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2 LA ANCIANA

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Me había quedado despierta casi toda la noche. El sueño de la noche anterior me había dejado una extraña sensación. Sentía terror de que todo aquello pudiera ser verdad, y no solo fruto de mi mente retorcida.

Me levanté y me senté en el borde de la cama. Respiré hondo, tres, cuatro veces, hasta que logré sentirme un poco más tranquila.

Me arrastré hasta el armario. Tomé unos pantalones cortos y negros, y la primera remera que me cayó en mano.

Me miré al espejo. Estaba pálida, dos ojeras oscuras indicaban que no había descansado bien, y mis cabellos indicaban lo mismo.

Por primera vez parecía tener algún año más. Estaba acostumbrada a que me dijeran que parecía menor: nunca nadie me daba 18 años. Después de todo tenían razón. Ni yo me daría la edad que tenía, pero aquella mañana parecía tenerla.

Me pasé una mano por la cara, como si con aquel gesto hubiera podido borrar todos mis pensamientos.

Tomé el maquillaje y comencé con la restauración.

“A nosotras dos, desconocida”, amenacé a mi reflejo con el cepillo de maquillar. “Veremos quién quedará mejor”.

Gané yo. Mis cabellos volvieron a ser lacios y los recogí en una cola de caballo, la base cubrió las ojeras y con el lápiz negro le di un toque de color a mis ojos cansados.

En realidad el maquillaje no era necesario, ya que aquella mañana solo debía de ir a hacer un poco de jogging, antes de ponerme a hacer alguna cosa, pero sentía necesidad de él.

Y sentía necesidad también de tirarme el tarot.

Era una costumbre. Cada vez que sentía una duda o incerteza tomaba las cartas para ver qué me aconsejaban hacer.

Esto, de cierta manera, me hacía sentir más tranquila.

Atravesé la habitación de dos grandes pasos, tomé el mazo de cartas del cajón cercano a la cama y me senté en el piso con las piernas cruzadas.

Me concentré y mezclé las cartas con cuidado, tratando de vaciar la mente. Corté el mazo, lo recompuse en uno y suspiré.

Luego a media voz dije: “¿Cómo puedo entender el sueño de anoche? ¿Qué sucederá ahora?”.

Era una pregunta un poco absurda de realizar: generalmente preguntaba cómo me debía comportar, si debía hacer alguna cosa determinada, o pedía un consejo sobre algún trabajo o alguna idea. No quería y nunca habría usado el tarot para tratar de leer mi futuro. Iba contra mi convicción de que los verdaderos creadores del destino somos nosotros mismos, y nadie puede tener la certeza de lo que sucederá mañana.

Aquella mañana, sin embargo, la pregunta había surgido de manera espontánea. Saqué tres cartas del mazo y las apoyé sobre el piso, una al lado de la otra.

Di vuelta la primera, como si leyera un libro, luego la segunda y finalmente la tercera.

Parpadeé e me quedé mirándolas fijamente, sosteniendo la respiración.

¡Tres arcanos mayores!

Tres cartas de un cierto peso, pues son aquellas con mayor influencia mágica.

El loco, arcano número cero.

La muerte, el décimo tercer arcano.

La torre, el décimo sexto arcano.

En pocas palabras, significaban un cambio inesperado en mi vida, un nuevo camino por recorrer.

Esto no me dejaba nada tranquila. Recogí las cartas y noté que me temblaban las manos.

La última cosa que hubiera querido en aquel momento, era un cambio drástico en mi vida. Me gustaba así, ordinaria, regular, sin mayores sobresaltos.

Ya había tenido bastante con un muchacho llamado Michel.

Habíamos salido alguna vez. Me encantaban sus ojos, almendrados, como los de un pequeño ciervo perdido, y a sus cabellos negros y suaves. Tenía aires de niño y juntos nos divertíamos mucho. Estaba bien con él, pero después de un tiempo me di cuenta de que aquello que sentía era una fuerte amistad y nada más.

Decidí terminar con aquella historia esperando que antes o después entendiera mi decisión.

¡Me equivocaba por completo!

Él me amaba y era de esos amores locos que te llevan a hacer locuras. Aquello que te hace creer que para siempre no es solo una ilusión, sino algo real, posible.

Pero es también aquello que, cuando te corta las alas, te hace caer, cada vez más bajo, en el corazón de los infiernos.

Y fue lo que él sintió.

La obsesión lo cegó, y pasaba de momentos de rabia en los que me ofendía y blasfemaba en mi contra, a momentos de tranquilidad y depresión, en los que habría hecho de todo por volver.

¡Le tenía miedo! Tanto que, cuando salía, trataba de no estar nunca sola.

Podría parecer una exageración, pero de verdad me daban miedo sus reacciones.

Bajé los hombros y de un salto me paré. Bajé las escaleras corriendo, y me puse mis Converse negros y rosados.

Me dirigí al parque, aunque el día no fuera de los mejores, el cielo estaba oscuro, por algunas nubes amenazantes de lluvia, sin embargo los treinta grados que había se hacían sentir mucho.

Encendí el Ipod, me coloqué los auriculares y dejé correr mi playlist. Tenía la desesperada necesidad de escuchar alguna música que me cargara de energía, elegí a Queen con Princes of de Universe.

Al llegar a la entrada del parque, comencé a correr.

Me gustaba aquel lugar, me daba alegría incluso en los días negros como aquel. Parecía que allí nunca se podría terminar con el verde de los árboles y el pasto tan bien cuidado.

Aquella mañana había muy pocas personas. Comúnmente, en junio, se podían encontrar muchos niños paseando con los abuelos, incluso a las 8 de la mañana. En cambio era como si aquel día todos se hubieran quedado en casa y solo yo hubiera tenido la loca idea de salir.

Esto no me gustaba nada.

Llegué a la zona más alejada y bella del parque, donde corría un pequeñísimo río, atravesado por un puente de madera, muy bien conservado.

Respiraba hondo aquel dulce perfume de agua y tierra mojada, cuando un rumor extraño llamó mi atención.

Me saqué los auriculares para escuchar mejor.

Parecían llantos.

Me detuve y miré un poco a mi alrededor. Con el dorso de la mano me sequé el sudor de la frente y di algún paso más hacia adelante, siempre escuchando desde dónde venía aquel ruido.

Y la vi.

Era una viejita de rostro dulce, y con los cabellos recogidos ordenadamente en un moño. Estaba llorando, triste por algo que no sabía.

“Señora, ¿todo bien?” pregunté, avanzando algún paso con lentitud.

A su lado había un cesto con ropa, simplemente estaba lavando la ropa en el río.

Sentí curiosidad y temor, al mismo tiempo, sin saber por qué. Después de todo, era solo una señora anciana, demasiado triste y sola.

“¿Señora?” intenté de nuevo, con un tono más dulce, dado que no parecía haber notado mi presencia.

Estaba muy cerca, y podía ver lo que tenía entre sus manos.

En un primer momento pensé que podía ser ropa de su probable difunto marido. En cambio, mirando bien, me di cuenta que sostenía una remera demasiado pequeña para ser usada por un hombre, y muy juvenil como para que fuera suya.

Agudicé la vista, para ver mejor, y dos cosas me paralizaron la respiración.

Había un dibujo en aquella remera blanca, una simple mariposa rosada. Bajé la vista y vi que era la misma que llevaba puesta yo.

¡No tenía sentido!

¿Aún dormía?

¿Pero cuándo me había dormido?

No, estaba despierta y consciente. Desgraciadamente.

La viejita estaba concentrada en su trabajo, empeñada en quitar una mancha.

Una mancha rojiza e irregular.

Me relajé un segundo. Tal vez era de una nieta, la había ensuciado y la abuela la estaba lavando.

Pero, ¿por qué lloraba?

Mis ojos se detuvieron en el color escarlata del agua que bajaba. ¿Podía ser una mancha de sangre fresca? Justo a la altura del lado derecho.

Mi fantasía viajaba de manera demasiado veloz. ¡Era todo muy absurdo para ser verdad!

La abuelita se dio vuelta y me fijó, con dos ojos de hielo que parecían implorarme que la entendiera.

“Lo lamento”.

“¿Por qué, señora?”, traté de preguntar en un tono calmo, “¿Qué sucedió? ¿Por qué hay toda esa sangre?”

“Lo entenderás…pronto…lo siento”, y volvió a su tarea, siempre llorando y dejando que las lágrimas le recorrieran el rostro, ya surcado por las arrugas.

Hubiera querido consolarla, continuar hablando, preguntarle más, pero apenas abrí la boca, sentí el ladrido de un perro.

Me di vuelta y lo vi allí, a dos pasos de mí. Un lobo, de manto negro como la noche, me ladraba.

Sentí un segundo de temor por la señora, y me giré para advertirla, pero ya no estaba allí, ni elle ni el cesto de la ropa.

El corazón me dio un salto, ¡no podía haberme imaginado todo!

Mientras tanto el lobo avanzó hacia mí y me apoyó el hocico en la mano, para llamar mi atención.

Hizo que le acariciara la cabeza y luego saltó hacia la zona noreste del parque, la zona a la cual iban las parejas para estar tranquilas.

En efecto, era un lugar bastante apartado, con grandes sauces llorones, que podían crear un perfecto escondite.

Yo nunca había ido, porque me parecía un lugar peligroso.

Las dudas de mi cabeza se desvanecieron, cuando escuché gritos que provenían desde allí y, sin pensarlo, corrí detrás del lobo.

Después de un par de metros, llegué. Los gritos eran más fuertes y podía oír voces. Retiré unas ramas de sauce y pude ver toda la escena.

“Eres solo una pequeña molestia”, gritó la chica de cortos cabellos rubios, que le caían todos a un lado.

“No, te lo ruego, déjame ir. No he hecho nada”

Miré hacia el lugar del que provenía esa voz.

Era una muchacha simple, con cabellos desordenados de color castaño que le caían sobre los hombros.

Una tercera muchacha, la sostenía de los brazos, por detrás, de manera de no permitirle moverse. No decía nada, se limitaba a sonreír, masticando frenéticamente un chicle. La cresta verde y roja, en la cabeza, y una cantidad de piercings en las orejas y en la cara, la hacían parecer un muchacho.

“¿Qué?” dijo la rubia. “Tú estúpida muchachita, fuiste a la policía a decir que te sacamos plata para la coca”

“Io… io…”, susurró la pobre muchacha.

“¿Tú qué?…admítelo o…” La mano de la rubia bajó hasta el bolsillo trasero de su jean, sacó una navaja, y con un movimiento rápido hizo saltar la punta que brilló amenazadora delante de los ojos de la pobre víctima indefensa.

Odiaba a quiénes hacían bulling. Me había pasado que me tomaran el pelo, pero nunca nadie había llegado al extremo de amenazarme con un cuchillo.

No lo podía concebir, esto era demasiado.

Noté la expresión de la pobre muchacha. Estaba aterrorizada, lloraba a mares, y se la había corrido el poco maquillaje que se había puesto en los ojos.

¿Cómo podían tratar así a una pobre muchacha indefensa?

Algo dentro de mí comenzó a bullir. Sin que me diera cuenta, mis piernas se movieron solas, como empujadas por una fuerza exterior.

“Hey, déjenla” grité.

Me precipité hacia ellas, la adrenalina se apoderó de mí y ya no respondía por mis acciones.

“¿Qué quieres? Vete, no te metas en problemas ajenos” dijo la rubio fulminándome con la mirada.

“Déjenla en paz y me voy”

“Vete ahora” dijo, moviendo los ojos. “No son problemas tuyos, ¿cuántas veces debo decírtelo? Ve a hacerte la heroína a otra parte.”

“Yaaa” dijo la muchacha punk, arrastrando la última letra.

La rubia levantó el cuchillo: “Esto te hará daño, pero es solo una invitación para que retires la denuncia. Si no lo haces...” imitó con la mano libre el gesto de cortarle el cuello.

“No bromees déjala en paz. Hizo bien en denunciarlas. Ustedes no saben lo que significa ser presa de mira. Quiere decir tener terror de salir de casa, de ir a la escuela. Uno se aísla por culpa de muchachas odiosas como ustedes, que les arruinan la vida a pobres muchachas inocentes. Deja la navaja ahora, ponlo en el piso.” Casi grité estas últimas palabras.

“Está bien lo dejo. Me has conmovido, sabes.”, dijo burlona la rubia, con la nariz en alto fingiendo el llanto. Luego agrego: “Pero antes se lo clavo en los muslos”.

La rubia trató de golpear con la navaja a la muchacha, yo me tiré delante de ella y la respiración se me bloqueó en la garganta.

Sentí algo calienta que me corría por el lado derecho y una sensación de torpeza comenzó a correrme por todo el cuerpo. Bajé la mirada y vi una mancha rojiza que comenzó a arruinarme la remera blanca.

Una lágrima me regó el rostro, luego otra. La cabeza me comenzó a girar y todo a mi alrededor parecía quedar en silencio. Mi respiración comenzó a hacerse corta e irregular. Las piernas me cedieron y caí al piso como una bolsa vacía.

Sentí a la muchacha punk exclamar: Oh mierda, esta está muerta…está muerta en serio. La mataste”.

“Vámonos, rápido. Dejémosla aquí que se muera”, dijo la rubia.” Y tú, ven con nosotras, no nos denunciarás también por esto”.

Las tres se marcharon, rápidamente, dejándome sobre una cama de hojas.

Me di cuenta en aquel momento que no había lágrimas sobre mi rostro, sino gotas de lluvia.

Era como si el cielo hubiera comenzado a llorar por mí.

Sabía que en aquel lugar nadie me habría encontrado a tiempo para salvarme. Estaba destinada a morir, sin siquiera haber tenido tiempo de despedirme de mis padres.

Mi madre, mi dulce y querida madre siempre dispuesta a estar a mi lado. Me hubiera gustado agradecerle por todo lo que siempre había hecho por mí.

Mi padre, mi adorado y fuerte papá, de quien había sacado mis rebeldes y negros cabellos. Me hubiera gustado escucharlo más seguido.

Y Ade, mi fiel amigo de cuatro patas. ¿Qué habría hecho ahora sin mí? Estábamos siempre juntos, inseparables, y ahora ya no podría estar a su lado.

Fue justo con este pensamiento, que una lágrima me corrió por la mejilla, y esta vez de verdad, mezclándose con la lluvia.

Un escalofrío me atravesó el cuerpo y todo pareció moverse.

El mundo me giró entorno y algo me elevó, fuera del cuerpo. No lograba distinguir nada. Estaba viajando a una velocidad tal que veía solo sombras indistintas y relámpagos de luz. Lo único que podía percibir en aquel particular viajes eran las voces. Lamentos para ser más precisa. Lúgubres y tétricos lamentos. Además era como si manos invisibles se alargaran para detener mi loca corrida. Me agujereaban el cuerpo, pero no sangraba, y jirones de carne parecían desprenderse de mi cuerpo cada vez que una de esas manos me rozaba.

Después de algunos minutos, que me parecieron infinitos, volví a fluctuar.

No estaba en una habitación.

No estaba afuera.

No estaba tampoco en el cielo.

Flotaba en una especie de dimensión celeste, todo a mi alrededor brillaba en una luz azulada e hipnótica.

Habría podido permanecer allí por siempre. Sentía una paz tan inmensa que hubiera podido perderme allí para siempre.

Mis plegarias fueron escuchadas.

Un resplandor blanco, enceguecedor me hizo perder el sentido y todo quedó oscuro y en silencio.

Morrigan

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