Читать книгу Seducidos por el amor - Un retorno inesperado - Nunca digas adiós - Кэрол Мортимер - Страница 8

Capítulo 3

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–VOLVEMOS a encontrarnos, querida Jane Smith.

Jane se quedó paralizada. Estaba a punto de meter una bandeja de merengues recién sacados del horno en la nevera y cerró los ojos, esperando que aquella fuera una pesadilla de la que pudiera despertar en cualquier momento.

Cerrar los ojos no sirvió de nada porque podía oler la fragancia de su loción y sabía que en cuanto se volviera iba a descubrir a Gabriel Vaughan. ¿Y podría ser solo casualidad que aquella fuera la segunda cena en la que coincidían en el curso de una semana?

Abrió los ojos e irguió los hombros antes de volverse para enfrentarse a él. El corazón le dio un vuelco al ver a aquel hombre virilmente atractivo dominando la cocina en la que tan armoniosamente había estado trabajando durante las últimas cuatro horas.

Gabriel iba vestido con un traje negro y una camisa blanca. Exudaba masculinidad y seguridad en sí mismo mientras clavaba sus desafiantes ojos azules sobre ella.

Jane lo saludó con una fría inclinación de cabeza.

–Sí, ya me dijo que era una persona con vida social.

–Y tú me dijiste que ibas a tener mucho trabajo durante estas semanas –se encogió de hombros–. Así que Mahoma ha decidido venir a la montaña.

Jane entrecerró los ojos con recelo. ¿Podría aquel hombre…? No, descartó inmediatamente aquella idea. No podía creer que hubiera recurrido al extremo de hacerse invitar a una cena simplemente porque sabía que iba a prepararla ella. ¿O sí? Al fin y al cabo, la anfitriona la había llamado esa misma mañana para pedirle que añadiera dos comensales más a la cena. ¿Sería uno de ellos Gabriel Vaughan?

–Ya veo –musitó–. Espero que esté disfrutando de la cena, señor Vaughan –añadió.

–Desde luego –contestó, mirándola con admiración–. Tienes mucho genio, ¿verdad, Jane Smith? –había un deje de admiración en su voz burlona, como, si lejos de enfadarlo, le hubiera gustado que le colgara el teléfono dos días atrás.

–Hizo usted una acusación muy desagradable –replicó ella.

–A Richard tampoco le gustó –contestó él, divertido.

–¿Le repitió esa ridícula acusación a Richard? –preguntó Jane con incredulidad.

–Mmm –reconoció Gabe con pesar y una mirada ligeramente burlona–. Y dime, Jane, si no estás saliendo con nadie, ¿qué te gusta hacer en tu tiempo libre? ¿Practicas algún otro tipo de ejercicio?

Jane sacudió la cabeza, totalmente sorprendida por aquella ofensiva conversación.

–Corro, señor Vaughan, me gusta correr –contestó furiosa–. Realmente, me cuesta creer que sea tan insensible como para haber repetido delante de Richard una acusación de ese calibre en un momento como este…

–Felicity está ya fuera del hospital –Gabe no parecía ya tan relajado como al principio. De hecho, hasta podría decirse que se había puesto a la defensiva. Volvió a sus ojos un brillo desafiante.

–¿Y durante cuánto tiempo cree que podrá seguir estando fuera? ¿Cuándo pretende hacer el próximo asalto a la compañía de Richard? –preguntó disgustada.

–Yo no asalto compañías, Jane, las compro.

–Pero atacando directamente la yugular de sus pobres propietarios –lo acusó acaloradamente–. Primero busca a los débiles y después va a por ellos.

Gabe parecía no haberse dejado inmutar por su acusación. Pero había entrecerrado ligeramente los ojos y la dureza de su boca parecía haber aumentado. Quizá no fuera tan despiadado como ella pensaba…

No, se contestó a sí misma inmediatamente. Tres años atrás había sido absolutamente cruel, no había mostrado ni una sola gota de compasión. Había sido su conducta la que había convertido la vida de Jane en un infierno. Ese era el motivo por el que la situación de Felicity y Richard la afectaba tanto.

–Cuando una empresa está en crisis, ella misma lo anuncia –se burló–, pero yo solo compro aquellas que me interesan. Jane, no me gustaría alarmarte, pero me parece que está saliendo humo de…

¡La segunda bandeja de merengues!

Estaban completamente quemados, descubrió en cuanto abrió la puerta del horno. La cocina estaba llena de humo.

–¡No seas tonta! –la regañó Gabe duramente, apartándola a un lado cuando vio que Jane iba a sacar la bandeja del horno–. Abre la puerta de la cocina. Yo sacaré la bandeja al patio –le quitó el guante de cocina–. ¡La puerta, Jane! –repitió al ver que ella no se movía.

Maldito fuera, pensó Jane cuando por fin fue a abrir la puerta. No podía recordar siquiera la última vez que se le había quemado una cena. Y menos cuando estaba trabajando.

–Apártate, Jane –le pidió Gabe antes de salir con la bandeja de pasteles carbonizados al jardín.

Jane observó en silencio cómo caían los merengues ardiendo sobre la nieve. Sí, la nieve. En algún momento, en medio de lo que prometía convertirse en una noche terrible, la segunda en una semana, había comenzado a nevar.

–¿Y dónde corres?

Jane se volvió y comprobó desolada que Gabriel Vaughan estaba a solo unos centímetros de ella.

–En un parque que está cerca de mi casa –frunció el ceño y lo miró con recelo, asaltada de pronto por las dudas.

–Era simple curiosidad –comentó él.

Jane sacudió la cabeza, sin dejarse afectar de forma visible por su cercanía. Pero tenía los nervios destrozados. Aun así, era consciente de que, si se apartaba, Gabriel se daría cuenta de cuánto la turbaba estar cerca de él. Y en lo que a ella concernía, aquel hombre ya tenía suficientes ventajas respecto a ella… aunque ni él mismo lo supiera.

¡Y podía guardarse su maldita curiosidad para otra! En cualquier caso, tampoco había por qué preocuparse. Gabriel no sabía dónde vivía, y, consecuentemente, tampoco podía saber dónde estaba el parque en el que ella corría.

–Por el aspecto de esta nieve… –alzó la mirada hacia el cielo–, me temo que mañana no voy a poder correr en ninguna parte –el ejercicio matutino la ayudaba a despejar su mente y a tonificar los músculos para el resto del día. Encontrarse a Gabriel Vaughan allí, anularía completamente los beneficios del ejercicio.

–Así que solo te gusta correr cuando hace buen tiempo, ¿eh?

–Yo no… –comenzó a contestar Jane indignada.

–Ah, Gabriel, así que aquí es donde te has escondido –se oyó una seductora voz femenina–. ¿Qué es ese olor tan espantoso? –Celia Barnaby, la anfitriona de la noche, una rubia alta y elegante, arrugó la nariz al percibir el olor de los merengues quemados.

Gabe miró a Jane y le guiñó el ojo con expresión de complicidad antes de cruzar la cocina a grandes zancadas para reunirse con su anfitriona.

–Me temo que es el postre –contestó con una carcajada. Agarró a Celia del brazo con intención de sacarla de la cocina–. Creo que deberíamos dejar a Jane sola para que pueda ponerle remedio a ese postre.

–Pero…

–¿No estabas antes a punto de hablarme de esa semana que vas a pasar esquiando? –preguntó Gabe, ante la obvia reluctancia de Celia a abandonar la zona del desastre–. Pensabas ir a Aspen, ¿no es cierto? –miró a Jane por encima del hombro de la otra mujer con una sonrisa de complicidad.

–Maldito sea –musitó Jane para sí mientras intentaba reparar el desaguisado. No tenía tiempo que perder. Sus dos ayudantes acababan de volver con los platos vacíos de la ensalada y había que servir ya el plato principal.

Para cuando Jane terminó de colocar el merengue y la fruta, ligeramente cubiertos de salsa de frambuesas, nadie habría sido capaz de imaginar que en realidad debería haber servido dos merengues en cada uno de los platos.

Excepto Gabriel Vaughan, por supuesto. Pero él era el culpable de aquella omisión. Si no hubiera estado tan ocupada eludiendo sus preguntas, nada de eso habría ocurrido. Jane era suficientemente profesional y eficiente para que en circunstancias normales le ocurriera algo así. Pero aquellas estaban lejos de ser circunstancias normales.

De hecho, estuvo al borde de un ataque de nervios durante toda la noche, temiendo que Gabriel Vaughan irrumpiera de nuevo en la cocina.

Era extremadamente tarde cuanto terminó de recoger el último de los platos de la cena y tenía que admitir que estaba agotada. Y no tanto por el trabajo físico como por la tensión bajo la que lo había realizado. Desgraciadamente, no consiguió escapar antes de que Celia entrara en la cocina tras despedir al último de sus invitados.

Desgraciadamente porque Celia no le caía bien. Era una mujer divorciada que, evidentemente, se había casado con su marido solo por dinero y tras el divorcio había conseguido hacerse con una parte considerable de sus millones. Jane la consideraba una mujer cínica y condescendiente.

Sin embargo, sonrió educadamente a la otra mujer. Al fin y al cabo, no tenía por qué gustarle la gente para la que trabajaba.

Celia la miró arqueando sus cejas perfectamente delineadas.

–¿Gabriel y tú os conocéis desde hace mucho tiempo? –le preguntó.

Jane la miró perpleja. Desde luego, aquella mujer no se andaba con rodeos.

–¿Desde hace mucho tiempo? –repitió aturdida. ¡Gabriel y ella no se conocían en absoluto!

–Gabriel me ha dicho que sois viejos amigos.

–¡Pero…! ¿Qué ha dicho qué? –frunció el ceño, con preocupación.

–No seas tímida, Jane. Yo siempre he pensado que eras una persona que escondía grandes secretos. Y nunca he podido comprender por qué te teñiste de morena, cuando todo el mundo dice que las rubias son más divertidas.

Jane estaba completamente estupefacta. Por una parte, le extrañaba que Celia Barnaby le hubiera prestado nunca la menor atención. Y el comentario sobre las rubias la había dejado completamente sin habla.

Habían pasado ya dos años y medio desde que se había cortado y teñido el pelo. Aquella había sido una parte muy importante de su paso a una nueva vida. Gabriel Vaughan no había sido el único que no la había reconocido; tampoco lo había hecho mucha de la gente para la que trabajaba, que ni siquiera sospechaba que en otro tiempo había disfrutado de un nivel de vida similar al suyo. De modo que su cambio de imagen había servido para un doble propósito. Hasta ese momento, Jane había estado convencida de que el disfraz había funcionado. Se tomaba la molestia de teñirse el pelo una vez al mes y nadie parecía haber notado nunca que en realidad era rubia.

Pero lo que menos comprendía era que Gabriel Vaughan hubiera dicho que eran viejo amigos. Haber coincidido dos veces durante una semana de sus vidas no los convertía en viejos amigos.

A no ser que Gabriel Vaughan recordara quién era ella tres años atrás y en ese caso estuviera entreteniéndose a su costa…

–No, no nos conocemos desde hace mucho.

–Es una pena –Celia hizo una mueca de desilusión ante su respuesta–. Tengo curiosidad por saber cómo era su esposa. Sabías que había estado casado, ¿no?

Oh, sí, claro que sabía que había estado casado, pensó Jane mientras intentaba reprimir un escalofrío. La muerte de la esposa de Gabriel Vaughan había sido otro de los elementos que había contribuido al desastre en el que tiempo atrás se había convertido su vida.

–Sí –confirmó Jane bruscamente–. Supongo que tú también viste la fotografía del accidente que publicaron los periódicos –parecía tener problemas para hablar. Hacía tanto tiempo que no hablaba con nadie de todo aquello…

–Todo el mundo la vio. Menudo escándalo –comentó Celia con evidente placer–. Jennifer Vaughan era tan hermosa que provocaba la envidia de cualquier mujer –añadió–. No, ya sé el aspecto que tenía, Jane. Solo me estaba preguntando cómo era. En aquella época yo no conocía a Gabriel, de modo que no tuve oportunidad de tratar directamente con ella.

Jane tampoco la había conocido. Pero sí había llegado a temerla; a ella y al efecto de su belleza.

–Me temo que en eso no puedo ayudarte, Celia –contestó, deseando salir cuanto antes de allí–. Yo también he conocido a Gabriel después de la muerte de su esposa –contestó vagamente.

Si por ella hubiera sido, no habría tenido ningún inconveniente en explicarle que había hablado por primera vez con él hacía menos de una semana, pero no quería contradecir a Gabe y despertar de esa forma la curiosidad de Celia.

–Oh, bueno –comentó Celia, comprendiendo que no iba a obtener más información–. La cena de esta noche ha sido maravillosa, Jane. Me mandarás la cuenta, como siempre, ¿verdad?

–Por supuesto –y como siempre también, Celia retrasaría todo lo posible el momento de pagarla.

De hecho, se lo había pensado mucho antes de aceptar servir aquella cena. Y tras haber descubierto que Gabriel Vaughan era uno de los invitados, lo mejor que podía haber hecho era hacer caso de su intuición y haber dicho que no.

Acababa de abandonar la casa de Celia cuando alguien le quitó de las manos la caja de utensilios de cocina que llevaba siempre a aquellas cenas.

–Dame, déjame llevártela –Celia alzó la mirada y se encontró frente a un sonriente Gabriel Vaughan–. Corre, Jane –la animó Gabriel al ver que permanecía inmovilizada–. Todavía está nevando.

De hecho, nevaba con una fuerza extraordinaria. Todo estaba cubierto de nieve, aunque afortunadamente la nieve no había cuajado en la carretera. Pero no eran ni la nieve ni las condiciones del asfalto las que en ese momento la preocupaban. ¿Qué estaría haciendo Gabriel Vaughan allí cuando ella pensaba que había abandonado la casa hacía más de una hora?

Esperaba que Celia no los viera irse juntos. Aunque, tras haber hablado con ella y haberse dado cuenta de lo poco que sabía sobre Gabriel, la otra mujer parecía haber perdido todo su interés. Jane esperaba que Celia no hubiera interrogado a Gabriel como lo había hecho con ella. Y rogaba al cielo que no se le hubiera ocurrido comentar nada sobre su pelo teñido.

–Vamos, Jane –la urgió Gabriel con impaciencia–. Abre la furgoneta, por lo menos allí no nos mojaremos.

Jane se dirigió automáticamente hacia la furgoneta, abrió la puerta y entró. En cuanto se volvió, encontró a Gabe sentado en el asiento de pasajeros. A juzgar por la sonrisa de safisfacción de su rostro, parecía muy complacido consigo mismo.

–¿Por qué demonios se ha subido en mi furgoneta? –le preguntó Jane irritada. Por aquella noche, ya había tenido más que suficiente.

–Esa es una pregunta muy brusca, Jane.

–Soy una persona muy brusca, señor Vaughan –contestó con sarcasmo–. Y ya ve, creo que ya nos hemos dicho todo lo que teníamos que decirnos.

Gabriel se reclinó en su asiento y la examinó atentamente con la mirada.

–¿Qué es lo que te he hecho, Jane, para despertar en ti tanta animosidad? Oh, acepto que no te gusten mis tácticas comerciales –continuó diciendo antes de que ella tuviera tiempo de contestar–, pero me dijiste, y Richard lo ha confirmado, que no tenías ninguna aventura con él, y Felicity no me dio la impresión de que fuerais grandes amigas, así que no comprendo por qué te preocupan tanto los negocios que haga o deje de hacer con Richard. Tampoco das la sensación de ser un adalid de cualquier lucha en contra de la injusticia. Más bien todo lo contrario.

–¿Qué se supone que quiere decir con eso?

Gabriel se encogió de hombros.

–Quiero decir que no me pareces una persona a la que le guste llamar la atención. Es más, al igual que yo, prefieres pasar desapercibida.

Jane apretó los labios ante aquella declaración.

–Me parece un poco raro que diga eso una persona cuya fotografía acaba de aparecer en un periódico –había vuelto a leer otra noticia sobre él en la que se informaba de su asistencia a una cena benéfica–. Pero bueno, al fin y al cabo ya dejó claro que es usted una persona con una gran vida social.

–Lo creas o no, Jane, la verdad es que odio las fiestas. Y las cenas son todavía más aburridas. Te toque quien te toque al lado, tienes que soportarlo durante un par de horas por lo menos. Y esta noche me he visto atrapado entre Celia y una mujer que podría ser mi abuela.

De hecho, Jane sabía que la dama de la que hablaba era en realidad la abuela de Celia. Una mujer de más de setenta años y ligeramente sorda. Al sentarlo a su lado, probablemente Celia había intentado asegurarse de que Gabriel no hablara con nadie más durante toda la noche.

–Pues disimula muy bien su aversión por las fiestas –respondió Jane secamente.

–Sabes exactamente el motivo por el que fui a cenar a casa de Richard y Felicity –replicó Gabriel–. ¿Y te gustaría conocer el motivo por el que he venido aquí esta noche?

Jane lo miró y reconoció inmediatamente el desafío que encerraba su mirada. Supo entonces, a la luz de la llamada que Celia le había hecho aquella mañana para advertirla de que iban a contar con otros dos invitados, que la razón por la que Gabe había asistido a aquella cena era la última que le gustaría escuchar.

–Es tarde, señor Vaughan –se enderezó en su asiento y metió la llave en el encendido, preparándose para marcharse–. Y me encantaría poder irme a casa –añadió intencionadamente.

Gabe asintió.

–¿Y exactamente dónde está su casa? –le preguntó suavemente.

–En Londres, por supuesto –contestó ella con ironía.

–Londres es muy grande –comentó Gabe, arrastrando las palabras–. Sé que vives cerca de un parque… del parque en el que corres. ¿Pero no podrías ser un poco más específica?

No, no podía. Su privacidad era algo que defendía con la fiereza con la que una leona protegía a sus crías. Su apartamento era para ella su refugio.

–Eres una mujer difícil de conocer, Jane –murmuró Gabe ante su continuado silencio–. Ninguna de las personas con las que he hablado parece tener idea de dónde vives. Tus clientes se ponen en contacto contigo por teléfono, en tu furgoneta no llevas propaganda. ¿A qué se debe tanto secreto, Jane?

Jane se quedó mirándolo con sus enormes ojos castaños abiertos como platos. Había estado hablando con gente sobre ella, había estado intentando averiguar dónde vivía, ¿pero por qué?

–¿Por qué? –repitió Gabe, haciéndole consciente de que había expresado la última parte de sus pensamientos en voz alta–: ¿Tienes idea de lo hermosa que eres, Jane Smith? –le preguntó con voz ronca–. Y tu condenada forma de eludirme te convierte en una mujer mucho más seductora –se había acercado peligrosamente a ella. Estaban tan cerca que Jane podía sentir el calor de su aliento.

Y era incapaz de moverse. Se sentía atrapada en la intensidad de aquellos ojos azules como el mar, paralizada por la repentina intimidad que había brotado entre ellos.

–Jane…

–Yo no lo creo, señor Vaughan –se enderezó en su asiento, alejándose al mismo tiempo de él–. Y ahora, ¿le importaría salir de mi furgoneta? –exigió con enfado, sin estar del todo segura de si su irritación estaba dirigida a él o a sí misma.

¿De verdad había estado a punto de sentir la tentación de besarlo cuando se había acercado a ella? Habría sido una locura. Habría podido destrozar en décimas de segundo los pocos vestigios de paz que había conseguido reunir durante los últimos dos años.

Pero Gabe no se movió. Se quedó mirándola con el ceño fruncido.

–¿Me equivoco al pensar que hay algún hombre en tu vida? ¿Es esa la razón por la que proteges con tanto celo tu intimidad?

¿Y por la que no le había permitido besarla? No lo había dicho con palabras, pero la pregunta flotaba en el aire. Jane era consciente de que para Gabe, un hombre acostumbrado a obtener todo lo que quería, cualquier mujer incluida, detrás su rechazo debía de haber alguna explicación.

–Sí, se equivoca –contestó secamente.

–Ningún hombre. ¿Y una mujer, quizá? –añadió como si acabara de ocurrírsele.

–Tampoco hay ninguna mujer –contestó Jane, descartando aquella posibilidad con un movimiento de cabeza.

–Mira, Jane, he sido completamente sincero contigo desde el principio. Me gustas. En cuanto…

–Por favor, no continúe –lo interrumpió bruscamente–. Lo único que va a conseguir va a ser ponernos a ambos en una situación vergonzosa.

Una ráfaga de enfado cruzó el rostro de Gabriel. Pero rápidamente la controló y apareció en sus labios una relajada sonrisa.

–Yo rara vez me avergüenzo de algo, Jane. Y nada se consigue sin pedirlo previamente.

Jane le dirigió una mirada glacial.

–La mayor parte de los hombres habrían tenido la elegancia de conformarse con un no.

–La mayor parte de los hombres quizá –admitió Gabe–. Pero yo he descubierto que la mayor parte de las cosas que merecen la pena son aquellas que no se consiguen fácilmente. Parece que está nevando más fuerte, quizá deberías irte a tu casa. Conduce con cuidado.

Jane procuraba ser extremadamente cuidadosa en todo lo que hacía. Y una de las cosas en las que más cuidado había puesto durante los últimos tres años había sido en evitar cualquier posibilidad de volver a encontrarse con aquel hombre. Sin embargo, no había podido evitarlo. Gabriel no solo la había encontrado, sino que, por alguna extraña razón, la encontraba atractiva.

Tres años atrás, había estado intentando encontrarla. La había perseguido hasta hacerle sentir que ya no podía seguir huyendo, que la única posibilidad de escapada era desprenderse de todo lo que hasta entonces había sido. Y así lo había hecho: había cambiado de nombre, de aspecto, y por fin había sido capaz de labrarse su propia vida. Qué ironía. Después de todo lo ocurrido, todavía tendría que darle las gracias a Gabriel Vaughan por haberlo hecho posible.

¿Pero cuánto tiempo tardaría Gabe en descubrir quién se escondía bajo aquel disfraz? Y lo que más temía era que, cuando lo hiciera, la atracción que decía sentir por ella se transformara en un sentimiento mucho más amenazador.

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