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ОглавлениеTopher y un chico llamado Joe Horne comenzaron a trabajar con las palas; quitaban con cuidado la primera capa de mi cuadrado de tres por tres metros. A quince centímetros de profundidad nos topamos con un cambio de coloración.
Envíen al equipo A.
Emma filmó vídeos y tomó fotos, después ambas comenzamos a utilizar las paletas para quitar la tierra alrededor de la mancha. Topher se ocupaba del cedazo. El chico podía ser raro, pero era un fuera de serie con el cedazo. A lo largo de la tarde, los estudiantes se daban una vuelta para observar los progresos. Su entusiasmo de CSI se marchitaba en relación inversa con el aumento del número de moscas.
Para las cuatro habíamos destapado un torso apenas articulado, los huesos de los miembros, el cráneo, y una mandíbula. Los restos estaban envueltos en una tela podrida y coronados con mechones de pelo rubio claro.
Emma llamó varias veces por radio a Junius Gullet, el sheriff del condado de Charleston. En todas las ocasiones le informaron de que Gullet no estaba disponible, ocupado con un problema doméstico.
Winborne nos vigilaba como un sabueso a un conejo. Con la elevada temperatura y el olor, su rostro se había metamorfoseado en algo que se parecía a excrementos en una acera.
A las cinco, mis estudiantes subieron a los coches y partieron hacia el muelle para tomar el transbordador. Topher parecía ser el único dispuesto a trabajar todo el tiempo que fuese necesario. Él, Emma y yo continuamos quitando tierra, sudando y apartando a los califóridos.
Winborne desapareció mientras transferíamos los últimos huesos a una bolsa para cadáveres. No lo vi marcharse. En un momento miré por encima del hombro, y ya no estaba.
Supuse que Winborne corría a contárselo al editor y darle al teclado. Emma no parecía preocupada. Un cadáver no era una gran noticia en el condado de Charleston, con una media de veintiséis asesinatos al año para una población de apenas trescientas mil personas.
Emma afirmaba que habíamos hablado en voz baja y realizado nuestro trabajo con mucha discreción. Winborne no se podía haber enterado de nada que pudiese comprometer la investigación. Aparecer en la prensa podía ser una ventaja, atraería informes de personas desaparecidas, y en última instancia ayudaría en la identificación. Dudaba de eso, pero no dije nada. Era su territorio.
Emma y yo mantuvimos nuestra primera conversación a fondo cuando íbamos hacia el muelle. El sol estaba bajo y sus rayos eran trazos rojos que se filtraban por los árboles sobre la carretera. Pese a que estábamos en movimiento, el olor intenso de los pinos y el pantano no bastaba para disimular el hedor del pasajero de la parte trasera.
Puede que fuesemos nosotras. No veía la hora de lavarme el pelo, ducharme y quemar la ropa.
—¿Primeras impresiones? —preguntó Emma.
—Los huesos están bien conservados, aunque hay menos tejido blando de lo que esperaba tras examinar las primeras vértebras. Ligamentos, algunas fibras musculares en la zona profunda de las articulaciones y poca cosa más. La mayor parte del olor proviene de las prendas.
—El cadáver no las llevaba puestas, sino que estaba envuelto en ellas, ¿correcto?
—Correcto.
—¿IPM? —Emma preguntaba cuánto tiempo había transcurrido desde la muerte de la víctima.
—Para el intervalo post mortem necesitarás estudiar la intervención de los insectos.
—Llamaré a un entomólogo. ¿Un cálculo aproximado?
Me encogí de hombros.
—En este clima, enterrado a poca profundidad, diría que un mínimo de dos años y un máximo de cinco.
—Tenemos un montón de dientes. —Los pensamientos de Emma ya se centraban en la identificación.
—Y que lo digas. Dieciocho en las encías, ocho en el suelo y tres en el cedazo.
—También pelo —añadió Emma.
—Sí.
—Largo.
—No sirve si estás pensando en el género. Mira a Tom Wolfe. Willie Nelson.
—Fabio.
Esta mujer me encanta.
—¿Adónde llevas los restos? —pregunté.
—Todo lo que cae dentro de mi jurisdicción va a la morgue de la MUSC. —La Universidad Médica de Carolina del Sur—. Sus patólogos realizan todas nuestras autopsias. También trabajan allí mi antropólogo forense y el dentista. Creo que en este caso no pediré los servicios de un patólogo.
—El cerebro y los órganos han desaparecido hace mucho. La autopsia será solo del esqueleto. Necesitarás a Jaffer.
—Está en Irak.
—Regresará el mes que viene —dije.
—No puedo esperar tanto.
—Estoy ocupada con el trabajo de campo.
—Se acaba mañana.
—Tengo que llevar el equipo de vuelta a la UCCN. Escribir un informe. Las notas de los alumnos.
Emma guardó silencio.
—Puede que tenga casos en mi laboratorio de Charlotte.
Emma continuó con los labios sellados.
—Tal vez también en Montreal.
Continuamos el viaje en silencio durante un rato, acompañadas por el croar de las ranas y el zumbido del coche. Cuando Emma habló, su voz sonó de otra manera, más suave, y no obstante persistente.
—Es probable que alguien eche de menos a este tipo.
Pensé en la tumba solitaria que acabábamos de abrir.
Pensé en aquella clase tiempo atrás y el tipo en la bañera.
Dejé de poner excusas.
Reanudamos nuestra conversación mientras cargábamos al muerto en la embarcación y soltábamos amarras, pero en cuanto dejamos las aguas tranquilas se volvió a instalar el silencio. Emma aceleró y nuestras palabras se perdieron en el viento, el ruido de los motores y los golpes del agua contra la proa.
Mi coche estaba en el muelle del puerto deportivo de la isla de Palms, una angosta faja urbanizada entre Sullivan’s y Dewees. También la furgoneta del forense. Solo nos llevó cinco minutos transferir nuestra triste carga.
Antes de tomar por el canal de la costa, Emma me dejó con dos palabras.
—Te llamaré.
No discutí. Estaba cansada y hambrienta. Irritada. Quería irme a casa, ducharme y comerme la sopa fría de gambas y cangrejos que había dejado en la nevera.
Mientras atravesaba el muelle vi a Topher Burgess desembarcar del transbordador. Escuchaba su iPod, y no pareció verme ni oírme.
Observé cómo mi estudiante caminaba hacia su Jeep. Un chico curioso, pensé. Inteligente, aunque lejos de ser brillante. Aceptado por los compañeros, pero siempre distante.
Como yo a su edad.
Encendí la luz de cortesía de mi Mazda, saqué el móvil de la mochila y comprobé la señal. Cuatro barras.
Tres mensajes. No reconocí ninguno de los números.
Eran las nueve menos cuarto.
Decepcionada, guardé el móvil, salí del aparcamiento, crucé la isla y giré a la derecha por Palm Boulevard. El tráfico era escaso, aunque no duraría. Dentro de dos semanas los coches estarían taponando estas carreteras como el cieno en un sumidero de drenaje un día de tormenta.
Me alojaba en la casa de una amiga en la playa. Cuando Anne se marchó de Sullivan’s hacía dos años, no se anduvo con chiquitas. Su nueva casa tenía cinco dormitorios, seis baños y los metros cuadrados suficientes para albergar la Copa del Mundo.
Fui hacia la playa por las calles laterales, me adentré en el camino de acceso de la casa de Anne y aparqué junto a la puerta. Ocean Boulevard. Nada de segunda línea.
Todas las ventanas estaban a oscuras porque pensaba regresar antes del anochecer. Sin encender las luces, fui sin demora a la ducha exterior, me desnudé y abrí el grifo del agua caliente. Después de veinte minutos de enjabonado con esencias de romero y menta me sentí recuperada.
Salí de la ducha, metí mis prendas en una bolsa de plástico y las arrojé a la basura. De ninguna manera iba a abusar de la lavadora de Annie.
Envuelta en la toalla, entré en la casa por la galería de atrás y subí a mi habitación. Bragas y camiseta. Me cepillé el pelo. Maravilloso.
Comprobé de nuevo los mensajes mientras probaba la sopa. Nada. ¿Dónde estaba Ryan? Me llevé el móvil y la sopa a la galería. Me senté en una mecedora.
Anne había bautizado su casa con el nombre de Sea for Miles. Muy acertado. El horizonte se extendía desde La Habana hasta Halifax.
El océano tiene algo. Hacía solo un minuto estaba comiendo. Al siguiente me despertó el sonido del móvil. El plato y el cuenco estaban vacíos. No recordaba haber cerrado los ojos.
La voz no era la que esperaba oír.
—Yo.
Solo los chicos de la residencia universitaria y mi ex marido todavía dicen «yo».
—Tío. —Estaba demasiado cansada como para ser brillante.
—¿Qué tal la excavación?
Recordé los huesos que ahora estaban en la morgue de la MUSC. Recordé el rostro de Emma en el momento en que se apartaba del muelle. No quería hablar del tema.
—Bien.
—¿Terminas mañana?
—Quedan algunos cabos sueltos que quizá me lleven más tiempo de lo que esperaba. ¿Cómo está Birdie?
—Vigila a Boyd veinticuatro horas al día, los siete días de la semana. Tu gato cree que mi perro ha sido conjurado del lado oscuro para amargarle la vida. El Chow cree que el gato es un juguete de peluche mecánico.
—¿Quién tiene el control?
—Birdie es con toda claridad el alfa. Entonces ¿cuándo volverás a Charlotte? —Demasiada despreocupación. Algo se traía entre manos.
—No estoy segura. ¿Por qué? —Desconfiada.
—Un caballero vino ayer a mi despacho. Tiene algunos asuntos económicos que tratar con Aubrey Herron y al parecer su hija está enganchada con Herron.
El reverendo Aubrey Herron era un telepredicador con una pequeña pero ferviente audiencia en la región sudeste. Su iglesia se llamaba Divina Misericordia Además de las oficinas centrales y un estudio de televisión, la IDM sostenía varios orfanatos en el Tercer Mundo y clínicas gratuitas en las dos Carolinas y Georgia.
—God Means Charity.[1] —Herron cerraba cada programa con ese eslogan.
—Give Mucho Cash.[2] —Pete citó la variante popular.
—¿Cuál es el problema? —pregunté.
—No están enviando los informes financieros, la chica ha desaparecido y el reverendo Herron se muestra muy poco colaborador en ambos temas.
—¿No debería contratar papá a un investigador privado?
—Ya lo hizo. El tipo ha desaparecido.
—¿Piensas en el triángulo de las Bermudas?
—Alienígenas.
—Tú eres abogado, Pete. No un polizonte.
—Hay dinero de por medio.
—¡No!
Pete no hizo caso.
—¿Papá está preocupado de verdad? —pregunté.
—Va mucho más allá de la preocupación. Se sube por las paredes.
—¿Por el dinero o por la hija?
—Buena pregunta. En realidad, Flynn me ha contratado para que eche un vistazo a los libros. Quiere que le meta presión a la IDM. Si consigo averiguar algo de la hija, mejor todavía. Me ofrecí a achuchar un poco al reverendo.
—Y chamuscarle un poco las alas.
—Con mis conocimientos legales.
De pronto caí en la cuenta.
—Las oficinas centrales de la IDM están en Charleston —dije.
—Hablé con Anne. Me ofreció su casa, si a ti te parece bien.
—¿Cuándo? —Exhalé un suspiro que hubiese enorgullecido a Homer Winborne.
—¿El domingo?
—¿Por qué no? —Solo por un millón de razones.
Un pitido me avisó de una llamada entrante. Cuando aparté el móvil para mirar la pantalla, vi los dígitos que esperaba ver. El prefijo de Montreal.
—Tengo que dejarte, Pete.
Acepté la llamada.
—¿Llamo demasiado tarde?
—Nunca. —Sonreí por primera vez desde que había desenterrado el esqueleto en el tres-este.
—¿Solitaria?
—Dejé mi número en el lavabo de caballeros en Hyman’s Seafood.
—Me encanta que te pongas tan tierna cuando me echas de menos.
Andrew Ryan es detective de la División de Homicidios de la Policía Provincial de Quebec. Ya se lo pueden imaginar: Brennan, antropóloga, Laboratorio de Ciencias Jurídicas y de Medicina Legal; Ryan, poli, Sección de los delitos contra las personas, Sûrété du Québec. Hemos trabajado juntos en la investigación de homicidios durante más de una década.
No hacía mucho que Ryan y yo habíamos comenzado a trabajar también en otro tipo de asuntos. Asuntos personales.
Uno de ellos dio un salto al oír su voz.
—¿Un buen día en la excavación?
Contuve el aliento, me detuve. ¿Compartir? ¿Esperar?
Ryan advirtió la vacilación.
—¿Qué pasa? —me animó.
—Encontramos un enterramiento intrusivo. Un esqueleto completo con restos de tejidos blandos y ropa.
—¿Reciente?
—Sí. Llamé a la forense. Lo exhumamos entre las dos. Ahora está en la morgue.
Ryan era encantador, reflexivo, ingenioso, pero a veces también podía ser muy irritante. Adiviné su respuesta antes de que saliese de sus labios.
—¿Cómo te las apañas para meterte en estas situaciones, Brennan?
—Envío currículos muy bien redactados.
—¿Harás la consulta?
—Tengo que pensar en mis estudiantes.
El viento agitó las hojas de las palmeras. Al otro lado de las dunas, el oleaje machacaba la arena.
—Ja, aceptarás el caso.
No asentí ni negué.
—¿Cómo está Lily? —pregunté.
—Hoy solo tuvimos tres portazos. Cosas de segunda división. Nada de vidrios rotos ni maderas astilladas. Lo interpreto como una señal de que la visita va bien.
Lily era nueva en la vida de Ryan. Y viceversa. Padre e hija no habían sabido nada el uno del otro durante casi dos décadas. Entonces había llamado la madre de Lily.
Con diecinueve años y embarazada, sin decirle una palabra de su estado a Ryan, su desconocido amigo de fin de semana, Lutetia había huido de Canadá para ir a casa de sus padres en las Bahamas. Se había casado en la isla, divorciado cuando Lily tenía doce años y regresado a Nueva Escocia. En cuanto acabó el bachillerato, Lily había comenzado a salir con un grupo poco recomendable. Pasaba noches fuera de casa, la habían detenido por posesión. Lutetia conocía los síntomas. Ella también había conocido la vida rumbosa. Fue así como había conocido a Ryan, que estaba viviendo su propia revolución contracultural. Enterada de que su antiguo amante era ahora un poli, Lutetia había decidido que debía participar en el esfuerzo de rescatar a su hija adolescente.
La noticia había sido como un puñetazo para Ryan, pero había aceptado la paternidad y lo estaba intentando con todas sus fuerzas. Esta visita a Nueva Escocia era su última incursión en el mundo de su hija. Pero Lily no le estaba poniendo las cosas nada fáciles.
—Un consejo —dije—. Paciencia.
—Recibido, mujer sabia. —Ryan sabía de mis propios problemas con mi hija, Katy.
—¿Cuánto tiempo te quedarás en Halifax?
—Ya veremos cómo van las cosas. Aún no he renunciado a la idea de reunirme contigo si es que todavía estás dispuesta a quedarte unos cuantos días más.
Hala.
—Podría ser un tanto complicado. Pete acaba de llamar. Puede que se quede aquí un par de días.
Ryan esperó.
—Tiene que atender un asunto de trabajo en Charleston, y Anne lo invitó. ¿Qué podía decir? Es la casa de Anne y hay camas suficientes para acomodar al Colegio de Cardenales.
—¿Camas o dormitorios?
En ocasiones, Ryan tiene menos tacto que un cirujano con manoplas.
—¿Me llamas mañana? —Di por concluido el tema.
—¿Borrarás tu número de la pared del lavabo?
—Por supuesto.
Me sentía inquieta después de hablar con Pete y Ryan. Quizás era la siesta inesperada. Tenía claro que no dormiría.
Me puse un pantalón corto y caminé descalza por la pasarela de tablas. La marea baja había dejado quince metros de playa ante mí. Un trillón de estrellas titilaban en el cielo. Mientras caminaba por la orilla, dejé vagar los pensamientos.
Pete, mi primer amor. Mi único amor durante más de dos décadas.
Ryan, mi primer intento desde la traición de Pete.
Katy, mi maravillosa, frívola y por fin a punto de licenciarse hija.
Pero sobre todo pensé en aquella triste tumba de Dewees. La muerte violenta forma parte de mi trabajo. La contemplo a menudo, y sin embargo nunca me acostumbro a ella.
He llegado a pensar que la violencia es una manía que se perpetúa a sí misma, el poder de los agresivos contra los más débiles. Los amigos me preguntan cómo puedo soportar el trabajo que hago. La respuesta es sencilla. Estoy decidida a destruir a los maníacos antes de que destruyan a más inocentes.
La violencia hiere el cuerpo y la mente. Del que la ejecuta. Del que la sufre. De los que lloran. De toda la humanidad. Nos rebaja a todos.
A mi modo de ver, la muerte en el anonimato es el insulto final a la dignidad humana. Pasar la eternidad debajo de una placa que dice «Desconocido». Desaparecer en una tumba sin nombre sin que aquellos que te quieren sepan que te has ido. Es una ofensa. No puedo devolverles la vida a los muertos, pero sí que puedo reunir a las víctimas con sus nombres y darles a aquellos que viven un final de trayecto. De esa manera, ayudo a hablar a los muertos, a que digan un último adiós y, algunas veces, a decir qué les arrebató la vida.
Iba a aceptar la petición de Emma. Por ser quien soy. Por lo que siento, no me marcharé.