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Y me sangran las manos

Fuimos dos amantes casi afortunados durante muchos años.

Todo el mundo llegó a ser nuestro enemigo y nadie sospechó hasta que mi hijo me vio. A él nunca lo pudo reconocer.

Solo puedo ver el polvo debajo de mis pies.

El suelo que pisé desde que nací ahora es mi única visión del mundo.

Lo sabía, esto se paga con la muerte.

Mis hijos lloran desde el fondo, no guardo rencor. Y aunque no quiero, en segundos la capucha que me cubre la cabeza va a caer, y el cielo que amo va a ser lo último que mire porque a mis hijos no los voy a mirar.

No quiero verlos como jueces, prefiero verlos tal y como los traje al mundo: míos, desnudos, libres.

Mi esposo solo lloró durante el juicio. No preguntó, no pidió clemencia para mí.

El tribunal sentenció: lapidación.

Fue un alivio. En el fondo, aquel pecado que cometí era el peor de los pecados: fui egoísta y mezquina, pero sobre todo fui débil.

No recé, no lloré.

Nada vino a mi mente hasta que vi a mi amante tomar la primera piedra. Claro, no podía levantar sospecha.

Lo miré, y toda nuestra historia apareció como una llamarada de fuego que me quemaba el rostro.

Por fin me di cuenta de que el dolor que iba a sufrir inmediatamente era todo lo que esperaba.

La primera piedra me dio directo en la frente y caí, toqué las botas de los soldados sintiendo el calor del cuero. Y otra y otra piedra, hasta que no sentí otra cosa que el perdón de Dios sobre mí.

Y me sangran las manos

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