Читать книгу Seducidos por el amor - Un retorno inesperado - Nunca digas adiós - Кэрол Мортимер - Страница 9
Capítulo 4
Оглавление–NO TENGO ni idea de lo que le dijiste, Jane –anunció Felicity feliz–. Pero fuera lo que fuera, te lo agradezco.
Jane había ido a ver a Felicity dos días después de la cena en casa de Celia Barnaby. Había otras muchas cosas que podría haber hecho en aquel día libre, pero no había ido a visitar a Felicity desde que esta había salido del hospital. De modo que, después de comer, la había llamado para decirle que pensaba acercarse a su casa.
Aunque a esas alturas, no podía decir que realmente le gustara el rumbo que estaba tomando la conversación.
–Lo siento, Felicity. Pero no tengo ni idea de lo que estás hablando –sonrió vagamente, intentando parecer perpleja, aunque en el fondo estaba bastante segura de a qué se refería.
Felicity sonrió de oreja a oreja.
–Por lo que Richard me ha contado, tengo la impresión de que le dijiste a Gabe exactamente lo que pensabas de él.
Jane sintió que el rubor teñía sus mejillas.
–Solamente desde el punto de vista de los negocios.
–¿Es que hay otro punto de vista? –preguntó Felicity, arqueando significativamente las cejas.
–En lo que a mí me concierne, no –contestó Jane con vehemencia.
–Sea lo que sea, el caso es que, en vez de comprar la empresa de Richard, Gabe se ha mostrado de acuerdo en financiarla hasta que vuelva a obtener beneficios.
–¿Por qué? –Jane frunció el ceño. Parecía demasiado bueno para ser verdad.
–Richard le hizo la misma pregunta –contestó Felicity–. ¿Y sabes cuál fue la respuesta?
Jane ni siquiera se atrevía a imaginársela, pero tenía la sensación de que, quisiera o no, Felicity iba a decírselo.
–No tengo ni idea.
–Gabe dijo que era por algo que alguien le había dicho. Y el único «alguien» en el que se nos ha ocurrido pensar eres tú.
Jane no creía que nada de lo que ella le había dicho a Gabriel Vaughan pudiera haberle hecho cambiar de planes respecto a la empresa de Richard. Tenía que haber alguna otra razón. Aunque dudaba de que ninguno de ellos estuviera en condiciones de averiguarla hasta que el propio Gabe lo quisiera.
–No creo que sea yo la responsable de su cambio de planes. Aunque me alegro por vosotros –y esperaba sinceramente, por el bien de Felicity, que no cambiara nuevamente de opinión–. Pero, si yo fuera Richard, procuraría firmar cuanto antes un contrato blindado.
–Ya lo ha hecho –le aseguró Felicity contenta–. Gabe tiene su propio equipo de abogados y entre ellos y el abogado de Richard llegaron a un acuerdo ayer por la tarde. No sabes lo bien que me siento ahora, Jane –suspiró satisfecha.
Jane era consciente de lo relajada que estaba Felicity, y le habría encantado sentirse igual que ella. Pero era imposible.
Mientras conducía hacia su casa, se sentía terriblemente inquieta. ¿Qué motivos tendría Gabriel Vaughan para haber dado aquel giro a su política respecto a la empresa de Richard?
Jane se negaba a pensar que pudieran tener algo que ver con nada que ella le hubiera dicho. Aquel hombre era demasiado cruel, demasiado duro para dejarse conmover por algo como la salud de Felicity.
De modo que aquel no era el mejor momento para encontrarse, al llegar a casa con los brazos llenos de bolsas de comida, un enorme ramo de flores en la puerta del apartamento.
Ya de por sí las flores, fueran de quien fueran, y tenía la sensación de que sabía exactamente quién se las había enviado, no le causaron ninguna alegría. Después del dolor y la desilusión que había sufrido tres años atrás, había tomado la decisión de no volver a dejar que ningún hombre, por agradable que fuera, volviera a acercarse a ella lo suficiente como para estar en disposición de destrozarle la vida.
Por otra parte, no conseguía entender cómo habían llegado las flores hasta allí. Se suponía que aquel era un edificio seguro. Su apartamento estaba en el cuarto piso, solo se podía llegar a él en ascensor o por la escalera de incendios. Y si alguien hubiera enviado las flores al edificio, estas deberían haberse quedado entre la puerta de salida y la puerta de seguridad, una puerta que solo podía ser abierta por cualquiera de los cuatro residentes.
Así que, ¿cómo habría llegado aquel ramo de flores hasta su puerta?
–La mujer que vive en el tercero me ha dejado entrar –Gabriel Vaughan salió de pronto de entre las sombras del vestíbulo, donde evidentemente había estado sentado esperando su llegada–. Es una mujer muy romántica. Cuando le he contado que soy tu prometido y que he venido desde los Estados Unidos para darte una sorpresa, se ha mostrado totalmente dispuesta a abrirme.
Jane todavía estaba boquiabierta, intentando comprender qué estaba haciendo Gabriel Vaughan en la puerta de su casa. Pero, poco a poco, su mente fue registrando la explicación de Gabriel. Y en cuanto comprendió cómo se las había arreglado para entrar, su estupefacción se transformó en enfado. ¡Aquella era su casa, su santuario privado! Lo miró con expresión glacial.
–Llévese las flores, señor Vaughan. Y…
–Espero que no estés a punto de decir una grosería, Jane –la interrumpió él burlón.
–Y váyase ahora mismo de aquí –terminó con dureza–, antes de que llame a la policía –lo advirtió–. No sé cómo ha averiguado dónde vivo, pero…
–La otra noche, hacía tan mal tiempo que decidí seguirte a casa, para asegurarme de que llegabas bien –le explicó suavemente.
–Señor Vaughan, comienzo a sentirme acosada por su conducta. Y si continúa presionándome de esta forma, me veré obligada a denunciarlo –pero ella era la primera en saber que jamás acudiría a la policía. Tres años atrás, se había visto obligada a soportar la irrupción de la policía en su vida. Llegaban a su casa a cualquier hora, investigaban su vida personal, la de Paul… Jamás se metería voluntariamente en un torbellino como aquel.
–Solo quería asegurarme de que llegabas a casa sin ningún problema –se excusó Gabe.
Jane lo fulminó con la mirada.
–¡No le creo! Y tampoco le creerá la policía.
–¿No crees que te estás tomando todo esto demasiado en serio, Jane?
La había seguido hasta su casa, se había servido de mentiras para entrar en su edificio con el pretexto de dejarle unas flores y se había quedado a esperarla, ¡y todavía se atrevía a decir que estaba exagerando!
–Es posible que Evie, la mujer que vive en el tercero –le explicó con impaciencia–, encuentre romántica su actitud, señor Vaughan –esa misma vecina había estado intentando averiguar durante meses si había algún hombre en la vida de Jane. Evie estaba saliendo con un hombre casado–. Pero si yo hubiera querido que supiera dónde vivo, se lo habría dicho.
Gabe la miró con expresión de tristeza.
–¿No eres capaz de compadecer a un hombre que se encuentra solo en un país extranjero?
–No cuando ese hombre tiene cientos de mujeres dispuestas a hacerle compañía.
–Pero yo prefiero elegir mi propia compañía.
–¿Y me ha elegido a mí? –Jane suspiró exasperada.
–En una palabra, sí –asintió Gabe–. Jane, eres una mujer inteligente, independiente, capaz de dirigir tu propio negocio, Y además eres muy hermosa –añadió con voz ronca.
Jane tragó saliva. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que un hombre le había hablado de esa forma. Así lo había decidido ella. ¿Pero por qué extraño designio del destino el primer hombre que volvía a hacerlo tenía que ser Gabriel Vaughan?
–No creo que sea la única mujer atractiva que conoce.
Gabriel hizo una mueca.
–No –respondió con una mueca–, conozco a mujeres indudablemente hermosas. Pero también son egoístas, frívolas, y normalmente no tienen otro objetivo en la vida que casarse con un hombre rico. Para así poder seguir siendo egoístas, frívolas, etcétera, etcétera –concluyó.
Por lo poco que Jane sabía sobre ella, Gabriel acababa de describir a su propia mujer: Jennifer Vaughan. Jane suspiró y cerró los ojos brevemente antes de volver a enfrentarse a él.
–Gabe…
–Esta es la primera vez que no me llamas señor Vaughan –exclamó Gabe, satisfecho de aquella primera victoria–. ¿Traes las cosas para la cena? –le quitó dos bolsas de las manos, antes de que Jane tuviera tiempo de detenerlo–. Espaguetis a la boloñesa –aventuró segundos después–. Yo puedo hacer la salsa mientras tú preparas la pasta –se ofreció.
–Tú…
–Deja que alguien cocine para ti para variar –la interrumpió–. Soy perfectamente capaz de hacer una salsa.
Jane repasó mentalmente el estado en el que había dejado el apartamento horas atrás; un lugar cómodo, confortable, pero también impersonal. No había en él fotografías del pasado ni nada que pudiera recordar a la mujer que en otro tiempo había sido.
Pero no, se dijo seriamente, no estaba contemplando la posibilidad de invitar a Gabriel Vaughan a su casa. ¿O sí?
¡Eso era exactamente lo que estaba haciendo!
¿Pero qué tipo de magia estaba ejerciendo aquel hombre sobre ella para que fuera capaz de considerar siquiera aquella idea? Quizá hubiera sido el argumento sobre su soledad. Ella, mejor que nadie, sabía lo terrible que podía llegar a ser la soledad.
–De acuerdo, pero nada de quedarte mirándome trabajar cuando estemos dentro –le advirtió mientras tomaba las flores y abría la puerta de la casa.
Entró y abrió la puerta de par en par, permitiéndole contemplar su apartamento. La cocina estaba forrada de paneles de madera. En las estanterías podían verse toda clase de hierbas y especias. De las paredes colgaban sartenes y cazuelas de bronce relucientes y en el centro de la habitación había una antigua mesa de roble.
–Exactamente como me la imaginaba –dijo Gabe mirando admirado a su alrededor.
¿Como se la imaginaba? ¿Desde cuándo había empezado Gabe a imaginarse cómo era su casa?
–Desde la primera noche en casa de Felicity y Richard –contestó Gabe al ver su mirada acusadora–. A través de la casa de una persona, es más fácil averiguar cómo es ella.
Y esa era la razón por la que Jane no había querido invitar nunca a nadie a la suya.
–Esta es la cocina de un chef –anunció Gabe feliz, mientras empezaba a vaciar las bolsas de la compra–. Aquí puede encontrarse cualquier objeto necesario para cocinar, todos los cuchillos cortan perfectamente e ¡incluso hay una botella de vino tinto, a temperatura ambiente, por supuesto, para disfrutar a la vez que se cocina! –miró a Jane con expresión interrogante mientras sostenía la botella que había encontrado en la mesa.
Gabe tenía razón, había sacado aquella botella para que hubiera adquirido la temperatura adecuada en el momento de hacer la cena. Pero eso de disfrutar cocinando le sonaba excesivamente íntimo, habiéndolo dicho él.
–Alegra esa cara, Jane –le aconsejó Gabe al advertir su expresión. Comenzó a descorchar la botella mientras Jane ponía las flores en agua–. Te estoy sugiriendo que compartamos una botella de vino, no la cama –se quitó la chaqueta y la dejó en el respaldo de una silla.
Jane dejó el jarrón de flores en la ventana.
–Tienes copas en ese armario –señaló bruscamente, y cruzó precipitadamente la cocina.
¡Compartir la cama! No había compartido la cama con nadie desde que… Se estremeció ante la idea de haber compartido su cama con Paul.
Para cuando Gabe dejó las copas en la mesa, ya estaba concentrada preparando la pasta, de modo que no había podido verla estremecerse. De otro modo, se habría preguntado por qué una mujer de veintiocho años reaccionaba de esa forma ante la idea de compartir su lecho.
Gabe comenzó a cortar una cebolla y Jane no pudo menos que admirar su estilo. Era evidente que disfrutaba cocinando. Había adoptado una expresión de total relajación y canturreaba mientras cocinaba. Era extraño. Ella siempre se había imaginado a Gabriel Vaughan como un hombre altivo y poderoso de rostro adusto. Y aquella imagen no encajaba en absoluto con la del hombre que tenía a su lado, friendo cebolla totalmente complacido.
Gabe se volvió para tomar su copa.
–Qué divertido, ¿verdad? –comentó con una enorme sonrisa.
Jane sonrió con cierto recelo. Se sentía como si de pronto hubiera sido arrastrada por un tornado; ni siquiera conseguía explicarse todavía cómo era posible que hubiera terminado cocinando con Gabriel Vaughan en su apartamento.
–¿Jane? –preguntó Gabe suavemente, frunciendo el ceño ante su silencio.
Jane reaccionó inmediatamente a la desaparición de su sonrisa.
–Has cortado esas cebollas con un estilo muy profesional –le dijo animada, tras tomar un sorbo de vino–. Supongo que es algo que ya has hecho antes.
–Docenas de veces. Siempre me ha gustado cocinar, aunque tengo que admitir que no he tenido muchas oportunidades de hacerlo. Jennifer, mi esposa, pensaba que no merecía la pena molestarse siquiera en sentarse a la mesa si no había nadie que pudiera admirarla mientras lo hacía.
Su esposa, Jennifer. Cuánto le había dolido en otro tiempo la sola mención de aquel nombre. Pero al oírselo decir al que había sido su marido, no sentía nada, ni siquiera esa especie de entumecimiento mental que en otra época había sido tan necesario para ella.
–Desgraciadamente –continuó explicando Gabe mientras cocinaba–, Jennifer era una mujer a la que le preocupaba más lo que pensaban los maridos de otras mujeres sobre ella que interesar a su propio marido.
Ante el rumbo que estaba tomando la conversación, Jane se había olvidado por completo de que tenía un cuchillo en la mano, y no fue consciente de ello hasta que vio gotear la sangre frente a ella. Qué ironía, pensó a través de su dolor, se había cortado el mismo dedo en el que tres años atrás llevaba una alianza.
–Era algo que yo… ¡Diablos, Jane! –Gabe vio entonces la sangre, apartó la sartén del fuego y se acercó a ella–. ¿Qué te ha pasado? ¿Crees que puedes necesitar puntos? Quizá debería llamar…
–Gabe –lo interrumpió Jane suavemente al verlo tan asustado–. Solo es un corte. Son gajes del oficio –añadió alegremente, decidiendo olvidar por el momento los problemas que aquel corte le supondría a la hora de cocinar durante las siguientes semanas.
Maldita fuera, no podía recordar la última vez que había hecho una tontería como aquella. Por supuesto, habían sido los comentarios de Gabe sobre su esposa los que le habían hecho perder la concentración.
–Encontrarás esparadrapo en el armario que está encima del lavaplatos –le dijo a Gabe mientras metía el dedo bajo el chorro de agua fría. El intenso dolor la ayudaba a recuperarse de la impresión que le había causado el oírlo hablar de su esposa con tanta naturalidad.
Gabe le colocó el esparadrapo tras secarle el dedo.
–Ya no estoy casado, Jane –le explicó, escrutando su rostro con la mirada.
Así que pensaba que había sido la idea de cenar con un hombre casado la culpable de aquel accidente. Quizá fuera preferible que continuara creyendo que había sido esa la razón de su despiste.
–Me alegro de oírlo. Porque, si lo estuvieras –añadió al ver el brillo triunfal de sus ojos–, Evie, la vecina de abajo, se iba a llevar un disgusto. Tendría que olvidar todas sus ilusiones románticas de un plumazo.
–Ya entiendo –suspiró y asintió bruscamente antes de volver a prestar atención a la salsa–. Mi mujer murió –dijo precipitadamente, sin mirarla.
Así que el recuerdo de Jennifer continuaba resultándole doloroso, pensó Jane. Ella, mejor que nadie, debería haber sabido que no era necesario que una persona fuera especialmente amable y bondadosa para que alguien se enamorara de ella.
Y Jennifer Vaughan no había sido ninguna de las dos cosas. Era una belleza extremadamente peligrosa, que sentía la necesidad imperiosa de seducir a cuanto hombre se cruzara con ella sin comprometerse nunca lo más mínimo. Solo un hombre había podido retenerla durante algún tiempo a su lado: Gabriel Vaughan. Y por lo que acababa de contar de Jennifer y lo poco que de ella sabía por propia experiencia, su relación había sido bastante agridulce. Y probablemente más amarga que dulce. A pesar de todo, Gabe parecía continuar enamorado de su esposa.
–Jennifer era una bruja –exclamó de pronto Gabe, volviéndose hacia ella con una intensa mirada–. Hermosa, inmoral… Su único placer en la vida parecía consistir en destrozar lo que otros construían –dijo con amargura.
Jane tragó saliva. No quería seguir escuchándolo.
–Gabe…
–No te preocupes, Jane. La única razón por la que te estoy contando todo esto es porque quiero que sepas que no estoy a punto de empezar a contarte lo maravilloso que fue mi matrimonio.
–Pero tú la querrías…
–Claro que la quise –le espetó–. Me casé con ella. Quizá fue ese el error. No lo sé –sacudió la cabeza con impaciencia–. A Jennifer solo le gustaban los desafíos. Lo último que quería era una amor cautivo.
–Gabe, realmente yo…
–¿No quieres oírlo? Pues es una pena, porque pretendo contártelo, quieras oírlo o no –contestó, agarrándola del brazo con firmeza.
–¿Pero por qué? –preguntó Jane con la voz atragantada. Lo miraba con gesto suplicante–. Yo no te he pedido nada, no quiero saber nada de ti. No quiero que nadie…
–No quieres que nadie interrumpa la paz que has alcanzado en tu torre de marfil –dijo sombrío–. Lo comprendo, Jane. Supongo que es muy cómodo para ti, pero no deja de ser una torre de marfil y yo quiero que te des cuenta de que quiero derrumbar esas paredes y…
–¿Y eres tú el que acabas de describir a tu esposa como un ser destructivo? –lo interrumpió Jane. Tenía todos los miembros en tensión y permanecía tan lejos de él como la mano con la que la tenía sujeta se lo permitía.
–Mi esposa pertenece al pasado, Jane. Eso no me convierte en una persona parecida a Jennifer. Yo no destruyo por el poder de la destrucción. Yo quiero construir…
–¿Para no aburrirte durante el par de meses que vas a pasar en Inglaterra? –replicó disgustada–. No, gracias, Gabe. ¿Por qué no lo intentas con Celia Barnaby? Estoy segura de que estaría encantada de…
Sus palabras fueron bruscamente interrumpidas cuando los labios de Gabe alcanzaron su boca, robándole el aliento. Aprovechándose de la ventaja que le proporcionaba la sorpresa, Gabe se regodeó en el beso, disfrutando cuanto quiso del néctar de sus labios. Pero en cuanto comenzó a ser consciente de su falta de respuesta, amainó la violencia de su beso. Le enmarcó el rostro con las manos y movió lentamente sus labios contra su boca… ¡Hasta que Jane comenzó a responder!
Algo muy dentro de ella había comenzado a liberarse bajo las caricias de los labios de Gabe. Era el anhelo de algo que se había negado a sí misma durante años, una cálida emoción que hacía una eternidad no se permitía sentir.
Pero Gabe no la amaba. Y, desde luego, ella tampoco lo amaba a él. Y cualquier cosa que pudieran empezar a construir entre ambos se haría añicos en el momento en que Gabe descubriera quién era realmente ella.
Gabe alzó la cabeza lentamente y buscó sus ojos. De los suyos había desaparecido el enfado para dar paso a un sentimiento completamente diferente.
–No tengo ningún interés en Celia, Jane –le dijo con voz ronca–. La única razón por la que fui a cenar la otra noche a su casa era porque sabía que ibas a estar allí.
Era lo que la propia Jane se había imaginado. Pero aun así le costaba creer que fuera cierto.
–Te deseo, Jane…
Jane se separó bruscamente de él.
–Pero no puedes tenerme. Porque yo no te deseo –añadió al ver que abría la boca para protestar–. Comprendo que debe de ser difícil para un hombre tan solicitado que una mujer no lo desee, pero…
–Basta ya de insultos, Jane. Te he entendido perfectamente. Lo que me gustaría es comprender el efecto que tienes sobre mí –añadió, sacudiendo la cabeza al mismo tiempo que la recorría con la mirada–. Te deseo desde el primer momento que te vi. Y no solo eso. Me he descubierto a mí mismo pensando, e incluso hablando como hace unos minutos, en mis esposa, a la que he estado intentando quitarme de la cabeza durante los últimos tres años. ¿A qué crees que se debe, Jane? –volvía a brillar el enfado en sus ojos, pero era imposible discernir si iba dirigido contra Jane o contra sí mismo.
Jane sabía exactamente por qué ella no había dejado de pensar en el pasado y en Paul durante la última semana. La aparición de Gabriel Vaughan había despertado recuerdos que creía ya prácticamente muertos. Y Gabe, aunque fuera inconscientemente, parecía haberla reconocido.
¿Cuánto tiempo tardaría en llegar a ser consciente de aquellos recuerdos que estaban trabajando a escondidas en su mente?
–No tengo el menor interés en saber por qué, Gabe. La única respuesta que puedo darte es que no tengo ningún interés en ti –lo miró desafiante, sintiendo los violentos latidos de su corazón en el pecho.
–Sabes condenadamente bien que eso no es cierto –replicó él–. Pero quien quiera que fuera él, Jane, no se merece que vivas escondida en…
–¿En mi torre de marfil? –terminó Jane por él. Estaba enfadada consigo misma y con Gabe. La enfurecía el rubor que había cubierto sus mejillas cuando Gabe había desmentido su negativa. Y estaba enfadada porque Gabe estaba derrumbando las barreras que había levantado en torno a sus sentimientos–. ¿Y Jennifer merecía la pena? –le preguntó con toda intención.
–Muy ingeniosa, Jane, pero no te va a servir de nada. Jennifer, y todo lo que hizo mientras estaba viva, ha perdido toda la capacidad de hacerme daño.
–¿Y el dolor causado por su muerte? –preguntó con crueldad. Pero en cuanto vio la mirada escrutadora de Gabe deseó no haberlo hecho. Los nervios le estaban haciendo bajar la guardia.
–Jennifer murió en un accidente de coche, Jane –le explicó Gabe suavemente–. Y no hay nada más definitivo que la muerte. A partir de ella, la gente deja de hacerte daño.
–¿Estás seguro? –preguntó ella con voz ronca.
–Si Jennifer no hubiera muerto cuando lo hizo, habría terminado estrangulándola yo mismo.
No era cierto. Jane sabía que no era cierto. Porque tres años atrás, Gabe parecía haberse vuelto loco tras la muerte de su esposa; necesitaba culpar a alguien de lo ocurrido y, al haber muerto la única persona a la que podía responsabilizar, había dirigido su furia y su humillación hacia la única persona que había quedado en una situación tan lamentable como la suya.
Gabe tenía razón al imaginar que había sido un hombre el que la había obligado a refugiarse en su torre de marfil. Era el mismo hombre parcialmente responsable de su cambio de vida.
El mismo del que había estado huyendo durante tres años.
Y ese hombre era Gabriel Vaughan.