contratada como naturalista de la isla.
Nadie sabía su edad. Honey no soltaba prenda.
—Hoy será un día caluroso. —Las conversaciones de Honey siempre empezaban con una referencia al tiempo.
—Sí, señora Honey. Lo será.
—Creo que hoy llegaremos a los treinta y cinco. —Las «aes» y las «íes» de Honey, y también muchas de sus sílabas, tenían vida propia. A través de nuestras muchas conversaciones, había aprendido que la anciana podía pronunciar las vocales de una manera única.
—No lo dudo. —Con una sonrisa, intenté continuar mi camino.
—Gracias a Dios y a todos sus ángeles por el aire acondicionado.
—Sí, señora.
—¿Están excavando junto a la torre vieja?
—No muy lejos. —La torre había sido levantada para avistar submarinos durante la Segunda Guerra Mundial.
—¿Han encontrado alguna cosa?
—Sí, señora.
—Fantástico. Nos vendrán muy bien unos cuantos especímenes nuevos para nuestro centro de naturaleza.
Estos especímenes no.
Sonreí, y de nuevo intenté seguir.
—Cualquier día de estos iré a echar una ojeada. —El sol se reflejó en los rizos blancos azulados—. Una muchacha tiene que mantenerse al corriente de lo que pasa en la isla. ¿Alguna vez le conté...?
—Por favor, discúlpeme, pero tengo prisa, señora Honey. —Detestaba quitármela de encima, pero necesitaba un teléfono.
—Por supuesto. ¿Dónde están mis modales? —Honey me palmeó el brazo—. Tan pronto como tenga usted tiempo libre, iremos a pescar. Mi sobrino vive aquí ahora y tiene una lancha preciosa.
—¿Sí?
—Claro que sí, yo se la regalé. Ya no puedo llevar el timón como antes, pero todavía me encanta pescar. Le daré una voz, y saldremos.
Dicho esto, Honey se alejó por el sendero, la espalda recta como una tabla.
Subí los escalones de la galería de dos en dos y entré en el centro comunitario. Al igual que la zona pública de trabajo, estaba desierto.
¿Había ocurrido algo que yo no sabía? ¿Dónde demonios estaban todos?
Entré en una de las oficinas, fui hasta una de las mesas, llamé a Información y después marqué el número. Una voz respondió casi en el acto.
—Oficina del Forense del condado de Charleston.
—Temperance Brennan al aparato. Llamé hace una semana. ¿Ha vuelto ya la forense?
Había llamado a Emma Rousseau poco después de llegar a Charleston, pero me había llevado una desilusión al enterarme de que mi amiga se encontraba en Florida. Sus primeras vacaciones en cinco años. Mala planificación por mi parte. Tendría que haberle enviado un e-mail antes de venir. Sin embargo, nuestra amistad nunca había funcionado de esa manera. Cuando estábamos lejos, nos comunicábamos poco, pero cuando nos reuníamos era como si nos hubiesemos visto solo unas horas antes.
—Por favor, aguarde un momento.
Mientras esperaba, recordé mi primer encuentro con Emma Rousseau.
Ocho años atrás. Yo era profesora invitada en el College de Charleston. Emma, enfermera diplomada, acababa de ser elegida forense del condado de Charleston. Una familia había puesto en duda que la causa de la muerte en la investigación sobre un esqueleto fuese «indeterminada». Necesitada de una opinión externa, pero con miedo a que yo me negase a intervenir, Emma había traído los huesos en un gran recipiente de plástico hasta mi clase. Impresionada por el gesto, acepté ayudarla.
—Emma Rousseau.
—Tengo a un hombre en la bañera que se muere por conocerte. —Un chiste malo aunque siempre lo repetíamos.
—Dios bendito, Tempe. ¿Estás en Charleston? —Las vocales de Emma no estaban a la altura de las de Honey, pero se acercaban bastante.
—Encontrarás un mensaje de voz mío entre la pila de mensajes en tu contestador. Estoy dirigiendo una expedición arqueológica en Dewees. ¿Qué tal Florida?
—Calurosa y húmeda. Tendrías que haberme avisado de que vendrías. Podría haber reorganizado mi agenda.
—Si te has tomado unos días libres, estoy segura de que necesitabas un descanso.
Emma no respondió al comentario.
—¿Sigue estando fuera Dan Jaffer?
—Estará en Irak hasta mediados del mes que viene.
—¿Has conocido a la señorita Honey?
—Por supuesto.
—Me encanta la vieja. Llena de energía.
—Así es. Oye, Emma, tengo un problema.
—Adelante.
—Jaffer me dio la idea de excavar en el yacimiento, creía que podían ser unas fosas comunes sewee. Acertó. Llevamos encontrando huesos desde el primer día, todos ellos típicos restos precolombinos. Secos, blanqueados, mucho deterioro post mortem.
Emma no me interrumpió con preguntas o comentarios.
—Esta mañana mis estudiantes encontraron un enterramiento reciente a unos cuarenta y cinco centímetros de profundidad. El hueso se ve sólido, y las vértebras están unidas con tejido blando. Lo limpié hasta donde creí prudente sin contaminar el escenario, y después me dije que lo mejor sería dar aviso. No estoy segura de a quién pertenece Dewees.
—El sheriff tiene jurisdicción para los asuntos delictivos. La evaluación de una muerte sospechosa me toca a mí. ¿Tienes alguna hipótesis?
—Ninguna que incluya a los antiguos sewee.
—¿Crees que el enterramiento es reciente?
—Las moscas abrieron una cocina popular en cuanto comencé a quitar tierra.
Hubo una pausa. Me imaginé a Emma consultando su reloj.
—Estaré allí más o menos dentro de una hora y media. ¿Necesitas algo?
—Una bolsa para cadáveres.
Esperaba en el muelle cuando Emma llegó en un Sea Ray de dos motores. Llevaba el pelo recogido debajo de una gorra de béisbol y su rostro se veía más delgado de lo que recordaba. Vestía vaqueros y una camiseta amarilla con la leyenda Forense del Condado de Charleston en letras negras. Las gafas de sol eran de Dolce & Gabbana.
Miré cómo Emma colocaba los protectores, maniobraba hasta el muelle y amarraba. Cuando llegué a la embarcación, me dio la bolsa para cadáveres, recogió el equipo fotográfico y saltó al muelle.
En el coche le informé de que, después de nuestra conversación telefónica, había vuelto a la excavación, marcado un cuadrado de tres por tres metros y tomado una serie de fotografías. Le describí con mayor detalle lo que había visto en la trinchera, y le advertí de que mis estudiantes estaban como locos.
Emma habló muy poco mientras viajábamos. Parecía taciturna, distraída. Quizá confiaba en que le hubiese dicho todo lo que necesitaba saber. Todo lo que yo sabía.
De vez en cuando la miraba de reojo. Las gafas de sol ocultaban por completo su expresión. A medida que entrábamos y salíamos del sol, las sombras trazaban dibujos en su rostro.
No mencioné que me sentía inquieta, preocupada por la posibilidad de haber cometido un error y estar desperdiciando el tiempo de Emma.
Bueno, para ser más exactos, en realidad estaba más preocupada por la posibilidad de estar en lo cierto.
Una tumba poco profunda en una playa solitaria. Un cadáver en descomposición. Pensé en algunas explicaciones. Todas indicaban una muerte sospechosa y la eliminación de un cadáver.
Emma parecía tranquila. Como yo, había trabajado en decenas, quizá centenares de escenas. Cuerpos incinerados, cabezas cortadas, niños momificados, miembros envueltos en plástico. Para mí nunca era fácil. Me pregunté si por las venas de Emma corría tanta adrenalina como por las mías.
—¿Aquel tipo es un estudiante? —La pregunta de Emma me sacó de mi ensimismamiento.
Seguí su mirada.
Homer Winborne. Cada vez que Topher le daba la espalda, el tipejo sacaba fotos con una pequeña cámara digital.
—Hijoputa.
—Lo tomaré como un no.
—Es un reportero.
—No tendría que tomar fotos.
—Ni siquiera tendría que estar aquí.
Salté del coche y me enfrenté a Winborne.
—¿Qué demonios está haciendo?
Mis estudiantes se convirtieron en estatuas.
—Perdí el transbordador. —El hombro derecho de Winborne bajó cuando deslizó el brazo detrás de la espalda.
—Deme la cámara. —Tono acerado.
—No tiene ningún derecho a quitármela, es de mi propiedad.
—Lárguese de aquí. Ahora. Si no, llamaré al sheriff para que lo detenga.
—Doctora Brennan.
Emma se había acercado. Winborne entrecerró los ojos al ver la inscripción en la camiseta.
—Quizás el caballero pueda mirar desde una cierta distancia. —Emma, la voz de la razón.
Pasé mi mirada furiosa de Winborne a Emma. Estaba tan enfadada que no se me ocurría ninguna réplica adecuada. «De ninguna manera» carecía de estilo, y «ni lo sueñes» tampoco parecía muy original.
Emma me dirigió un gesto apenas perceptible para indicarme que le hiciese caso. Winborne tenía razón, por supuesto. No tenía ninguna autoridad para confiscar su propiedad o darle órdenes. También Emma tenía razón. Más valía controlar a la prensa en lugar de hacer que se marchase furiosa.
¿Era posible que la forense estuviese pensando en las próximas elecciones?
—Lo que tú digas. —Mi respuesta no fue mejor que las que había descartado.
—Siempre y cuando podamos quedarnos con la cámara en custodia. —Emma tendió la mano.
Con una sonrisa satisfecha en mi dirección, Winborne le dio la cámara.
—No vale nada —mascullé.
—¿Dónde quieres que se sitúe el señor Winborne?
—¿Qué tal en tierra firme?
Tal como resultaron las cosas, la presencia de Winborne fue uno de mis menores problemas.
Al cabo de unas horas habíamos cruzado un horizonte que cambió mi excavación, mi verano y mi visión de la naturaleza humana.