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Fue en el Segundo y en mi nuevo colegio donde mi vida comenzó a recibir la luz, era como si de un momento a otro el velo hubiera desaparecido por completo. Ahora veía los hechos más claros en su contexto, podía distinguir lo que sucedía en mi entorno, y mis percepciones eran más profundas. Y comencé a caminar con seguridad en los azarosos vericuetos de la amistad.

La Academia era un colegio regentado por la logia masónica de la ciudad; por lo tanto, era laico y no poco anticlerical. Estudiaban allí los hijos de los masones, y jóvenes de clase media o pobres que contaban con la ayuda económica de la institución. La mayoría de los estudiantes eran negros. Algunos compañeros provenían de pueblos cercanos; otros, la mayoría, venían de los barrios marginales de la ciudad. Las ideas pedagógicas de la Academia acogían a todo aquel que quisiera ingresar, con plata o sin ella, esa era la política oficial del colegio. Sorprendentemente gozaba de un buen nivel académico, se conocía de personajes ilustres de la ciudad que habían egresado de allí. Los masones tenían una poderosa rosca entroncada en todos los ámbitos del poder local, la Academia era su semillero. Cuando habíamos recién ingresado al colegio nuestro país ganó el campeonato mundial de béisbol aficionado. El lanzador de la selección y dos jugadores más eran estudiantes de último año en el colegio, fueron días gloriosos, la institución era muy popular.

Mis compañeros fueron lo mejor que obtuve del colegio, allí encontré jóvenes extraordinarios que enriquecieron mi vida haciéndome más resistente y más mundano. Entre ellos conocí al Mono, cuyo padre también había desaparecido en el accidente del barco; conocerlo me hizo consciente por primera vez de que lo había perdido para siempre.

En los patios primaba la ley del más fuerte, era indispensable pertenecer a un combo, de lo contrario la masa te engullía; las peleas a trompadas estaban siempre a la orden del día. Mi hermano fue el primero en mostrar su valor al enfrentarse a un muchacho negro muy fornido que gustaba de amedrentar a los demás, aunque quedó muy aporreado logró derrotarlo terminando así su reinado de terror. De esta forma logramos algo de respeto, pero las peleas nunca terminaron en el colegio, ni en la calle, siempre había algún motivo, no fueron pocas las veces que llegábamos a la casa magullados por completo. Y aunque no se permitían las peleas, profesores y adultos las toleraban. «Así se vuelven hombres», decían.

Las cosas cambiaron cuando nos percatamos de que un grupo de compañeros eran también nuestros vecinos. Eran seis más que vivían entre el Primero y el Cuarto, entre todos nos dimos protección y amistad por los años siguientes.

Nos íbamos y regresábamos juntos a pie del colegio, caminábamos para no pagar bus cerca de treinta minutos bajo el sol todos los días. En la calle aprendimos a defendernos y muchas cosas más, la caminata nunca fue motivo de queja para ninguno, al contrario, la disfrutábamos a fondo, molestando y haciendo travesuras en el camino. Por la noche nos reuníamos frecuentemnte en alguna esquina a conversar y a mamar gallo hasta muy tarde, cuando nos dábamos cuenta de que era hora de ir a dormir. Éramos libres, la vida con ellos era divertida.

***

En mi casa, fui el escogido por mi madre para ir al cine, no había plata para los demás. Me asignó la tarea de contarles las películas, así podían decir después que fueron al cine. Como mamá era la más interesada la perseguía por todas partes contándole hasta lo más mínimo. Si entraba al baño me paraba en la puerta y continuaba mi narración mientras ella me escuchaba desde adentro, éramos unos loquitos. Por cerca de cinco años fui el narrador del cine de actualidad en mi casa, hasta que comencé a ver películas para adultos. No había restricciones de edad en los teatros populares, podía ver lo que quisiera. De esta forma terminaron mis narraciones para mi público y comenzó mi verdadero amor por el cine. Me convertí en un cinéfilo empedernido, estudié la historia y la técnica del cine, aprendí sobre los grandes directores y su filmografía. Amaba el cine, y sigo haciéndolo.

***

Tres años después de llegar al Segundo, mamá decidió construir otro piso, quería que ahora que todos estábamos creciendo tuviéramos un espacio propio, así que mandó a construir dos habitaciones arriba para ella y para mis hermanas. Abajo quedamos mi hermano y yo en una habitación, y mi abuelo en otra. Ellas se mudaron contentas sin tener terminada siquiera la construcción, el dinero no alcanzó para más.

Por esos días mamá contrató una empleada para ayudarla con los oficios de la casa, venía dos veces por semana, nosotros alcanzábamos a verla cuando llegaba temprano y por la tarde al regreso del colegio. Era una morena de talla mediana, maciza, y más o menos agraciada, de unos veinte años, usaba el pelo muy corto, de lejos parecía un muchacho. Le gustaba hacernos chanzas y jugar atrevidamente con mi hermano y conmigo, que para esa época, teníamos catorce y quince años. Nos hacía cosquillas y nos tocaba como al desgaire.

Un tiempo después de estar viniendo a la casa, le pidió permiso a mamá para quedarse por la noche, pues tenía alguna dificultad en su hogar. Sería cosa de un par de días, le dijo. Y mamá aceptó. Curiosamente decidió dejarla en nuestra habitación, donde acomodó un colchón en el suelo, cerca de nuestras camas.

La mujer dormía semidesnuda, apenas cubierta por una sábana blanca. Cuando apagábamos la luz comenzaba su juego: se levantaba con los senos al aire y sus pequeños calzoncitos y nos destapaba para hacernos cosquillas y tocarnos, nosotros disfrutábamos del asunto, en una mezcla tensionante de excitación y temor. Al rato se calmaba y regresaba a su colchón y se quedaba dormida. Pero nosotros no podíamos dormir, era demasiado para dos jóvenes en plena adolescencia. Mi instinto me empujaba sin dudas a lanzarme sobre ella.

La segunda noche la historia comenzó a repetirse inmediatamente apagamos la luz, pero esta vez se atrevió a agarrarme el miembro parado a reventar, no sé si hizo lo mismo con mi hermano, y luego se acostó en su colchón. Entonces me levanté desnudo y con mi lanza enhiesta, caminé hacia ella y de un salto caí en sus brazos. La oscuridad era total, solo podía ver sus ojos y sus dientes blancos claramente. Muerta de la risa me enganchó entre sus piernas y sin saber cómo me introdujo entre su cuerpo tan rápidamente que solo sentí un intenso calor, como si hubiera caído en el centro de un volcán llameante. Mientras su cuerpo se zarandeaba extrañamente, sus gemidos sonaban como gata en celo. Yo intentaba mantenerme encima, sin saber qué hacer hasta que mi cuerpo explotó en un enorme fluido de emociones dentro de los suyos, el ruido comenzaba a ser demasiado notorio. De pronto, observé a mi lado a mi hermano, también desnudo. «Me toca» —dijo a media voz.

Pero esta vez la gata no estaba disponible, de un salto me sacó de su caldo hirviente y me arrojó a un lado, se levantó, prendió la luz, y comenzó a llamar a mamá.

Y ahí fue que se armó el jaleo: bajaron mamá y mis hermanas, mi abuelo miraba parado en la puerta de su alcoba, todas gritaban, mis hermanas no entendían por qué las caras agitadas, por qué los cuerpos temblorosos.

—Nosotros no hemos hecho nada, mamá —se defendía mi hermano.

—¡Corrompidos! —gritaba mi abuelo.

—Me querían comer —alegaba la fulana.

Conclusión: la gata debió regresar a su pueblo de inmediato, mamá misma la embarcó en un bus a la madrugada. Nunca hizo ningún comentario sobre el tema, ni regaños, ni sanciones. Después de todo comprendí que darle rienda suelta al cuerpo, no tiene por qué ser un pecado; no fue tan buena mi primera experiencia, pero vendrían tiempos mejores.

***

La mudanza más grande que vi en el Segundo fue la de don Mario y su familia, llegaron con tres camiones llenos de chécheres que los cargueros desocuparon con gran estruendo. Muebles, armarios, espejos, ¡dos televisores!, equipo de sonido, cuadros y matas. Era evidente que se trataba de personas con dinero. Habían hecho construir previamente una gran casa como ninguna en el Segundo, con don Mario llegaron doña Leoncia y Simón, su único hijo.

Don Mario era un hombre blanco, corpulento y bien parecido. Al verlo pensaba siempre en aquellos vaqueros de las películas del medio oeste norteamericano: fuerte, rudo, hombre de pelo en pecho, así era don Mario. También era un hombre muy trabajador y dedicado a sus negocios, en poco tiempo montó una fábrica de juguetes en el patio trasero de su casa, algunas personas del Segundo encontraron empleo aquí, lo que trajo progreso entre nuestros vecinos. Así se creó la imagen poderosa y protectora de don Mario, quien se convirtió rápidamente en el personaje más influyente de la cuadra.

La casa de don Mario quedaba a unos veinte metros, casi frente a la nuestra, de esta forma prontamente nos hicimos buenos amigos con Simón, quien apenas se dignaba dirigirnos la palabra a nosotros, a nadie más en la cuadra. Era un adolescente un año mayor que nosotros, muy mimado y algo amanerado en sus modales y en su hablar, pero congeniamos fácilmente pues compartíamos la afición por la música, que podíamos escuchar en su casa, y por algunos programas de televisión que también teníamos oportunidad de ver en su alcoba. Simón estudiaba en el mejor colegio de la ciudad, sabía manejar, su padre le prestaba su carro para ir a las fiestas de los clubes elegantes, y frecuentaba a las chicas de sociedad.

Macho como era, don Mario no escatimaba esfuerzos para educar a Simón: lo había matriculado en un prostíbulo de Getsemaní a donde podía ir cuando le daba la gana, su padre cancelaba más tarde sus servicios. Nosotros lo acompañamos varias veces, esperándolo en el carro, y siempre nos sorprendió la premura de su salida. «Polvitos de gallo», decía mi hermano con sorna. Sin embargo envidiábamos sus cosas y su estilo de vida, nosotros no teníamos un padre que nos llevara de la mano hacia nuestro destino.

***

Consuelo y Rosy fueron las primeras niñas que conocimos en el Segundo, ambas eran muy amigas y tenían un año más que nosotros, ya eran unas señoritas. Ambas eran muy atractivas y muy coquetas, hubo una época en que mi hermano y yo estábamos con ellas todo el tiempo, era una atracción desafiante. No bien quedábamos solos en casa de una de ellas, comenzábamos a besarnos y a tocarnos, la curiosidad no tenía límites para ninguno. Con ellas aprendimos a besar y a tocar a una mujer, era delicioso, pero no tuvimos sexo, ellas nunca lo permitieron, tenían la idea de que debían llegar vírgenes al matrimonio. El juego terminó cuando Consuelo se mudó para otra ciudad, desde ese momento todo se enfrió con Rosy y solo seguimos siendo buenos amigos.

La desgracia vendría a tocar a la puerta de su casa cuando apareció Jorgito, su hermano menor. Venía de Sucre, donde vivía con su padre, había llegado de visita a pasar el fin de semana. Tenía quince años, era la primera vez que venía a Cartagena. Después de dos días de turismo, Rosy me pidió que los acompañara a llevarlo a la playa el domingo. Jorgito estaba muy emocionado con el mar, dijo que sabía nadar y estaba ansioso por demostrarlo. Los jóvenes en la playa acostumbraban a mostrar su virilidad y sus habilidades, y se mostraban como pavos reales; las chicas, por su parte, mostraban sus encantos, y practicaban el coqueteo. Era un ritual imprescindible y atractivo a la vez, allí se imponía la moda, se marcaban territorios, nacían amores. Tristemente, también a veces se convertía en el escenario de tragedias, la muerte ronda cercana en las entrañas del mar.

Mientras conversábamos y aprovechábamos los rayos del sol matinal para broncearnos, Jorgito nadaba y nos llamaba desde las olas, pero nosotros seguíamos entretenidos. De pronto no volvimos a escucharlo, desapareció entre las olas, no podíamos verlo y nos asustamos. Así que corrí afanosamente a tratar de encontrarlo, Rosy gritaba su nombre y corría de lado a lado frente a la playa, no lo veíamos.

Frente a la presencia de la muerte se siente un malestar extraño, algo que te hace temblar, te seca la garganta, se produce una especie de vértigo que impide pensar con claridad.

—¿Lo ves? —me gritaba Rosy.

Yo me sentía paralizado, miraba mar adentro y solo veía cabezas o cuerpos que se desplazaban en todas direcciones, pero no podía reconocerlo. Súbitamente escuché los gritos de la gente que se amontonaba en un lugar preciso entre las olas.

—¡Un ahogado!

Algunos nadadores lograron atraparlo y lo sacaron jalándolo de los brazos, era Jorgito. Desde el momento en que lo perdimos de vista no habían pasado quince minutos pero su cuerpo mostraba ya rasgos cadavéricos; la piel se tornó morada, le salía espuma por la nariz y por la boca, estaba totalmente desgonzado. En medio de la multitud y los gritos pusieron su cuerpo en la playa, donde muchos lo rodeaban e intentaban reanimarlo. Un señor que dijo ser médico le dio respiración boca a boca, otros levantaban el tronco y le agitaban los brazos.

—Es inútil —exclamó—, está muerto.

Los acontecimientos posteriores sucedieron vertiginosamente: la ambulancia, los enfermeros, la policía. Y Rosy, su angustia, su desesperación, su impotencia.

—Es mi culpa, es mi culpa —gritaba.

Yo observaba todo aquello como si fuera una película repetida varias veces, así lo sentí por mucho tiempo después.

Luego, la noticia en su casa y nuevamente los gritos y los lamentos. El hecho sacudió al Segundo y fue noticia en el periódico local. Nadie nos culpó, nadie nos regañó.

—Fue la voluntad divina, debemos aceptarla —sentenció la tía de Rosy, y así todos la acataron, como si hubiera sido una orden.

***

En el mes de noviembre terminaba el año escolar, en Cartagena se conmemoraba la independencia de la ciudad como una fiesta patria. Durante todo el mes había múltiples celebraciones, el acto central era el reinado nacional de belleza. Las grandes galas estaban diseñadas únicamente para el disfrute de la elite, los desfiles privados y las fiestas importantes se hacían en los clubes más exclusivos de la ciudad. El pueblo debía conformarse con observar a las reinas en los desfiles públicos, donde la aglomeración, la pólvora, el ron y la patanería eran la costumbre. Los jóvenes disfrutaban aprovechando el desorden generalizado asistiendo a las verbenas populares, o a las casetas de baile, donde se respiraba un aire de libertinaje y de promiscuidad.

Para los jóvenes como yo no había clubes ni bailes con orquesta alrededor de las piscinas, para nosotros estaban los taburetes y las mesas de madera tosca en las casetas. El piso estaba tapizado de aserrín, la cerveza y el ron eran las bebidas, el ambiente olía a orines y a perfume barato. La música sonaba con el estruendo fenomenal de los picós. La pareja podía ser cualquiera, aquí no venían tus hermanas ni tus noviecitas, aquí tú bailabas con muchachas que, hay que decirlo, se movían como diosas, meneando el trasero frenéticamente, dejándote hacer sin ningún pudor. Era una verdadera escuela de baile.

¡Salsa! La música no paraba en ningún momento, se iniciaba a las cuatro de la tarde y terminaba a las siete u ocho de la mañana del día siguiente. Se podía bailar toda la noche con esta música que aturdía los sentidos, el bun, bun de los bajos te retumbaba en el pecho, el aire de las trompetas te explotaba en los tímpanos. Salsa de la dura.

De vez en cuando alguno de nosotros se hacía un levante, y en medio de la satisfacción general, y los gritos, salía de la caseta a gozar por ahí en algún cuartucho barato. Estas eran nuestras fiestas de noviembre.

***

Nuestros estudios avanzaban sin tropiezos pese a que poco estudiábamos. Yo detestaba las tareas y a veces me sentía atascado, me sentía fracasado como estudiante. Sin embargo, milagrosamente encontraba la forma de terminar con buenos resultados cada año escolar. Mi hermano en cambio, se destacaba por su brillantez y nunca fallaba en las tareas. Además, era excelente futbolista y hacía parte del equipo de la Academia. Las primeras clases de anatomía llamaron poderosamente su atención y decidió conseguir un esqueleto para estudiar con sus compañeros. Le ha contado su idea a mamá pero ella la rechazó escandalizada.

—¿Unos huesos en la casa? Eso nunca, mijo.

Con la gente del Primero tramó entonces una aventurilla cuyas consecuencias impredecibles podrá concluir el lector. Ramiro C. vivía en una casa que colindaba con el cementerio por el patio trasero. Él mismo se había subido por la pared a un techo cubierto con unas tejas de cinc. Nos había contado que allá guardaban los huesos que no tenían identificación o que no habían sido reclamados. Nosotros lo hemos comprobado una tarde que subimos al techo mencionado. Horrorizados y al mismo tiempo fascinados por la misteriosa atracción de la muerte, observamos huesos, cráneos y dos féretros completamente derruidos por la acción del tiempo y por la descomposición.

Decidimos entonces pescar desde arriba algunos huesos que pudieran servir para estudiar. Volvimos a los pocos días a la hora de la siesta, preparados y con el ánimo dispuesto. Nos ingeniamos una caña de pescar consistente de un palo largo, tal vez muy delgado para nuestro propósito, del cual colgaban una pita y un gancho a manera de anzuelo. La tarea resultó más difícil de lo que habíamos pensado: después de varios intentos fallidos, logramos enganchar un cadáver por un brazo, pero era muy pesado. Luego atrapamos otro por las costillas pero estas se desmoronaban como galletas de soda. De pronto mi hermano se enfocó en una calavera tirada en el piso, casi cubierta por unas hojas de periódico. El anzuelo enganchó fácilmente de una órbita ocular y subió sin oponer resistencia. Gritamos emocionados y reímos como locos. Ramiro la sostenía en sus manos y mi hermano la contemplaba maravillado. A mí la visión de la huesuda me revolvía las tripas, un temor indecible me apartó sin poder tocarla.

—Oye —dijo Ramiro—, ¿este huesos sería un hombre o una mujer?

—Es mejor que nos vayamos ya, no demora en pasar el sereno por acá —les dije disimulando mi temor.

Al bajar a la casa de Ramiro la envolvimos cuidadosamente en una bolsa y la llevamos a nuestra casa; el trofeo fue así a parar a nuestra alcoba; mi hermano la limpió con alcohol y la puso en lo alto del armario sin más miramientos. La huesuda quedó allí observándonos desde el vacío de la muerte. Quién sabe si le molestaría que la hubiéramos sacado de su eterno descanso, o a lo mejor, si estaría contenta de volver a habitar entre los vivos. En todo caso allí permaneció por tres años.

La pesca macabra fue el tema de conversación del combo del Segundo durante algunos días; de las bromas de ultratumba pasábamos inadvertidamente al temor del castigo por irrespetar el descanso de los muertos. Pero alguno volvía a las chanzas y la mamadera de gallo y así olvidábamos nuestros miedos.

Lo cierto es que mi hermano nunca estudió anatomía con ella. Habíamos convenido que era de una mujer, y que debió de ser joven y bella al morir. Con el tiempo se convirtió en un objeto más de decoración, poco a poco le perdimos el respeto y entonces comenzaron las transformaciones de su apariencia según nuestro estado de ánimo, o de acuerdo con la moda.

Así se vistió con varias pelucas, tuvo gafas que le amarrábamos con elásticos, y cambió varias veces de maquillaje. Finalmente mi hermano le pintó con tinta roja y negra dibujos de la simbología bantú, así se quedó entre nosotros hasta el día que mamá la descubrió y nos obligó a enterrarla bien profundo en el patio.

***

El período de las vacas flacas se prolongó en nuestro hogar por varios años, mi adolescencia transcurrió en medio de dificultades económicas y de no pocas desgracias signadas por la desaparición de varios allegados. A la falta de dinero se sumó el deterioro de la casona cuyas paredes, techos, sanitarios, pisos, acusaban el paso del tiempo y el abuso de cuatro niños en pleno crecimiento. La casa era una miseria: los techos habían cedido por el peso de las lluvias inclementes y por la acción del comején. Al menos media docena de gatos los habían convertido en su pista de carreras y en el sitio preferido para aplacar sus calenturas. El escándalo por las noches en el techo era inimaginable, no se podía dormir: los pedazos de cielo raso y tejas caían estrepitosamente. Primero fue el sector de la sala y el comedor, y luego, la cocina. Una noche un estruendo infernal nos sacó despavoridos de las camas, el último pedazo de techo de la cocina cayó de un solo golpe, dañando de paso la estufa y la nevera. Las alcobas se salvaron de milagro, media casa quedó a la intemperie y así permaneció durante años. Ahora los aguaceros hacían de las suyas con nosotros, las inundaciones eran iguales afuera, en el jardín, que adentro de la casa. Cuando llovía solo había dos cosas por hacer: resguardarnos y esperar que pasara la tormenta o salir a barrer el agua hacia afuera. Era necesario cavar caminitos en la zona exterior para conducir el agua hacia la calle. Mamá lo hacía bajo la lluvia inclemente.

Luego fue el turno de los baños. En esa época no teníamos alcantarillado en el Segundo, las casas debían dotarse de un pozo séptico adonde llegaban todos los desechos por la tubería, el pozo se iba llenando hasta que literalmente explotaba. El hedor era insoportable, las heces burbujeaban en las tazas, y finalmente toda la porquería las desbordaba y corría por los corredores. Mis hermanas gritaban aterradas, mi hermano y yo nos divertíamos con el espectáculo.

—Es solo mierda —decía mi abuelo—, no jodan más.

Entonces tocaba contratar al Diablo y a su hijo para vaciar el pozo. El suceso se repetía aproximadamente cada dos años, y duraba así casi dos meses hasta que mamá levantaba la plata para limpiarlo.

El Diablo era un hombre de unos cincuenta años, blanco y con la piel curtida como un cuero viejo totalmente quemada por el sol. El hijo era un muchacho fornido y de piel más oscura, vástago seguramente de alguna mujer negra. Totalmente inexpresivos, se comunicaban entre sí por señas; ambos eran alcohólicos.

—No podría ser de otra forma —decía mi abuelo—, imagínense, sacando mierda todos los días. Vaya trabajo se inventaron.

Lo cierto es que los diablos eran indispensables en los tiempos del pozo séptico. Había que proveerles de ron blanco todo el tiempo que duraba su trabajo. Comenzaban desde arriba, llenando las canecas con el líquido pútrido y los desechos, que luego vertían en un gran tanque colocado sobre una carreta. A medida que avanzaba el trabajo debían hacerlo de rodillas, metiendo casi la cara dentro del pozo. Finalmente se metían por completo, anestesiados por el alcohol y cumpliendo con la tarea hasta la última gota.

Adónde botaban los desechos siempre fue un misterio, preferíamos no saberlo.

***

Un grupo de doce estudiantes estábamos seminternos en el colegio, entre ellos todos los del barrio. Esto implicaba que debíamos quedarnos a almorzar y esperar hasta las cuatro de la tarde para salir del colegio, se suponía que ese tiempo debíamos usarlo para las tareas. Dos profesores nos acompañaban a la hora del almuerzo y luego se iban dejándonos libres. Quedábamos a cargo del conserje del colegio, un viejo cascarrabias que no hacía nada por vigilarnos, estábamos por nuestra cuenta. En este abandono casi absoluto que nos permitía pasearnos libremente por todas las instalaciones se nos ocurrían las cosas más inverosímiles para divertirnos. Sesiones de chistes groseros, o de historias fantásticas, concursos de historias de sexo, apuestas deportivas, lectura de obras literarias, hasta pasar a las casas vecinas a robarnos los mangos, y robar las botellas de la tienda para luego venderlas, de todo un poco. En estas andanzas estuvimos tres años inolvidables. A veces metíamos peladas de un colegio de monjas cercano al nuestro y hacíamos sesiones de estriptis, de bailes eróticos y pequeñas orgías. Las empleadas del aseo del colegio, que supuestamente estaban a cargo, también participaban de nuestros juegos muy complacientes. Éramos una alegre cofradía del desenfreno, no había ningún control, y aunque parezca inverosímil nuestros actos nunca tuvieron consecuencias. Al día siguiente nadie comentaba nada, manteníamos un código tácito de silencio para preservar nuestro pequeño paraíso vespertino.

Se acercaba el final del año escolar marcado esta vez por el grado de bachiller de mi hermano. Yo le seguía los pasos un año atrás, y me preguntaba constantemente que sería de mí cuando él saliera del colegio. Mi hermano ya había decidido seguir sus estudios superiores en la universidad estatal de Cartagena. Gracias a sus buenos resultados le habían concedido una beca para estudiar, todos estábamos muy contentos en casa.

Los grados se realizaban en todos los colegios de la ciudad, había celebraciones de todo tipo, fiestas por doquier. En clubes privados adonde entrábamos colados, en casas de familia adonde íbamos casi siempre colados, en casetas callejeras, en bares y en prostíbulos. La rumba no terminaba, éramos pequeños alcohólicos en potencia.

Afortunadamente, ese año iríamos a Bogotá a pasar la Navidad, mi tía nos había enviado los pasajes para premiarnos por nuestro comportamiento y para celebrar el grado de mi hermano. No era la primera vez que viajábamos, desde niños mamá nos acostumbró a pasar el fin de año con mis abuelos paternos y mi tía. Pero hacía varios años que no habíamos vuelto, preferimos quedarnos en el jolgorio costeño.

Sin embargo esta vez sentimos que era un premio merecido, por mi parte agradecí apartarme un tiempo del caos en que vivíamos.

Cuando éramos niños era divertido: las novenas de Navidad, la misa de gallo, el arbolito y el pesebre, y por fin, los regalos. Siempre regresábamos con las maletas cargadas y con algunos pesos en el bolsillo. En esta oportunidad no estábamos seguros de disfrutar con las mismas cosas, ya no éramos niños. Habíamos perdido la costumbre de la misa y de los rituales religiosos, el velo había caído por completo. No obstante, mis hermanas estaban muy contentas, para ellas esta época hacía parte de sus más gratos recuerdos. De todas formas estábamos comprometidos con mamá a portarnos bien y a no darles molestias allá.

Las cosas también habían cambiado en Bogotá, mi abuelo paterno había fallecido recientemente y en la casa se respiraba aún la nostalgia por su partida. Mi abuela y mi tía se mostraban más tolerantes ahora, reconociendo de alguna forma que habíamos crecido. No nos obligaban a rezar todos los días. El clima también había cambiado, aunque seguía siendo una ciudad de clima frío el sol se asomaba por más tiempo todos los días, Bogotá no lucía tan sombría como antes. Mi abuela y mi tía se esforzaban por atendernos y nos llenaban de regalos, de hecho, creo que pasamos las vacaciones mejor de lo que pensábamos. Por mi parte tomé la decisión de irme a estudiar a la capital, tal vez así podría dejar atrás las costumbres perniciosas y alcanzar mis objetivos.

***

El último año de colegio comenzaba así con cambios importantes, ya no estaba mi hermano conmigo, junto con él habían partido otros tres compañeros de aventuras. Solo quedábamos Jaime D. y yo, al menos ahora ya no teníamos que defendernos de nada, éramos unos leones, acostumbrados a la calle, y líderes en nuestro grupo. Mi hermano y los demás compañeros habían tomado cada uno su rumbo, nos veíamos casi que exclusivamente los fines de semana.

Era hora de actuar con autonomía y con mayor madurez, en el colegio habían cesado los castigos y las reprimendas, era como si de pronto los profesores ahora estuvieran conscientes de que habíamos crecido. En el fondo, seguíamos siendo los mismos, no faltaban nuestras locuras y la pereza de estudiar, pero teníamos la estima de nuestros mentores, y hasta nos creían buenos estudiantes. Como decía mi abuelo: «En tierra de ciegos el tuerto es rey».

Sin la presencia de mi hermano pasaba mis tardes en solitario cuando regresaba a la casa. Me dedicaba libremente a mis pasatiempos favoritos, y salía a la calle a verme con mis amigos y amigas. Por las noches de vez en cuando se reunía todo el combo en una de las esquinas del barrio y compartíamos. Era muy divertido pero no como antes, ellos tenían ahora nuevos intereses, a veces nos miraban como si fuéramos niños todavía.

En octubre viajamos con diez compañeros a Barranquilla a presentar los exámenes de admisión para ingresar a la Universidad Nacional en Bogotá, se suponía que éramos los mejores estudiantes de nuestra promoción. Sin tener adonde llegar, fui recibido en casa de un compañero que tenía parientes en la ciudad, vivían en un barrio pobre y me alojaron en una especie de taller de carros aledaño a su casa, debía dormir en una hamaca las dos noches que pasaríamos allí. Los exámenes me parecieron fáciles y todos mis compañeros opinaron lo mismo, estábamos muy optimistas.

En noviembre se publicaron los resultados en un periódico de circulación nacional, eran tres hojas completas llenas de códigos repartidos para las diferentes sedes de la universidad.

Mis ojos se toparon de pronto con mi número, no lo podía creer, repasé varias veces el número para asegurarme, no había ninguna duda, había sido admitido en la universidad. De un salto corrí hacia el segundo piso con la hoja de periódico gritando.

—¡Mamá, mamá, pasé!

Era un sábado en la mañana, todos descansaban todavía y se levantaron con mi alboroto. Corrieron a revisar el periódico y compararon con mi credencial, todos gritaban alborozados como si hubiéramos ganado la lotería. Mamá me abrazaba y me felicitaba entre lágrimas, mis hermanos también. Por fin una buena noticia, por fin algo diferente para mi familia.

Mi aceptación para ingresar a la universidad más importante del país se convirtió en tema de todos en el Segundo, lo mismo pasaba con los amigos del combo de Manga, y en el colegio no cesaban las felicitaciones, la institución hizo alarde de este logro como resultado de su excelente labor académica.

Las despedidas fueron largas y diversas, y me confirmaron que así no tendría futuro, que la parranda y el alcohol no me llevarían a ninguna parte, y que sería bueno para mí salir de este oscuro túnel.

Las lágrimas de mamá al despedirnos llenaban de nostalgias mi corazón.

—Es un pequeño viaje de una hora, no se preocupen, les escribiré y volveré pronto.

Durante el viaje pensé mucho en los años pasados y en las experiencias vividas, la ansiedad de lo que venía me emocionaba, mi vida cambiaría radicalmente, ese era mi propósito.

Los límites del segundo

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