Читать книгу Seducidos por el amor - Un retorno inesperado - Nunca digas adiós - Кэрол Мортимер - Страница 7
Capítulo 2
ОглавлениеJANE estuvo a punto de atragantarse con el primer café de la mañana siguiente. La mano le temblaba de tal manera que terminó derramando parte del café sobre el periódico. El negro líquido se extendió sobre el semblante sonriente del causante de su zozobra: el mismísimo Gabriel Vaughan.
Desde la noche anterior, nada parecía salirle bien. A la una de la madrugada, había descubierto que la furgoneta no arrancaba. Había mirado hacia la vivienda de los Warner, pero ya no había luz en ninguna de las ventanas. Y, en aquellas circunstancias, Jane no había querido molestar a la pareja. Además, había decidido, era bastante probable que en ese momento estuvieran haciendo el amor y, desde luego, no tenía intención de interrumpirlos.
Pero era demasiado tarde para encontrar un taller abierto y en aquel lujoso barrio residencial encontrar una cabina para llamar a un taxi tampoco había sido tarea fácil. Para colmo de males, acababa de salir de la cabina cuando comenzó a llover de forma torrencial.
Cansada, empapada y extremadamente disgustada, Jane había llegado a su apartamento cerca de las dos y media de la madrugada. De manera que encontrarse seis horas y media después con el rostro sonriente de Gabriel Vaughan era lo último que necesitaba.
Aquel era uno de los pocos momentos del día en el que disfrutaba de unas horas de relajación. Lo primero que solía hacer nada más levantarse era salir a correr y comprar el periódico y cruasanes recién hechos de una de las mejores pastelerías del barrio.
Pero aquella mañana acababan de amargarle el placer del desayuno. Y todo por culpa de aquella fotografía en la que aparecía Gabriel Vaughan saliendo de una fiesta organizada por un conocido político del brazo de una rubia despampanante.
Jane se levantó con impaciencia. La relajación matutina había desaparecido por completo. ¡Maldito fuera aquel tipo! Le había arruinado la vida en una ocasión y no permitiría que lo hiciera por segunda vez después de lo duramente que había trabajado para labrarse una carrera como Jane Smith.
Jane Smith.
Tomó aire, intentando controlar el pánico y el enfado y retomar la calma que tan necesaria había llegado a ser para ella durante los últimos años de su vida.
Tenía trabajo que hacer, otra cena que preparar para la noche y la primera tarea del día era llamar al taller con el que se había puesto en contacto a primera hora de la mañana y comprobar si habían podido arreglar ya la furgoneta. En caso contrario, tendría que conseguir un transporte alternativo para los próximos días.
Sí, tenía un negocio que dirigir y pensaba hacerlo.
A pesar de Gabriel Vaughan.
* * *
–¡Demonios, odio esos aparatos! ¡Si estás ahí, Jane Smith, contesta el maldito teléfono!
Jane alargó la mano y apagó con dedos temblorosos el contestador, como si temiera que la máquina pudiera hacerle algún daño. Cosa que, por supuesto, no era cierta. Pero la voz de aquel impaciente mensaje era fácilmente reconocible: era la voz de Gabriel Vaughan.
Jane había llamado al taller antes de meterse en la ducha. Le habían comunicado que podría ir a buscar su furgoneta al cabo de media hora, en cuanto le hubieran cambiado la batería. Después, se había dado una ducha rápida y se había marchado, no sin antes conectar el contestador, como hacía cada vez que salía de casa.
Al llegar, la luz parpadeante del contestador anunciaba que tenía cinco mensajes. Los primeros habían sido completamente inocuos, llamadas para solicitar sus servicios, que contestaría antes de salir a comprar lo necesario para la cena. Pero la tercera llamada… Gabriel ni siquiera había tenido que decir quién era. Jane habría reconocido aquella forma de hablar en cualquier parte.
No habían pasado doce horas siquiera desde que había salido de casa de los Warner y aquel maldito ya había intentado ponerse en contacto con ella.
¿Qué querría?
Fuera lo que fuera, no le interesaba. A nivel profesional, no le hacía ninguna falta. Y a nivel personal, aquel era el último hombre con el que querría tener algo que ver. No quería tener el menor contacto con Gabriel Vaughan.
De modo que decidió ignorar su llamada. Actuar como si no la hubiera oído. Al fin y al cabo, Gabe no había dejado su nombre en el contestador.
Tras tomar aquella decisión, volvió a conectar el contestador para oír los dos mensajes que faltaban.
–¡Jane! Oh, Jane… –se hizo una breve interrupción en el cuarto mensaje, antes de que la mujer que estaba hablando continuara–. Soy Felicity Warner. Llámame en cuanto llegues. Por favor… –¡Felicity parecía estar llorando!
Y Jane no necesitaba esforzarse demasiado para imaginarse a qué se debía aquel dramático cambio de humor. Sin duda, Richard se había reunido ya con Gabriel Vaughan.
Quizá debiera haberle hecho alguna advertencia a Felicity la noche anterior, al darse cuenta de quién era el hombre con el que Richard estaba negociando. Pero en ese caso, Felicity habría querido enterarse de por qué sabía tanto sobre él. Y a Jane le había costado casi tres años llegar a olvidar el cómo y el porqué había conocido a Gabriel Vaughan.
Pero Felicity parecía muy afectada, realmente desesperada. Algo nada recomendable en su estado.
–¿Es que no apagas nunca esa maldita máquina, Jane Smith? –el quinto mensaje comenzó a sonar. En aquella ocasión, la voz de Gabriel Vaughan tenía un tinte burlón–. Bueno, yo me niego a hablar con una máquina, así que intentaré llamarte más tarde.
Colgó bruscamente el auricular, sin decir el motivo de su llamada.
Dos llamadas en una hora, pensó Jane alarmada, ¿qué podía querer aquel hombre?
Si los llantos de Felicity tenían que ver con él, eso quería decir que también había hablado con Richard en la última hora.
Aquel hombre era una máquina. Un autómata. Disponía de los bienes de personas que estaban al borde de la ruina sin pensar en las consecuencias. Y, teniendo en cuenta que Felicity estaba embarazada, en aquel caso las consecuencias podían ser terribles.
Jane volvió a apagar el contestador. No quería verse envuelta en aquel asunto desde ningún punto de vista. Pero si contestaba la llamada de Felicity, lo estaría. Si realmente no lo estaba ya.
En realidad, ella no tenía mucha información sobre los Warner. Durante los años que llevaba trabajando, Jane había puesto especial cuidado en guardar una prudente distancia con sus clientes. Era una persona a la que ellos contrataban y jamás había cometido el error de creerse otra cosa. Pero, de alguna manera, el día anterior había sido diferente. Evidentemente, Felicity estaba muy preocupada, necesitaba desesperadamente hablar con alguien. Y había elegido a Jane como confidente, probablemente porque era consciente de que su propio trabajo la obligaba a ser extremadamente discreta sobre sus clientes.
A Jane nunca le habían gustado los cotilleos, pero, además, había una muy buena razón para que nadie pudiera enterarse de nada de lo que Felicity le había contado: simplemente, no tenía a nadie a quien pudiera decírselo.
Jane tenía una vida muy ocupada y conocía cientos de personas en su trabajo. Pero a los amigos, a los verdaderos amigos, había tenido que renunciar.
Su vida había cambiado de forma dramática tres años atrás, pero la determinación y el trabajo duro le habían permitido tomar las riendas de su propia vida y de su negocio. Y había triunfado.
Una parte importante de su triunfo había consistido en haber sido capaz de alquilar aquel bonito apartamento con suelo de parqué, muebles antiguos y mullidas alfombras. No tenía televisión; porque no tenía tiempo para verla y porque no le gustaba. Cuando tenía algún rato de ocio, prefería pasarlo escuchando música o leyendo. Hacía tiempo que su idea de diversión había dejado de estar asociada a la vida social. Su mayor diversión consistía en quedarse en casa escuchando una de sus cintas favoritas de música clásica y leyendo cualquiera de sus muchos libros.
Pero, de alguna manera, los tres últimos mensajes del contestador parecían haber invadido la paz y la tranquilidad de su hogar.
Por mucho que simpatizara con Felicity y la compadeciera, no podía devolverle aquella llamada.
Sencillamente, no podía.
Cuando aquella noche llegó a su casa, cerca de la una de la madrugada, estaba agotada. En realidad la cena había sido un éxito y el principal motivo de su cansancio eran los cambios que se habían producido en su vida desde la noche anterior.
Aunque quizá se estuviera comportando de forma paranoica. Gabriel Vaughan no parecía dispuesto a tomarse muchas molestias por ninguna mujer, y menos por una que se dedicaba a cocinar para los demás. Sin embargo, en su último mensaje había dicho que volvería a llamarla…
Jane suspiró. Estaba cansada. Era tarde. Y quería irse a la cama. ¿Pero sería capaz de dormir sabiendo que tenía seis mensajes en el contestador?
Probablemente no, admitió con enfado. Aquello no le gustaba. No le gustaba en absoluto. Estaba profundamente resentida con la intrusión de Gabriel Vaughan en su vida, pero también con su propia reacción. No podía vivir con miedo eternamente. Aquella era su casa, maldita fuera, su espacio, y Gabriel Vaughan no tenía cabida en ella. No iba a permitir que lo invadiera.
De manera que, con gesto decidido, alargó la mano y encendió el contestador.
–Hola, Jane. Soy Richard Warner. Felicity me ha pedido que te llame. He tenido que llevarla al hospital. Los médicos dicen que puede perder su bebé. Yo… Ella… Gracias por la ayuda que nos prestaste anoche –el mensaje se interrumpía bruscamente. Era evidente que Richard no sabía qué decir.
Porque no había nada más que decir, comprendió Jane. ¿Pero qué le había dicho Gabriel a Richard, qué le habría hecho para dar lugar a tal…? ¡No! No podía dejarse involucrar en aquel asunto. No podía arriesgarse.
Pero Felicity la había llamado ese mismo día diciendo que la necesitaba. Y, por la llamada de Richard, era obvio que no había exagerado. ¿Cómo iba a ignorar Jane una llamada de ayuda? O quizá fuera ya demasiado tarde…
Sin embargo, aunque contestara a la llamada de Richard, nada cambiaría. ¿Qué podía hacer ella? Era la última persona a la que Gabriel Vaughan querría escuchar, en el caso de que ella decidiera revocar su decisión de no volver a hablar nunca con él.
¿Pero qué podría ocurrirle a Felicity?
Era casi la una y media de la mañana. Demasiado tarde para llamar a Richard al hospital. Así que se acostaría, disfrutaría de una buena noche de sueño y llamaría a Richard al día siguiente. Quizá Felicity hubiera mejorado para entonces.
O quizá no.
Escuchó distraídamente el resto de los mensajes. Eran todas llamadas relacionadas con su trabajo. Gabriel Vaughan no había vuelto a llamarla.
–Lo que los médicos dicen es que se ha estabilizado –le explicó Richard cuando a la mañana siguiente lo llamó para saber cómo estaba su esposa–. Pero no sé lo que eso significa.
–¿Qué es lo que ha ocurrido exactamente, Richard? –le preguntó Jane bruscamente.
–¿A ti que te parece? Lo que ha sucedido es Gabriel Vaughan –respondió Richard con amargura–. Pero preferiría no tener que habar sobre ello, Jane –añadió Richard agitado–. En este momento mi empresa está destrozada y mi mujer en el hospital… Me basta mencionar a Gabriel Vaughan para que me suba la tensión. Le diré a Felicity que has llamado. Y una vez más, Jane, gracias por tu ayuda –colgó el teléfono.
Jane suspiró y colgó su propio auricular. Gabriel Vaughan, claro. No podía haber sido otra cosa. Aquel tipo no tenía ninguna clase de…
Estuvo a punto de caerse de la silla cuando el teléfono volvió a sonar. Eran solo las ocho y media de la mañana. Había llamado a Richard a esa hora para poder hablar con él antes de que abandonara el hospital. ¿Pero quién diablos podría llamarla a ella tan temprano?
–¿Diga? –contestó un tanto asustada.
–¿Te he sacado de la cama, Jane Smith? –le preguntó Gabriel Vaughan en tono burlón.
Jane se aferró con fuerza al auricular.
–No, señor Vaughan –contestó con calma–, no me ha sacado de la cama.
–¿Y tampoco interrumpo nada? –continuó burlándose.
–Solo mi primer café de la mañana –respondió secamente.
–¿Cómo lo tomas?
–¿El café?
–Claro, el café –confirmó, riendo.
–Solo y sin azúcar –respondió. Inmediatamente deseó no haberlo hecho. ¡Solo se le ocurría una razón por la que aquel hombre pudiera estar interesado en saber lo que desayunaba!
–Procuraré recordarlo –contestó él con voz ronca.
–Estoy segura de que no me ha llamado para saber cómo tomo el café –respondió Jane bruscamente.
–En eso te equivocas, Jane Smith. Ya ves, quiero saberlo todo sobre ti. Todo, incluso cómo te gusta el café.
Jane exhaló un trémulo suspiro. La mano le dolía de la fuerza con la que sujetaba el auricular.
–Soy una mujer extremadamente aburrida, señor Vaughan, no hay muchas cosas que saber sobre mí.
–Gabe –sugirió él–, llámame Gabe. Y dudo mucho que seas una mujer aburrida, Jane.
Pero a Jane le importaban muy poco sus dudas. Su vida consistía en trabajar, descansar, leer, escuchar música y dormir. Una vida perfectamente estructurada. Era una vida rutinaria, segura, sin complicaciones. Y aquel hombre amenazaba con complicarla de una forma que ella no deseaba en absoluto.
–¿Es usted consciente de que Felicity Warner está ingresada en un hospital y corre el peligro de perder a su hijo –lo atacó.
Se hizo un breve silencio al otro lado de la línea. Un silencio muy corto. No duró más de un par de segundos, pero Jane lo advirtió. Y la sorprendió. Tres años atrás hubiera sido imposible que Gabriel Vaughan permitiera que algo así lo afectara.
–No sabía que Felicity estaba embarazada –dijo con rudeza.
–¿Y hubiera supuesto alguna diferencia que lo supiera? –conocía de antemano la respuesta.
–¿Alguna diferencia para qué? –preguntó él con voz sedosa.
–No se ande con rodeos, señor Vaughan. Está negociando con Richard Warner y al parecer todo este asunto está afectando a la salud de su esposa. Y a la de su bebé… ¿No cree usted que…?
–No estoy seguro de que te gustara oír lo que yo creo, Jane Smith –la interrumpió Gabriel Vaughan bruscamente.
–Tiene razón. No me gustaría en absoluto. Pero creo que ya es hora de que alguien le diga algo sobre su falta de consideración por las vidas de las personas con las que negocia. Su manera de tratar con los demás deja mucho que desear, señor Vaughan y… –se interrumpió bruscamente. Sentía un silencio de hielo al otro lado de la línea. Y al mismo tiempo era consciente de que había hablado demasiado.
–¿Y qué sabes tú sobre mi forma de tratar con los demás, Jane Smith?
Evidentemente, había hablado demasiado.
–Es usted un hombre conocido, señor Vaughan –replicó, intentando mitigar las posibles consecuencias de su error.
–No en Inglaterra –respondió con frío enfado.
–Qué raro, porque estoy segura de que ayer mismo vi su fotografía en un periódico –respondió intencionadamente. Tenía que salvar aquella conversación lo mejor que pudiera.
Lo último que quería era incrementar el interés de aquel hombre en ella. Lo que verdaderamente le habría gustado era hacerle olvidar que había conocido alguna vez a una mujer llamada Jane Smith, cosa que era imposible. De modo que tendría que conformarse con hacerle perder el interés en ella. Y no iba a conseguirlo como continuara desafiándolo.
–Por lo visto, asistió a una fiesta organizada por un importante político –añadió.
–Soy una persona con vida social, Jane –contestó él secamente–. Y esa es la verdadera razón de esta llamada.
¿Iba a pedirle quizá que le organizara una cena? Porque Jane no tenía la menor intención de trabajar para él.
–En esta época del año tengo una agenda de trabajo muy apretada, señor Vaughan –le contestó inmediatamente. Faltaban solo dos semanas para Navidad–. Pero puedo recomendarle otras empresas de catering que estoy segura le complacerán.
Se oyó una risa al otro lado del teléfono.
–No me has entendido bien, Jane. Lo que quiero pedirte es que cenes conmigo, no pretendía contratar tus servicios como cocinera, por mucho que me hayan impresionado tus cualidades culinarias.
Entonces fue Jane la que se quedó callada. Y no porque se hubiera enfadado, como le había pasado minutos antes a su interlocutor. No, estaba perpleja: ¡Gabriel Vaughan estaba pidiéndole una cita!
–No –contestó bruscamente.
–¿No? ¿Ni siquiera quieres un poco de tiempo para pensártelo?
–No –repitió cortante.
–Entonces no me queda más remedio que pensar que tenía razón al asumir que había otra persona en tu vida.
Jane frunció el ceño. ¿En qué momento de aquella conversación habría llegado a pensar Gabriel Vaughan que había otro hombre en su vida?
–No sé de qué me está hablando.
–Se me ocurre, Jane, que tienes un interés insano, por lo menos para Felicity, en los asuntos de Richard. ¡Y no estoy hablando en este momento de negocios! –añadió con dureza.
–Es usted repugnante, señor Vaughan. Yo tampoco he tenido nunca ningún interés por los maridos de los demás –contestó, e inmediatamente colgó.
Gabriel Vaughan acababa de insinuar que tenía una aventura con Richard Warner.
¿Cómo se atrevía?