Читать книгу Y me sangran las manos - Laura Roa - Страница 7

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Hombre sin ángeles

Noche tras noche, en la cocina del peor restaurante del pueblo, escuchaba a las camareras decir:

“Es extranjero, huele bien, es tan guapo y tiene ese acento, ¿de dónde vendrá? Es tan buen mozo. ¡Me encantaría tener una noche con ese hombre!”.

Era cierto, todos los extranjeros que entraban al restaurante eran interesantes, educados, algo bohemios y siempre parecían tener dinero. Los paisanos los invitaban con tragos, conversaban con ellos largas horas, reían, todo era perfecto.

Casi siempre terminaban los fines de semana con alguna pueblerina en su cama. Después, sin más, se iban en el mismo tren en que llegaban, llevándose consigo todo lo que este pueblo miserable puede dar.

Toda mi vida había vivido aquí, mis padres habían sido también extranjeros, pero en la época en que ellos vinieron todos los despreciaban.

No había nada de glamour en ser migrante, los trataban (y lo eran) de sucios e ignorantes. Les costó mucho aprender el idioma y comer la comida de aquí, nunca tuvieron amigos y no aparecían por la escuela. Eso a mí me facilitó dejarla en el tercer año.

Mi padre cortaba madera para los Hercman, una familia rica del pueblo. Mi madre, sin tener otra alternativa, les lavaba la ropa, y yo siempre hacía algunos trabajos insignificantes para todos los que pudieran pagarlos, incluyendo algunos delitos.

No podía ser de otra manera con el que llamaban “el hijo del ruso”.

Y ahora que estaba solo en la cocina del restaurante, empecé a soñar. Y aunque eso no era habitual en mí, esa noche encontré algo en mí que era favorable: yo sabía hablar ruso e inglés, como mis padres.

Solo me faltaba ropa, zapatos y un poco de ingenio para ser un extranjero hecho y derecho. Tendría que ingeniármelas para que nadie me reconozca.

Unos meses fuera del pueblo, al este de las minas de Rocha, trabajando en los trenes de carga, me darían la oportunidad de que se olviden de mí.

Junté las pocas cosas que tenía, entre ellas los papeles de mi padre. Buscaría algún falsificador para convertirlos en mis nuevos documentos. Una alegría inusitada se apoderó de mí y después de mucho tiempo una sonrisa se asomó en mi rostro, pensé que ahora, siendo un extranjero, se abrirían otras puertas para mí. Podría trabajar en cualquier lugar en el que gustaran de los hombres de mundo.

Me imaginé con trajes nuevos, zapatos de cuero o gamuza, un apartamento, una mujer, dos hijos.

El mundo por descubrir y el mundo ya descubierto, todo para mí.

Trabajé como un burro lejos de mi pueblo, enfocado en juntar dinero. Leí decenas de libros para poder tener conversaciones certeras, comí de la basura para tomar clases de música, robé para comprar buena ropa, mejoré mi dominio en los idiomas de mis padres, y después de mucho tiempo, dinero y fuerzas, ahora soy otro: Jaime Pavlov.

Este Jaime ahora podía caminar con la cabeza en alto, todos malos recuerdos ahora me servirían de mucho, esos largos cuentos de mi padre sobre su antigua ciudad ahora eran para mi fotografías que me servían para poder hablar de mi pasado.

Recuerdo haber odiado cada minuto de esos relatos. Lo odiaba a él, quería que no fuera mi padre, me sentía avergonzado de ser su hijo.

Rudo, borracho, sus historias rústicas me aburrían.

En cambio, cuando mi madre me contaba de su ciudad natal, algo en mí sentía que esos paisajes eran familiares.

En el tiempo en que trabajé en los vagones de carga trataba de recordar cada nombre en inglés que mi madre mencionaba. Traté de pintar como en un cuadro de Monet las pequeñas calles de su ciudad, traté de recordar canciones de mi infancia, todo detalle ahora era bueno.

Durante una semana me hice tratamientos de piel y de manos, nada en mí podía desprender un solo indicio de las minas, nada.

El último detalle para ser un verdadero extranjero era un viaje, el primero de toda mi vida. Por supuesto mi primer destino era el pueblo de mi madre. Era tan pequeño que pensé y comprendí lo difícil que fue para ella el otro continente: tan lleno de campos abiertos, verdes sierras, mares indómitos. En su pueblo solo había nieve y un cielo azul de día y de noche, como la pintura en un decorado antiguo.

Durante ese viaje experimenté por primera vez en mi vida la admiración de los demás. Todos me saludaban, me invitaban a comer, a conocer los museos, a pasear por los bosques donde mi madre creció.

La familia materna que me quedaba me colmó de regalos y me contaron historias fascinantes de ella y del amor prohibido que vivió con mi padre.

Todo entonces era una novela que podía relatar a otros.

Ahora sí tenía viajes para contar y personas a las cuales recordar, solo por el placer de detallar aquellas historias.

Una nueva memoria para mí, una de la cual alardear. Volvería al asqueroso pueblo donde me humillaron hecho un perfecto extraño: un hombre interesante, lleno de sabiduría mundana y no un pobre imbécil lavacopas.

Para finalizar mi primer viaje tenía que conocer la ciudad que vio nacer a mi padre, aunque dudaba de encontrar parientes suyos.

Según mi difunta mamá, todos eran borrachos, asquerosos y ladrones.

Al llegar empecé a ver mi apellido en casi todas las tiendas del lugar. Mi familia paterna era dueña de casi todo, eran ricos y mi llegada fue una fiesta.

Por supuesto que mentí sobre mi padre. Por supuesto que robé joyas, billeteras, bolsos y hasta conseguí escrituras de las casas del abuelo. El abuelo que había viajado para encontrarnos sin éxito y aprovechó aquellos viajes comprando muchas tierras que no sé muy bien cómo estaban, pero no tenía importancia: algo haría con ellas.

Podía fingir ser un terrateniente cansado de trabajar y que ahora se había transformado en un viajero bohemio que buscaba un lugar donde ser feliz.

Pero había algo en el fondo de mi corazón a pesar de todos los planes y toda la nueva vida que organicé: la soledad.

Era una carga pesada que me perseguía y no me dejaba. A veces la aliviaba con alcohol; pero ella volvía con más fuerza.

Solo podía pensar en cuánto amor no me dieron y cuánto amor no di porque simplemente no sabía cómo hacerlo.

Un pensamiento recurrente me envolvía por las noches, ese pensamiento me decía que aquel que nace como yo nací, nunca, nunca tiene suerte, aunque la busque y muera por ella.

Porque, a pesar de tener todo lo material o lo afectivo, existe gente que no tiene suerte: muere muy joven o está enferma o simplemente está triste todo el tiempo. Por una marca de Dios o un destino fijado o nada. Simplemente nada.

El terror de ser un hombre sin suerte a veces no me dejaba dormir, pero mi voluntad me daba la perseverancia para correr en contra de ese dictamen como un salmón, insomne, todos los días.

El viaje de regreso resultó ser una continua reunión de recuerdos y recopilación de mentiras que tenía que elaborar para llegar al pueblo.

Nada podía fallar, quería que todos me vieran con ojos de admiración. Pero si conseguía cariño, mejor.

Una vez instalado en el lugar donde nací, debía buscar a la mejor familia del pueblo y congraciarme con ella. Así lo hice. Pasado un año estaba casado con la hija del viejo Hercman, mi suegro sin saberlo le había dado trabajo a mi pobre padre y, como consecuencia de eso, ganó mucho dinero a costillas de un ignorante extranjero. Ahora estaba en mi mira.

Pronto, sin que nadie se diera cuenta, manejaba su maderera. El sol salía y se escondía encontrándome montado a un tractor, buscando en los árboles un oxígeno nuevo, un columpio que me diera vértigo.

Fui padre. Mis hijos aunque no lo supieran tenían un padre de mentira, un falso extranjero. Muchas veces presentí que ellos sospechaban que yo no era lo que aparentaba. El amor a mi esposa nunca llegó, ella era una pieza más de la casa que siempre quise tener.

Mi suegro murió.

En su funeral había mucha gente adinerada que nos saludaba y que me pedía tener una reunión de trabajo.

Mientras todos fingían llorar, pude observar en la cocina a un muchacho: flaco, pálido, envuelto en sudor, lavando la loza.

Lo vi mirar al jardín con cierta melancolía, tomó vino de una copa que ya había usado, comió las sobras de un plato abandonado en la mesa. Se limpió la cara con su camisa raída y de repente me miró a los ojos, y yo no pude más que sonreír.

Mirándolo me miraba a mí mismo, años atrás yo era como él.

Recordé a ese muchacho que fui, aquel que quiso ser otro y nunca lo logró, porque en el fondo nunca dejó de lavar las copas de otros.

Y me sangran las manos

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