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Capítulo Cinco

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Piper equilibró la bandeja con los cafés que acababa de comprar. El asa del bolso se le deslizó hasta el final del hombro, amenazando con caerse y dar al traste con el equilibrio. Tal y como le estaba yendo la mañana, sería ya la guinda del pastel.

No había dormido bien, así que por la mañana se había quedado dormida y llegaba tarde, algo que detestaba. Seguramente no debería haberse parado a tomar café, pero era el único modo de que su mañana volviera a encarrilarse. Sin ese café, sería un completo desastre en una primera sesión, algo que odiaba aún más que llegar tarde.

Después de los últimos días, había sentido la necesidad de ponerse algún tipo de armadura, y de ahí el traje de chaqueta y los Louboutin de tacón infinito en los que se había encaramado y que, después de veinte minutos, le recordaron por qué estaban al fondo del armario. Preciosos, sí, pero incómodos como ellos solos.

Menos mal que siempre dejaba un par de zapatos de emergencia en la consulta.

Un sonido salió de lo más hondo de su bolso. Quienquiera que fuese iba a tener que esperar a que descargase todo lo que llevaba en precario equilibrio.

Giró en la siguiente esquina, y apenas cinco pasos después, reparó en la melée que se había organizado ante uno de los edificios de la calle; tres pasos más, y vio que era justo delante de su consulta.

O allí estaban antes de que unos veinte se lanzasen hacia ella como un tsunami. Paralizada, parpadeó varias veces, incapaz de procesar lo que estaba pasando.

–Señora Blackburn, ¿qué opina su padrastro de que esté saliendo con el asesino de su hijo?

–¿Puede revelarnos qué pasó entre Anderson y Blaine?

–¿Se ha adaptado el señor Stone a su vida fuera de la cárcel?

–¿Cómo se siente durmiendo con un asesino?

Piper los miró con los ojos de par en par mientras sus palabras se estrellaban contra ella como las olas de la marea.

Alguien le tiró del brazo para llamar su atención y la bandeja del café se ladeó antes de que las tazas se volcasen y el café saliera disparado hacia todas partes. La gente dio un salto hacia atrás y gritó.

Aunque le sentó fatal perder la cafeína que necesitaba tan desesperadamente, el accidente despejó una salida, que Piper aprovechó para salir corriendo como una profesional, dejando las tazas detrás, rodando sobre la acera.

Subió las escaleras a todo correr, entró y cerró de un portazo.

Elizabeth, una joven de treinta y tantos, divorciada y madre, que estaba a cargo de la oficina, acudió corriendo a la entrada. La preocupación velaba sus ojos verdes, pero mantenía la serenidad. Era una de las mujeres más capaces que Piper había conocido.

–Lo siento –dijo.

–¿Por qué?

–He intentado avisarte por teléfono. Anna ha tenido una crisis esta mañana con un proyecto para el cole y llegaba tarde.

Piper se rio.

–Me parece que todos hemos tenido una mañana complicada.

Elizabeth sonrió.

–Me parece que ganas tú. Llevas el traje perdido de café.

Ni siquiera se había dado cuenta.

–Maldita sea mi sombra.

–Y la mía.

En aquel instante, alguien intentó abrir la puerta. La hoja le golpeó en el hombro y volvió a cerrarse.

–¿Pero qué…?

Reconoció la voz de la señora Collins, su primera cita del día. Rápidamente se apartó y abrió la puerta. La señora Collins era una mujer que rondaba los sesenta años. Su peinado, siempre perfecto, parecía haber pasado por una tormenta; su eterno collar de perlas se había desplazado a un lado y traía la americana descolgada de un hombro.

Detrás de ella, el grupo de buitres empujó, utilizando la oportunidad para lanzarle más preguntas a Piper.

Agarró a la señora Collins por un brazo, tiró de ella y cerró la puerta de golpe. La pobre parecía completamente anonadada. Abrió la boca para hablar, pero volvió a cerrarla sin emitir sonido alguno. Se soltó de ella y fue a dejarse caer en el sillón más cercano.

Genial. Aquello no iba a ayudarla en su recuperación. A la pobre la habían asaltado en la calle.

Piper se agachó delante de ella y le tomó las manos.

–¿Está usted bien?

–Un poco… aturdida, pero bien –contestó, tras pensarlo un instante. A continuación fue ella la que apretó las manos de Piper–. ¿Y tú, estás bien?

Piper intentó sonreír.

–Sí.

La buena mujer la miró de arriba abajo, deteniéndose un instante en las manchas de café que empezaban a secarse.

–No sé si sabes que no te hace ningún bien, ni a ti ni a quienes te rodean, que no seas sincera con tus sentimientos.

Piper se echó a reír de verdad.

–No sé muy bien qué me parece eso de que use mis propias palabras contra mí.

La mujer se encogió de hombros.

–A veces necesitamos escuchar las cosas más difíciles de labios de los demás.

–Cierto. Pues estoy agobiada. Y cabreada. Pero lo voy a superar.

–Eso se parece más a la verdad.

–Siento muchísimo que se haya encontrado con todo esto –dijo, y miró a Elizabeth–. Tenemos que reorganizar la agenda de esta mañana. Por favor, diles a todos los pacientes que pueden llamarme directamente si hay algo de lo que tengan que hablar antes de la nueva cita que vamos a darles.

Lizzy asintió y se puso manos a la obra.

–Señora Collins, lo siento pero creo que lo mejor es que pospongamos también su cita. Le voy a pedir a Anthony que la acompañe hasta su coche. Pueden salir por la puerta de atrás.

La señora Collins se levantó con una sonrisa y le hizo una carantoña en la mejilla.

–Perfecto. Anthony es un muchacho encantador. Me recuerda a mi Douglas.

Una vez se hubo ocupado de la señora Collins, volvió a salir al vestíbulo. Su consulta estaba en una preciosa casa del centro ubicada en una parte de la ciudad que había pasado de ser residencial a comercial, el lugar perfecto para ella: acogedor y desenfadado. Había puesto mucho cuidado en su diseño. El vestíbulo era una mezcla de salón y recepción, con un sofá y unas sillas muy cómodas, y una chimenea que se encendía en invierno. Su despacho estaba en la parte de atrás.

Se acercó al ventanal y descorrió las cortinas. Había un montón de gente en la acera. Lizzy se puso a su lado.

–Enseguida estoy contigo –le dijo Piper. Era lo único que podía decir.

–¿Quieres hablar de ello? –se ofreció su compañera, cerrando las cortinas para dejar fuera aquel caos.

–La verdad es que no.

Aunque asintió, Lizzi no parecía dar crédito a su respuesta.

–Hay que reconocer que es guapo.

–¿Qué?

–Anderson Stone. Estoy diciendo que el tío es guapo.

–No me había fijado…

Lizzi enarcó las cejas.

–¡Venga!

–Es que solo éramos amigos. Antes. Ahora ya no somos nada.

–Ya. Pues esa foto no parece decir lo mismo.

Y ese era el problema. La razón por la que había un montón de periodistas acampados delante de su clínica. El momento que había capturado aquella imagen era inocente, pero bajo la superficie se intuía algo más.

Siempre había habido algo más.

Y el mayor problema era que ella quería mucho más, aunque no debería quererlo. Aunque con desearlo no fuese a lograr nada.

En lugar de contestar, abrió de nuevo la cortina. Al menos, aquel era un problema que sí podía solucionar. Sacó el teléfono del bolso que había dejado caer junto a la puerta y marcó el número de su padrastro. Nunca había necesitado la ayuda de su equipo de seguridad, pero sus pacientes se estaban viendo afectados y, aunque no le hacía especial ilusión tener que pedírselo, aquello tenía que cesar.

Stone estaba mirando por el ventanal del despacho de su padre. Abajo varios camiones salían cargados de acero y, a su espalda, se oían los ruidos de una oficina en horario de trabajo, a pesar de estar cerrada la puerta. Si se acercara al siguiente edificio, oiría el golpeteo de una industria a pleno rendimiento, gente trabajando en el negocio que su familia había erigido.

Y se sintió culpable porque, en realidad, él no deseaba estar allí.

No había nada en Anderson Steel que lo encandilase pero, diez años atrás, estaba decidido a dedicar su vida a la empresa porque era lo que se esperaba de él. Porque era su legado. Porque no quería desilusionar a sus padres.

Era increíble cómo perder la libertad podía cambiar tu perspectiva. Ya había perdido diez años de su vida y, aunque no lamentaba haberlo hecho, no estaba dispuesto a comprometer el resto de su vida haciendo algo que no le gustaba.

El problema era que no sabía qué quería hacer, con lo cual decir que no a sus padres le parecía muy egoísta.

La puerta del despacho se abrió, pero no se molestó en volverse. Ya sabía que era su padre. Venía dando instrucciones al personal que lo seguía a todas partes.

–Asegúrate de que tenga el informe de Tokio en mi mesa antes del final del día. No pienso aceptar más excusas.

Y oyó cerrase de nuevo la puerta.

Stone sintió lástima por quien se hubiera retrasado con aquel informe.

Su padre no dijo nada. Se acercó y se quedó junto a él, contemplando en silencio la actividad que se desarrollaba abajo.

–Para, hijo –dijo un momento después.

Stone se volvió despacio a mirarlo.

–¿Qué?

–Oigo tus pensamientos como si fueran un tren de mercancías, y no te he pedido que vinieras hoy aquí para obligarte a hacer algo que no quieras hacer, así que deja de preocuparte.

–No entiendo.

Su padre movió la cabeza y fue a sentarse tras su mesa.

–Eres mi hijo, Stone, y siempre he sabido que asumir el mando de Anderson Steel nunca ha estado en la lista de cosas que deseas hacer.

–¿Qué? Entonces, ¿por qué me presionaste para que estudiase en Harvard?

Su padre se encogió de hombros.

–Cuando eras más pequeño no parecías tener preferencia por nada, así que te empujé a que estudiases la carrera con la esperanza de que algo en ella despertara tu pasión… y si no era así, al menos estarías preparado para tomar las riendas de esta empresa.

–¿Y por qué me ofreciste un trabajo cuando terminé?

–Porque quería asegurarme de que sabías que no solo tenías mi apoyo, sino también el de la empresa y el consejo. ¿Crees que me habrían permitido incorporarte de saber que no valías?

Seguramente no. Dios, qué idiota había sido al no darse cuenta. Debería haber reflexionado sobre las implicaciones de la oferta, y no meterse en barrena sobre cómo responder. Otro fracaso más que añadir a la lista.

Quizás en la base de todo estaba el hecho de que no se sentía merecedor de formar parte de Anderson. Al fin y al cabo, el máster se lo había sacado en la cárcel…

–No tienes que contestarme hoy. Ni siquiera el mes que viene. La oferta está sobre la mesa, y no tengo intención de retirarla. Pero quiero que te tomes el tiempo que necesites para sentirte cómodo y saber qué es lo que quieres de verdad. Tu madre y yo solo deseamos tu felicidad, Stone.

Miró a su padre y comparó a su familia con la de Gray, que lo había desheredado a pesar de que se ratificaba en su inocencia.

Y allí estaba él, culpable de asesinato, y sus padres lo aceptaban tal y como era, aunque no había compartido con ellos las circunstancias atenuantes que rodearon la muerte de Blaine. Simplemente habían aceptado que él jamás haría algo así sin justificación.

–Te quiero, papá.

Los ojos castaños de su padre brillaron.

–Yo también te quiero, hijo.

De pronto se sintió desbordado, agotado, y se dejó caer en la silla del otro lado de la mesa de su padre. Cerró un instante los ojos. Un peso que no era consciente de llevar a cuestas disminuyó un poco.

El cómodo silencio que se había impuesto en la estancia quedó roto por el timbre de un móvil. Su padre contestó.

–Morgan, ¿cómo estás?

Stone se tensó. Su padre y el padrastro de Piper eran algo más que vecinos. Llevaban años siendo amigos, y se reunían todos los meses para jugar al póker con algunos otros miembros de la élite empresarial de Charleston. Esa amistad había continuado a pesar de la muerte de Blaine y la prisión de Stone, así que no había nada de extraño en que Morgan McMillan llamase.

Nada excepto la expresión de su padre.

–No, nuestro equipo de relaciones públicas ha contestado a todas las solicitudes, rechazándolas. Stone no se ha alejado mucho de casa precisamente para que no pudieran abordarlo. Siento mucho que Piper se haya visto involucrada.

Las manos le dolían. No era consciente de que se había agarrado al borde la mesa de su padre y que apretaba tanto que tenía los nudillos blancos. Soltó.

–No. Insisto, Morgan. Esto es responsabilidad nuestra. Sabíamos que podía haber dificultades, así que mi equipo está preparado… siento mucho que Piper esté pasando por esto, pero nos ocuparemos de que no le ocurra nada.

Su padre colgó y se recostó en su silla.

–Maldita sea…

–¿Qué pasa?

–Al parecer, como no han podido echarle el guante a nada más, los paparazzi han decidido acampar delante de la consulta de Piper, lo cual es un problema grave, teniendo en cuenta su profesión. No puede permitir que los medios graben a sus pacientes entrando y saliendo de la consulta. Es una violación de su intimidad.

Su padre empezó a hacer llamadas. Lo primero que oyó era que le pedía al jefe de seguridad de Anderson Steel que enviase un equipo a la consulta de Piper, lo cual era genial.

Pero Stone no se iba a quedar esperando de brazos cruzados.

E-Pack Bianca y Deseo febrero 2021

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