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La fiebre de un sábado azul

Saliendo de la ciudad, deja que su compañera maneje por él.

Al cambiarse de asiento estira las piernas y siente que si lo sigue haciendo su cuerpo quedará desarticulado para siempre. Decide dormir mientras la ruta que tiene enfrente comienza a internarse en paisajes opacos y austeros, filtrados por una neblina espesa que se mezcla con el humo de algunas chimeneas de fábricas de ladrillos que están al sur de la zona urbana.

Sin dudas el otoño comenzó temprano y el frío se siente en las espaldas.

Hacía tiempo que él no sentía nostalgia del verano, pero durante los tres meses de calor se había sentido pleno, lúcido y no había tenido episodios de ansiedad.

Poco a poco deja que su cuerpo se adhiera al asiento, sus manos caen pesadas sobre su regazo, acomoda la cabeza para el lado derecho y siente cómo la nuca se va calentando acompañado de un leve hormigueo que se desplaza hacia su cintura dejando sus nalgas calientes.

Sus párpados parecen persianas cerrándose, mueve los pies dejando por algunos segundos los talones elevados dejándolos caer con un golpe seco al suelo sintiendo la sangre corriendo hacia arriba.

Imagina cómo serán sus próximos días frente al mar.

Casi no escucha el ruido del motor y un sueño profundo lo envuelve como si fuera una manta pesada.

Poco a poco empieza a sentir la pesada carga del viaje en sus hombros. Pero entonces el olor del chocolate que come su compañera a modo de somnífero lo lleva al primer sueño.

Puede ver a un hombre que está solo frente al mar, en su mano derecha tiene un revólver.

El mar tiene apenas unas ondas que traen mucha arena, el sonido de un violín tocando muy alto hace que la escena parezca de película.

El hombre lleva el revólver a su sien y una ola gigante, que parece salir del cielo (y no del mar), se lo lleva.

Un salto dentro del auto debido a un pozo en la ruta lo despierta, se toca la cara sudada, ahora se refriega lo ojos, traga saliva y empieza a escuchar a los lejos el bullicio de mar.

Aunque mueve la cabeza varias veces para despertarse, cae en otro sueño.

Ahora él está con su banda tocando en un escenario muy iluminado y el único espectador es su padre. Comienza a cantar “Viernes 3 a. m.” de Charly y su padre ahora comienza a tirarle tomates.

Avergonzado, comienza a cantar gritando. Su padre ahora lo mira con lástima.

Siente mucha rabia ante esa mirada, saca un arma que guarda en el bolsillo, apunta hacia su padre. Pero ahora este se convierte en un perro que salta de alegría detrás de un juguete.

Una frenada lo despierta, el mar se abre como si fuera una hoja de papel glasé. Aquellos sueños lo habían dejado en un estado de profunda melancolía y miedo.

Baja del auto, se descalza, y mientras su compañera habla por teléfono comienza a caminar pensando una y otra vez en cómo su padre, sin haber dado ni siquiera una pista, se había suicidado y lo dejó con su abuela y con su madre.

Ahora que él también tenía cuarenta años como su padre al morir, empezaba a entender algunas cuestiones acerca de la soledad y de la fatiga que se siente al luchar contra ella.

Comienza a oscurecer. Su compañera todavía habla animadamente con alguien que ríe sin parar al teléfono.

Pensó que sería bueno no pensar en esos sueños y dejar que la noche avance sobre él como una música que se conoce desde niño y no se puede dejar de cantar.

Su compañera lo toma de la mano, lo mete al auto con prisa y le cuenta que tiene algunos shows programados para que él toque con la banda.

Mientras ella habla, él solo mira su boca, sintiendo por primera vez en mucho tiempo que, si se deja llevar por el momento, una cosa buena lo esperaría al final.

Y me sangran las manos

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