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No les des patadas a los locos

Lejos de la ciudad y de sus tortuosos ruidos construimos nuestra casa con la esperanza de que nuestras vidas fueran lo que de jóvenes soñábamos: paz, seguridad y amor.

Fue lo opuesto.

Aquel lugar resultó un infierno.

El frío, la soledad de las montañas: todo aquello fue un experimento donde nosotros fuimos las ratas.

Nos peleábamos todo el tiempo, no vinieron los hijos, nada de dinero durante años.

Ella poco a poco dejó de hablarme y yo dejé de escribir.

Nos dedicamos a la caza y a las pieles, matábamos a cualquier animal que pudiera darnos sustento.

Durante los crudos inviernos podíamos pasarnos hasta diez días sin mirarnos hasta que uno de nosotros deseaba sexo, entonces el silencio se volvía un ruidoso jadeo; un jadeo vacío y frío.

En las primaveras estábamos de mejor humor, ella traía del pueblo algunas telas que cosía convirtiéndolas en cortinas coloridas.

Entonces algo en ella brillaba y no podía dejar de mirarla, permitiendo soñar con el futuro. Aunque sabía que era una tontería porque muchas veces hablamos del desamor, del hastío.

Una vez —recuerdo haber tomado coraje— hice un bolso y la dejé. Fueron apenas tres días. Me fui al pueblo y allí conocí al jefe de policía, al cartero, al dueño del hotel.

Todos ellos me recibieron muy amablemente. Pero una cosa me llamó la atención y me perturbó sobremanera: nadie la había visto jamás.

Todos pensaban que yo vivía solo, que vivía solitario en aquellas montañas.

Fue tanta la certeza de esas personas que hasta yo mismo dudé de su existencia y volví a mi casa buscando las cortinas, buscando sus cosas.

Descubrí que no había nada.

Ahora sí, yo también dudaba de que ella fuera real.

Decidí esperarla de todos modos. Y cuando lo peor del invierno llegó, la escuché entrar a la casa.

Ahora apenas nos hablamos. Pero ella está siempre ahí: respirando, dejando sus cabellos por todos lados, haciéndome enojar.

Aquellas peleas eran una forma de rearmarse, de seducirnos.

No puedo dejar de pensar en aquellas personas del pueblo que me dijeron que ella no existía.

Qué locura no entender su naturaleza, su levedad.

Y me sangran las manos

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