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Capítulo 2

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Durante la noche, el mundo se torna blanco. La nieve cubre la nieve y se acumula en las ventanas y en el umbral de las puertas. La kirke permanece a oscuras esa Navidad, el día después, como un agujero entre las casas iluminadas que engulle la luz.

Nieva durante tres días. Diinna se recluye en su estrecha habitación y a Maren le cuesta levantarse a sí misma tanto como a su madre. No comen nada más que pan duro, que les cae como piedras en el estómago. Maren siente la comida demasiado sólida dentro de ella y su cuerpo le parece irreal; tiene la sensación de que el pan rancio de mamá es lo único que la mantiene ligada a la tierra. Si no come, se convertirá en humo y se arremolinará en las cornisas de la casa.

Para no perder la cabeza, se llena el estómago hasta que le duele y mantiene cerca del fuego todas las partes del cuerpo que puede. Se dice a sí misma que todo lo que las llamas calienten es real. Se levanta el pelo para dejar al descubierto la nuca sucia, extiende los dedos para que el calor los lama y se remanga las faldas hasta que las medias de lana empiezan a chamuscarse y a apestar. «Ahí, ahí y ahí». Los pechos, la espalda y, entre ellos, el corazón están atrapados dentro del ceñido chaleco de invierno.

El segundo día, por primera vez en años, el fuego se apaga. Papá siempre lo encendía y ellas solo se encargaban de mantenerlo vivo; apilaban los leños por la noche y rompían la capa de ceniza que se formaba por las mañanas para dejar que el calor respirase. En pocas horas, la escarcha cubre sus mantas, a pesar de que Maren y su madre duermen juntas en la misma cama. No hablan, no se desvisten. Maren se cubre con el viejo abrigo de piel de foca de su padre. No la desollaron como debían y emana un ligero hedor a grasa podrida. Mamá se pone el de Erik, de cuando era niño. Tiene los ojos apagados como un salmón ahumado. Maren intenta que coma, pero su madre simplemente se acurruca a su lado en la cama y suspira como una niña. Da las gracias porque la ventana esté cubierta de nieve y no se vea el mar.

Esos tres días, siente que ha caído a un pozo. El hacha de papá destella en la oscuridad. La lengua se le endurece y se le arruga. La herida que se hizo al morderse durante la tormenta está blanda e hinchada, con un punto duro en el centro. Le preocupa, y la sangre le da sed.

Sueña con papá y Erik, y se despierta empapada en sudor, con las manos heladas. Sueña con Dag y, cuando abre la boca, la tiene llena de los clavos con los que iban a hacer su cama. Se pregunta si morirán allí, si Diinna ya está muerta y si su bebé se remueve dentro de ella, cada vez más despacio. Se pregunta si Dios vendrá a verlas para decirles que vivan.

Cuando Kirsten Sørensdatter las levanta la tercera noche, las dos apestan. Las ayuda a apilar los leños de nuevo y a encender el fuego por fin. Cuando se abre camino hasta la puerta de Diinna, esta parece casi furiosa. La luz de la antorcha se refleja en el brillo apagado de sus labios fruncidos, y se presiona el vientre hinchado con las manos.

—A la kirke —les dice Kirsten—. Es sabbat.

Ni siquiera Diinna, que no cree en su Dios, discute.

Maren entiende lo que pasa cuando se reúnen en la kirke: casi todos los hombres han muerto.

Toril Knudsdatter enciende todas las velas hasta que la estancia brilla tanto que a Maren le pican los ojos. Cuenta en silencio. Antes había cincuenta y tres hombres, ahora solo quedan trece: dos bebés, en brazos de sus madres, tres ancianos y los niños demasiado pequeños para ir en los barcos. Hasta el pastor ha desaparecido.

Las mujeres se acomodan en los bancos de siempre y dejan vacíos los huecos donde se sentaban sus maridos y sus hijos, pero Kirsten les pide que avancen. Excepto Diinna, todas obedecen, atontadas como un rebaño de ovejas. Ocupan tres de las siete filas de la kirke.

—Ya ha habido naufragios antes —comenta Kirsten—. Ya hemos perdido hombres y hemos sobrevivido.

—Pero nunca a tantos —dice Gerda Folndatter—. Mi marido nunca ha estado entre los desaparecidos. Ni el tuyo, Kirsten, ni el de Sigfrid. Ni el hijo de Toril. Todos…

Se lleva las manos a la garganta y enmudece.

—Deberíamos rezar o cantar algo —sugiere Sigfrid Jonsdatter, y las demás la fulminan con la mirada. Han pasado tres días encerradas y separadas; lo único de lo que quieren y pueden hablar es de la tormenta.

Las mujeres de Vardø siempre buscan señales. La tormenta fue una. Los cuerpos, cuando aparecieran, serían otra. En ese momento, Gerda habla del charrán solitario que vio revoloteando sobre la ballena.

—Volaba en ochos —dijo, mientras agitaba las manos en el aire—. Una, dos, tres, seis veces. Las conté.

—Seis ochos no significan nada —repuso Kirsten con desdén junto al púlpito grabado del pastor Gursson. Apoya la mano en la madera. El modo en que recorre el tallado con el pulgar es lo único que delata su nerviosismo, o su pesar.

Su marido es uno de los hombres que han perecido en el mar y a todos sus hijos los enterraron antes de que respirasen. A Maren le cae bien y a menudo la ha acompañado a hacer sus tareas, pero ahora la ve como las demás siempre lo han hecho, como una mujer independiente. No está detrás del púlpito, pero es como si lo estuviera; las observa con detenimiento, como un pastor.

—Pero la ballena… —dice Edne Gunnsdatter, con la cara tan hinchada por las lágrimas que parece que la han golpeado—. Estaba bocarriba. Vi cómo le brillaba el vientre blanco entre las olas.

—Estaba comiendo —afirma Kirsten.

—Quería atraer a los hombres —sentencia Edne—. Rondó el banco de peces cerca de Hornøya seis veces, se aseguró de que la viéramos.

—Sí, es verdad. —Gerda asiente y se cruza de brazos—. Yo también lo vi.

—No es cierto —replica Kirsten.

—La semana pasada, Marris tosió sangre en la mesa —explica Gerda—. No se ha limpiado.

—Yo la lijaré por ti —se ofrece Kirsten con dulzura.

—La ballena simbolizaba el mal —apunta Toril. Su hija se abraza a su costado con tanta fuerza que parece que se la hayan cosido a la cadera con sus famosas y precisas puntadas—. Si lo que dice Edne es verdad, nos la enviaron.

—¿Que la enviaron? —pregunta Toril, y Maren ve cómo Kirsten la mira agradecida por creer haber conseguido una aliada—. ¿Acaso es posible?

Se oye un suspiro procedente de la parte trasera de la kirke y toda la habitación se vuelve para mirar a Diinna, pero esta inclina la cabeza hacia atrás con los ojos cerrados; la piel morena de su garganta destella a la luz de las velas.

—El diablo se mueve en la oscuridad —dice Toril mientras su hija entierra la cara en su hombro y chilla aterrorizada. Maren se pregunta qué miedos les habrá inculcado Toril a sus dos hijos supervivientes en los últimos tres días—. Tiene poder sobre todo, menos Dios. Quizá la envió él. O tal vez alguien la invocó.

—Ya basta. —Kirsten corta el silencio antes de que se vuelva espeso—. Esto no ayuda.

Maren quiere sentir esa misma certeza, pero tan solo piensa en aquella forma, en el sonido que la atrajo a la ventana. Al principio creyó que se trataba de un pájaro, pero ahora lo recuerda más grande y más pesado, con cinco aletas y bocarriba. Antinatural. Le resulta imposible dejar de verlo en un rincón de la mente, incluso bajo la luz sagrada de la kirke.

Mamá se agita, como si estuviera dormida, aunque las velas se reflejan en sus ojos, que no se han cerrado desde que se han sentado. Cuando habla, Maren nota cómo el tiempo que ha pasado en silencio le ha afectado a la voz.

—La noche que Erik nació —empieza a contar—, había una luz roja en el cielo.

—Lo recuerdo —susurra Kirsten.

—Yo también —dice Toril.

«Y yo», piensa Maren, aunque solo tenía dos años.

—La seguí por el cielo hasta que se hundió en el mar —añade mamá sin apenas mover los labios—. Iluminó el agua con el color de la sangre. Aquel día quedó marcado, estaba escrito. —Gime y se cubre la cara—. Nunca debí dejar que se acercara al mar.

Las mujeres se sumen en una avalancha de lamentos. Ni siquiera Kirsten consigue calmarlas. Las velas titilan cuando una ráfaga de aire frío cruza la estancia y Maren se da la vuelta a tiempo de ver a Diinna abandonar la kirke. Rodea a su madre con el brazo; las únicas palabras que se le ocurren no le ofrecerían ningún consuelo: «El mar era la única opción para Erik».

Vardø es una isla. El puerto entra en la tierra como si la hubieran mordido por un lado, mientras que las demás orillas son demasiado altas o rocosas para que los barcos se acerquen. Maren aprendió sobre redes antes de saber lo que era el dolor, aprendió sobre el tiempo antes de conocer el amor. En verano, las manos de su madre siempre estaban moteadas por las diminutas escamas del pescado, la carne colgaba seca y cubierta de sal, como los paños blancos con los que se envolvía a los bebés o se enterraba envuelta en pieles de reno para que se pudriera.

Papá decía que el mar gobernaba sus vidas. Siempre habían vivido a su merced y, a menudo, morían en él. Pero la tormenta lo había convertido en el enemigo y algunas hablaban de marcharse.

—Tengo familia en Alta —dice Gerda—. Allí hay tierra y trabajo suficiente.

—¿La tormenta no ha llegado allí? —pregunta Sigfrid.

—Pronto lo sabremos —apunta Kirsten—. Supongo que recibiremos un mensaje de Kiberg. Seguro que la tormenta les ha afectado.

—Mi hermana me escribirá —asiente Edne—. Vive solo a un día a caballo y tiene tres monturas.

—Es una travesía dura —comenta Kirsten—. El mar sigue agitado. Tardarán un poco en llegar.

Maren las escucha hablar de Varanger o de la todavía más lejana Tromsø, como si alguna fuera capaz de imaginar la vida en la ciudad, tan lejos de allí. Las mujeres se enzarzan en una breve discusión sobre quién debe quedarse con los renos para el transporte, ya que pertenecían a Mads Petersson, que se ahogó junto al marido y los hijos de Toril. Toril parece pensar que eso le otorga cierto derecho a reclamarlos, pero cuando Kirsten informa de que ella cuidará de la manada, nadie protesta. Maren no sabe ni cómo encender un fuego, mucho menos mantener una manada de bestias de temperamento voluble durante el invierno. Toril debe de pensar lo mismo, pues desiste tan rápido como ha reivindicado su derecho.

Al cabo de un rato, la charla se apaga hasta desaparecer del todo. No han decidido nada, salvo que esperarán a tener noticias de Kiberg y que mandarán a alguien allí si a finales de semana todavía no saben nada.

—Hasta entonces, lo mejor será que nos reunamos en la kirke a diario —propone Kirsten, y Toril asiente con fervor, de acuerdo por una vez—. Debemos cuidarnos entre nosotras. Parece que la nieve se irá pronto, pero no hay manera de estar seguras.

—Estad atentas por si veis ballenas —dice Toril. La luz le ilumina la cara y le marca los huesos bajo la piel. Tiene un aspecto siniestro y a Maren le dan ganas de reírse. Se muerde la parte sensible de la lengua.

Ya nadie habla de marcharse. Mientras bajan por la colina de vuelta a casa, mamá la agarra del brazo con tanta fuerza que le hace daño y se pregunta si las demás mujeres se sienten como ella: ligadas a aquel lugar, ahora más que nunca. Con ballena o sin ella, con señal o sin ella, Maren ha sido testigo de la muerte de cuarenta hombres. Una parte de ella se siente atada a esta tierra. Atada y atrapada.

Vardo

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